El Tercer Reich, de Roberto Bolaño

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Se antoja un misterio que, por desgracia, quedará ya sin resolver: ¿por qué Roberto Bolaño (1953-2003) decidió mantener en la oscuridad de su arcón personal una novela redonda, totalmente acabada, que ve la luz siete años después de su muerte prematura? Escrita en 1989, según se nos informa, El Tercer Reich no es un divertimento ni mucho menos una obra de juventud: se trata, por el contrario, de un fruto maduro digno de figurar en el frondoso árbol narrativo que Bolaño cultivó con esmero a lo largo de dos décadas de actividad febril e incesante. Me ciño a este lapso temporal pensando en un punto de partida: Amberes, primera incursión en territorio prosístico fechada en 1980 pero publicada hasta 2002 que despliega una capacidad anfibia que le permitió entrar sin mayor dificultad en La Universidad Desconocida (2007), la summa poética del autor. Luego de Amberes siguen tres novelas de formato digámosle clásico: Monsieur Pain (escrita en 1982, editada como La senda de los elefantes en 1994 y reeditada con el nombre que hoy la identifica en 1999), Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984, en coautoría con Antoni García Porta) y La pista de hielo (1993), tal vez la obra más leída de lo que se ha dado en llamar la etapa temprana de Bolaño. El hueco de nueve años que supuestamente se abría entre los dos últimos títulos mencionados lo ha venido a llenar El Tercer Reich, que comparte una misma temperatura de angst juvenil e inquietud existencial con Amberes, Consejos de un discípulo y La pista de hielo pero también con “Prosa del otoño en Gerona”, ciclo poético fechado entre 1981 y 1984 e incluido primero en Tres (2000) y posteriormente en La Universidad Desconocida, donde hallamos una descripción del estado de ánimo que permea todos estos libros: “En efecto, el desaliento, la angustia, etc. El personaje pálido aguardando […] la aparición del hoyo inmaculado. (Desde esta perspectiva otoñal su sistema nervioso pareciera estar insertado en una película de propaganda de guerra.)” Pese a ambientarse en el verano catalán, El Tercer Reich entronca con la perspectiva otoñal, crepuscular, que desarrollan las otras novelas; una perspectiva detonada, de manera oblicua, por uno de los principales mecanismos del corpus bolañiano: la pulsión policiaca, introducida en este caso mediante la invención del investigador Florian Linden, que protagoniza una saga devorada por Ingeborg, la novia del narrador/diarista Udo Berger. Todavía más, en El Tercer Reich resurge, transformado en el hotel Del Mar, el enclave que se dibuja en Amberes: el camping Estrella de Mar, que en La pista de hielo termina por ser el camping Stella Maris. Así pues, no resulta descabellado hablar de un solo locus para tres narraciones distintas aunque unidas por lazos sutiles que muestran a un escritor en pleno dominio de su mundo.

El enigma al que aludí al principio de estas líneas se acentúa al notar que en El Tercer Reich ya están, claramente expuestas, muchas de las bases sobre las que se funda el universo de Bolaño: el destierro físico y psíquico, el aguijón de la derrota vivencial –en algún instante el narrador admite sentirse a solas en “una Europa amnésica, sin épica y sin heroísmo”–, la relación de pareja como caldo de cultivo del desasosiego, la deriva geográfica, el paisaje exterior que se enrarece y descompone en un reflejo del paisaje interior, los sueños trocados en fisuras que evidencian el envés del orbe, la identidad individual y social sujeta a una incertidumbre constante. “¿Qué es ser un alemán?”, pregunta Frau Else, la seductora sibilina que atiende el hotel Del Mar mientras su marido parece controlar los hilos secretos de la trama desde la habitación en penumbra donde yace en su lecho de enfermo elusivo. “No lo sé con exactitud –contesta Udo Berger, ansioso por caer en brazos de la mujer madura–. Es, por descontado, algo difícil. Algo que hemos olvidado paulatinamente.” Paulatina, minuciosa, es también la degradación que Udo, suerte de relevo generacional del Gustav von Aschenbach de Muerte en Venecia, atestigua en su entorno conforme los juegos de guerra en los que se ha especializado se trasladan del tablero a la realidad en varios e insidiosos flancos. Ahí está Ingeborg, su novia adicta a la literatura policial, cada vez más tangible en el espacio onírico que en los rituales de las vacaciones. Ahí están Charly y Hanna, la pareja de alemanes igualmente jóvenes y proclives al frenesí veraniego de bares y discotecas, arena y sexo; la desaparición de Charly durante una jornada de windsurf agudiza la perspectiva otoñal que irá conquistando el relato. Ahí están el Lobo y el Cordero, los inseparables compañeros de juerga y odd jobs que pueden o no rozar la ilegalidad, lados nominalmente irónicos de la moneda que Bolaño elige para apostar por una España obrera que encarna asimismo en camareros fantasmales –salidos, da la impresión, de Amberes– y en Clarita, la mucama que acepta acostarse con Udo sin demasiados remilgos. Ahí está Conrad, colega mayor de Udo, cuya presencia telefónica intenta en vano cubrir los “hoyos inmaculados” que se ensanchan en la cotidianidad. Ahí está Frau Else, la sombra que planea sobre Udo desde los viajes que este efectuaba en la adolescencia al hotel Del Mar. Y ahí está, por encima de todos, el Quemado: la némesis que Udo enfrenta en una extenuante partida que reconstruye la Segunda Guerra Mundial; el prototipo del mensajero bolañiano de la oscuridad que vive en la playa en una fortaleza hecha de patines donde nunca se sabe bien a bien qué ocurre; el exiliado sudamericano que “en un tiempo remoto e impreciso ejerció el oficio de soldado, una especie de soldado luchando a la desesperada” contra “los verdaderos soldados nazis que andan sueltos por el mundo” y que le causaron heridas imborrables en el cuerpo y el espíritu: “Perder un brazo o una pierna es perder una parte de sí mismo, pero sufrir tales quemaduras es transformarse, convertirse en otro.” Convertido en detective salvaje por una elección que lo rebasa, acosado por pesadillas cuyo cariz ominoso aumenta lenta pero ineluctablemente, Udo Berger se somete a un incendio vital que le deja hondas cicatrices y calcina su posesión más preciada: la juventud. La advertencia que lanza El Tercer Reich es feroz: los juegos de guerra exigen estrategas dispuestos a sacrificar el todo por el todo. Y Roberto Bolaño se empeñó en demostrarlo con creces en el campo de batalla de la literatura. ~

 

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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