El resto de la historia será así

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Gisela Leal

El Club de los Abandonados

México, Alfaguara, 2011, 603 pp.

 

El Club de los Abandonados parece haber sido escrita con un impulso lúdico, de desparpajo. Gisela Leal (1987) debuta con la historia de dos jóvenes de la élite económica de Monterrey, pero el asunto, que ocupa la mayor parte del volumen, es de menor peso ante el elemento central: el narrador, Semidiós Almighty o Semi, se convierte en el verdadero protagonista de la novela. Esta hiperactiva figura, que se define como una entidad suprahumana (“Soy la vida y la muerte y la inexistencia del ser”), exhibe una persistente condición metaliteraria: detiene la acción, interpela al lector, comenta lo narrado, desecha las críticas posibles. Descrito así, El Club parecería otro posmoderno heredero de El Quijote o Tristram Shandy. Pero no.

Roberto y Camilo, hijos de familias muy ricas de Nuevo León, se ven dotados de condiciones excepcionales: son superiores en carisma, inteligencia o talento –lo que hace pensar en las cualidades desmedidas de los caracteres en una novela pastoril–. Se trata de dos clichés: uno es el niño prodigio de la pintura, maldito e incomprendido, iconoclasta y sardónico; otro es el yúnior que, luego de perder a su novia por engañarla con la cuñada, se entrega a los excesos que la fortuna familiar le acuerda. Con todo y sus crisis, los personajes no conocen sino una paleta restringida de reacciones, que predominantemente van del desprecio al odio; además, no dejan ver matices contrastantes entre sí. Por eso, se ven reacios a un devenir individualizado que suponga una razón estructural para que se narren de modo tan prolijo sus ires y venires. La misma novela se da un temprano balazo en el pie, en un anticlimático aparte dirigido al lector: “(vete acostumbrando a esto porque créeme que el resto de la historia será así)”. Lo que significa: las siguientes 560 páginas serán iguales a las 40 anteriores.

Y tal cual: El Club de los Abandonados tiene un problema de excedentes. Aunque en varias secciones delega la voz en sus personajes, Semi no se esmera en mostrar la menor diferencia entre sus procedimientos técnicos y lingüísticos con los empleados por Camilo y Roberto. Por ejemplo: en el libro no se ejerce el privilegio de la selección. Se narra y adjetiva y contextualiza hasta el hartazgo. Hay diálogos, escenas y digresiones inacabables que presumen de erudición pop, o de oído para la transcripción del habla regiomontana, o de información sobre el decorado en que se mueven los personajes, pero que no propician la evolución de su interioridad ni suponen una convincente proyección imaginativa ni, en otro sentido, dinamitan los presupuestos del realismo literario. La novela detalla situaciones que, por no contribuir a la trama, podrían haberse resumido en una línea; cito un caso de muchos: “Camilo se levantó de la silla, salió del consultorio, fue a la recepción y le pidió a la nana de Bebé que se lo prestara por un rato, Claro que sí, señor, aquí está el niño, Gracias, Olga. Camilo vuelve a entrar al consultorio.” Luego, en el mismo párrafo, se pasa apresuradamente por hechos que sí exigirían particularización: “Y [el doctor] empezó el estudio minucioso de lo que bebé Camilo hacía, cómo reaccionaba hacia ciertos impulsos, el tratar de hacerlo hablar, llamar su atención con cosas típicas que atraerían a un bebé promedio, hacerlo reír, analizarlo.” Mis cursivas señalan esas frases vagas (¿cómo es un estudio minucioso?, ¿cuáles fueron esos ciertos impulsos y esas cosas típicas?)que haraganamente suponen el (probable) conocimiento previo del lector y no fomentan el poder visual necesario para desarrollar la tensión, aquí sí pertinente, entre el padre y el médico, a raíz de la posible enfermedad del niño. Por supuesto, el contraproducente manejo del ritmo narrativo, del que el mismo Semi se dice consciente, podría ser de poca importancia si en contraparte estuviéramos, a lo largo de la fatigosa travesía, ante una prosa y un narrador que valieran por sí mismos. Pero tampoco.

Si bien se presenta como un semidiós libre de cualquier limitación o rasgo humano, Semi no se ve exento del habla local de los sectores acaudalados de Monterrey –con sus recurrentes anglicismos– y, paralelamente, de un complejo de superioridad que se manifiesta con rasgos cínicos a menudo infantiles (“durante el desarrollo del escrito, soy como tu mami”), cuando no abiertamente frívolos: “En nombre de todo el staff quiero dar a convencer que estamos conscientes de que hemos pecado en contra de papi Miguel de Cervantes y mami Sor Juana Inés. […] Lo siento, pero no nos vamos a callar; no porque tengamos algo que darle a conocer al mundo, sino porque simplemente no se nos da la gana.” Se anuncia diciendo: “Sé todo y de todo”, pero sus referencias, que suelta con profusión, son de un rango reducido: más allá de pocos y predecibles artistas canónicos, su enciclopedia es, casi en exclusiva, contemporánea, pop y de lengua inglesa, lo que ya de entrada acaso vuelva El Club una lectura hermética dentro de quince años. Al imaginar a su lector, Semi lanza suposiciones clasistas (“Lector, me imagino que tu Internet es lo suficientemente rápido como para que ya tengas la canción en tu computadora”). Estos atributos –pensé en un principio– podrían convertir a Semi en un personaje satírico, con el que se acusaría el temple discriminatorio, esnob y despótico de las clases pudientes de la ciudad norteña. Pero ni eso.

Ocurre que no se ha llegado a la página 80 o 100 cuando ya el mecanismo Semi se ha desgastado, banalizándose, pues sus intervenciones metaliterarias no conocen variaciones ni dan pie al contrapunto entre su decir y su hacer: la posibilidad de la sátira no se actualiza, a diferencia de lo que sí vemos en los personajes –tres mujeres de familias opulentas, también de Monterrey– de la desopilante pieza dramática Barbie Girls, de Mario Cantú Toscano. El impulso lúdico que Leal le otorga a Semi tampoco da para aproximaciones de interés epifánico en torno a la ficción y sus entresijos, ni entrena audacias técnicas experimentales que concedan espacio al asombro: antes bien, se queda en un monocorde abuso de la ocurrencia y la arbitrariedad, pues abarata el recurso al buscar sobreseer las fallas en el punto de vista o el ritmo con pretextos caprichosos: “La única y estúpida razón por la cual Roberto sabe cosas que no es posible que él sepa […] es porque yo fui quien se las contó. Así de fácil.” Esta limitación ataca también otro flanco: Semi utiliza el habla de la joven plutocracia neoleonesa de forma estéril –por obedientemente mimética–, y no se arriesga a darle personalidad en busca de un estilo transgresor que cuestione la realidad clasista que pulsa en esos usos dialectales. Tenemos entonces que lo que en un primer momento parecía un artefacto heterodoxo termina siendo, por pueril, un ejercicio conservador: en vez de hacia un conocimiento crítico en torno de las formas en que nuestra sociedad y época vinculan ficción y realidad, El Club de los Abandonados lleva la metaliteratura hacia la intrascendencia. ~

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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