#ElLibroPrestado Las piedras del cielo

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Tengo frente a mí un libro que me prestaron hace veinte años y que ha sido (o así lo quiero creer) olvidado por su dueño: nos hemos visto mucho y jamás lo ha mencionado. Y el pudor no es su estilo: de haberlo recordado o necesitado me lo habría pedido de inmediato. Como mi brújula moral está estropeada, no siento culpa por lo que sería un largo secuestro si el dueño tuviera un vínculo emocional con ese título en particular, pero no lo es, y además he leído el libro una y otra vez, apropiándomelo con los ojos, poseyéndolo con la lectura, estampándole un simbólico ex libris a fuerza casi de memorizarlo. El caso es excepcional, pero tal vez baste para ingresarme en la infame categoría de “quienes no regresan libros”. Para quienes ya desenvainan un dedo acusador, tengo una explicación: ¡lo estoy leyendo!

Se trata de Las piedras del cielo, de Pablo Neruda, en una tercera edición de Losada de 1971. Sospecho que el celebérrimo poeta chileno no es de los afectos de los lectores y poetas de hoy, porque es celebérrimo, uno, y no es cool perderse en una horda; porque era muy solemne, dos, y de la solemnidad huimos como de la peste; porque creía de verdad en los poderes de la poesía, tres, y el escepticismo y el distanciamiento irónico del día (enemigos de “lo sublime”) quedan muy lejos de aquella candidez; y porque nos han recetado hasta el asco sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada, cuatro. Para mí siempre ha sido el más natural de los poetas naturales, un talento inusitado que transpiraba metáforas sin querer, como un demiurgo guapo y torpe incapaz de controlar sus superpoderes. Basten sus Odas y sus Residencias para rendirnos ante el mago, que alguna vez, cuando era joven y despreciaba al diccionario, dijera: “Recibo / las palabras / directamente / del Sinaí bramante”. Es cierto que ya nadie escribe así, pero qué bueno que hubo una época en la que sí.

Cuando descubrí el libro en el estante de mi amigo, salivé. No solamente porque el objeto es una delicia, con olor a viejo, con esa enorme tipografía que usaba Losada para sus ediciones de poesía, con esos descolgados salvajes en la página, esos vastos aires, con esa convicción perdida de que el único y absoluto protagonista de la página era el poema. También porque es un libro dedicado a las piedras, y yo, lo confieso, soy un absoluto groupie de las piedras. Las atesoro (física y textualmente), las envidio, las observo, las estudio, las toqueteo y me pasmo siempre ante su apretado enigma. ¡Y yo ignoraba que Neruda el prestidigitador les había dedicado un libro! Ahí mismo lo leí por primera vez. Del cuarzo dice que es “el canon de la espuma”. Y cuenta cómo regresa a casa después de recoger piedras de río, “más ignorante que cuando nací, / más simple cada día”. Cuando mi amigo leyó en mis ojos el evidente “¿Me lo prestas?” dijo algo terrible: “Llévatelo, yo prefiero a Machado”.    

Así que Las piedras del cielo está conmigo desde hace veinte años. Tiene una casa y muchos amigos. Hay piedras aquí y allá (“¡Allá voy, allá voy, piedras, esperen!”). Es un libro leído y oxigenado. Un libro vivo. Es un libro dos años más joven que yo: es mi contemporáneo y envejecemos juntos. Y no lo voy a soltar hasta que me lo pidan y me convenzan, poema contra poema, de que Machado es mejor que Neruda. O sea nunca. 

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(ciudad de México, 1969) es poeta. Es autor, entre otros títulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecántropo' (Almadía, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).


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