Fluidez

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Ben Lerner

10:04

Traducción de Cruz Rodríguez Juiz

Barcelona, Reservoir Books, 2015, 288 pp.

Existe cierto consenso a la hora de considerar a Ben Lerner un novelista prometedor, al que merece la pena leer, y cuya prosa ha quedado modulada (para bien) por su desempeño previo como poeta. Claro que habría que ver cómo se concreta esta influencia. Al fin y al cabo no hay una única manera de escribir poesía (¡hay cientos!).

¿Qué clase de poesía tenemos en mente? ¿Los paisajistas románticos? ¿La introspección lírica? ¿El expresionismo? ¿Los últimos resabios del género épico? ¿La socarronería de un Auden o un Larkin? ¿El vuelo de la poesía metafísica? ¿Los dardos del epigrama? Ninguno de estos elementos sobresale excesivamente en 10:04: el “paisaje” es fundamentalmente urbano, la intimidad de la voz narrativa es poco dada a la introspección (y mucho menos lírica), es cualquier cosa menos socarrona, y en rarísimas ocasiones se inclina por elaborar frases “expresivas” o aforismos “llamativos”. También se ha dicho que la poesía ayuda a Lerner a expresarse con más precisión, pero lo cierto es que apenas encontraremos un novelista que llegue demasiado lejos sin precisión.

Para perfilar mejor la influencia de la poesía en una novela como 10:04 (el título remite a una película de vanguardia y también al momento en el que los protagonistas de Regreso al futuro empiezan a dar saltos en su línea temporal) lo mejor será que demos cuenta de qué “trata”. 10:04 se compone de una serie de escenas sin continuidad aparente, donde el protagonista (una voz pensada para confundirse con el autor, aunque el texto está sembrado de advertencias que deberían bastar para disuadir de una identificación completa) pasa una temporada en una residencia de escritores, se le diagnostica una enfermedad cardíaca y es reclamado por su mejor amiga para que la insemine artificialmente… entre otra docena de episodios menores (museos, dentistas, restaurantes), la mayoría situados en la “dramática” ny.

En manos de un escritor menos diestro este encaje de episodios dispares podría ser una chapuza inconducente, una manera de ir llenando páginas hasta alcanzar las trescientas (número que suele convencer al comprador de vérselas con una novela) sin el correspondiente esfuerzo de hilvanarlas. Lerner escapa de este peligro porque tiene la cualidad indispensable de un narrador: localiza el nervio más interesante de la escena. Pero si los episodios se integran a un nivel superior es por una cualidad muy llamativa y particular de Lerner, que satina todo el libro, y que llamaré provisionalmente “fluidez”.

La fluidez opera a dos niveles: en las elegantes transiciones de un asunto a otro y en el tono, que podría caracterizarse como una manera nada contundente de tomarse las cosas tal como vienen, de dejarse atravesar o envolver por la experiencia sin apropiársela; la conciencia de que si bien las circunstancias y las personas son así, también podrían ser de otro modo. Es este manejo soberbio de la fluidez lo que revela la deuda de Lerner con la poesía, pero no tanto como género, sino en relación a algunos poemas de un escritor muy concreto, y del que Lerner se considera discípulo: John Ashbery.

Ashbery es célebre por “componer” o “escribir” poemas donde el pensamiento pasa continuamente de un asunto a otro, todos aparentemente insignificantes, sin dramatismos ni grandes entusiasmos, mediante transiciones y versos elegantísimos. La poesía de Ashbery es muy sensible a las dificultades de cualquier individuo para identificarse con un único asunto, cualidad o trabajo; a los proyectos siempre truncados o a medio desarrollar con los que nos gustaría que nos vinculasen; a la distancia que se abre entre ese “yo” que no cesa de cambiar y lo que los otros afirman sobre nosotros. Para Ashbery, como para Lerner en 10:04, el tiempo es una suerte de líquido amniótico que nos contiene y nos consume, por el que avanzamos como por una cinta transportadora, que nos borra a medida que nos permite seguir dibujándonos.

El narrador de Lerner comenta lo que ve y lo que le pasa, muy consciente de su carácter azaroso y tentativo: si lo propio de los días es volcarse los unos en los otros, lo propio de la experiencia parece ser alterarse inevitablemente dejando apenas un residuo: la escritura, que en el caso de Ashbery (y en menor medida en el de Lerner) contribuye más a desdibujar la identidad que a afianzarla. Por estas grietas de estabilidad entran en la prosa de Lerner (como en la poesía de Ashbery) sugestivas y melancólicas figuraciones sobre otras identidades posibles, sobre nuevos futuros envueltos en proyectos a desarrollar (la paternidad, una nueva novela, la vida saludable) que seguramente no llegarán a puerto. Y en cualquier caso: ¿Qué supondría llegar a puerto? ¿Y a qué puerto? ¿Es que vamos a resignarnos a dejar de navegar? ¿Es que vamos a poder quedarnos quietos mientras sigamos vivos?

Que nadie espere grandes dramas, ni intensidades emocionales, ni fragor social. El lema de Ashbery (habitante, como Lerner, de la capital mundial de las oportunidades y de la prosperidad) fue durante un tiempo “en realidad no pasaba nada nuevo / pero alguien tenía que contarlo”. O si se prefiere escucharlo en palabras de Beckett (un escritor con una poética ya asimilada por los letraheridos): “Ver lo que pasa aquí, donde no hay nadie, donde no pasa nada, hacer que algo pase, que haya alguien.

Como sucede con la poesía de Ashbery, cualquier lector interesado en descubrir cuanto antes “qué me están contando” o “cómo encaja todo esto”, de encontrar “pasiones” y “pasajes trepidantes”, de descubrir, ufano, una “epifanía” o emocionarse con la “conversión del carácter” al estilo de las teleseries (doy por hecho que nadie que pase de la página diez perseguirá “giros de la trama”) se va a cansar de esperar. Casi todo lo que ocurre aquí es más delicado y pasajero: por momentos apenas consiste en el despliegue de una atmósfera. Dependerá de cada lector decidir si el plato y esta clase de cocina le parecen sabrosos o insulsos, pero por supuesto que hay cocina, y vamos que si hay plato. ~

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