Paseos con su madre. Una madre y una hija pasean por el Bronx y charlan. Hablan de sus recuerdos compartidos, de las vecinas del edificio en el que vivieron entre los 6 y los 21 años de la hija. En eso consiste Apegos feroces, las memorias de Vivian Gornik (Nueva York, 1935), escritora y periodista que cubrió el movimiento feminista de los setenta para la revista Village Voice. Quizá haya que añadir algunos datos más para entender la complejidad de Apegos feroces: es una familia judía, como casi todos los vecinos del edificio, y son socialistas; el padre murió cuando la hija era una niña. Las memorias de Gornick llegan con treinta años de retraso: se publicaron en 1987. Han sido elegidas como Libro del Año por el gremio de libreros de Madrid. Sexto Piso prepara ya la traducción al español del más reciente de sus libro, The Odd Woman and the City, un libro también de paseos y ciudades y relaciones.
Dos modelos. Estas memorias fragmentarias que transcurren de manera paralela a los paseos por Nueva York pueden leerse como una novela de aventuras en la que lo que se busca es un modelo: el tipo de mujer que la narradora quiere ser. Y la insatisfacción de los que tiene a su alcance: su madre, entregada a la idealización consciente del amor (“Lo único que yo tenía era el amor. ¿Qué tenía? No tenía nada. Nada. ¿Y qué iba a tener? ¿Qué podía tener? Todo lo que dices de tu vida es cierto, entiendo que es muy cierto, pero tú has tenido tu trabajo, tienes tu trabajo. Y has viajado. Dios, ¡has viajado! Has recorrido medio mundo. ¡Lo que habría dado yo por viajar! Yo sólo tenía el amor de tu padre. Era la única dulzura de mi vida. Así que amaba su amor. ¿Qué podía haber hecho yo?”, le dice la madre a la hija casi al final del libro), y Nettie, la vecina pelirroja y no judía que, tras quedar viuda, se entrega al sexo y a la voluptuosidad. Son antagonistas y compiten por ganar influencia en la construcción de la personalidad de la narradora.
¿Dónde están los chicos? Hay chicos, claro: el padre que muere, el hermano que siempre está en segundo plano, los maridos de las vecinas (violentos algunos, obsesionados con el sexo otros), amantes, padres autoritarios y un cura que incumple el sacramento del celibato. Los chicos no son importantes y solo aparecen en la segunda parte del libro, cuando la narradora habla de sus relaciones: un matrimonio que fracasa y dos noviazgos, uno con un hombre casado. “Repasé mi vida con los hombres: Stefan, Davey, Joe. Me habían parecido tan distintos los unos de los otros, pero no había aprendido nada de aquellas relaciones, había estado escondiéndome con los tres. Era casi como si hubiese escogido hombres que garantizasen que acabaría llegando a este momento, deprimida y paralizada por el fracaso del amor”, se dice a sí misma Gornick tras la ruptura con el último de ellos. Lo que importa aquí es otra cosa.
Un salvavidas. Estas memorias son también (¿no es lo que son las memorias?) una justificación y explicación de la elección más importante de la vida de Gornick: la renuncia al amor para entregarse al trabajo. Tras la reflexión sobre su relación con los hombres, escribe: “Al cabo de un rato, me levanté del sofá. No salí a caminar por el mundo –lejos de tocar tierra firme, sentí que iba a la deriva por un mar naufragado–, sino que me senté al escritorio. Me aferré al trabajo cotidiano: tampoco es que se me diera muy bien, pero nunca dejé de creer que el escritorio –y no la resolución satisfactoria del amor– podría ser mi salvavidas”. El relato de su matrimonio y su relación con los hombres se mezcla con la pelea por escribir. “Estaba escribiendo un ensayo, un artículo de crítica del doctorado que, sin previo aviso, había dado como fruto una idea, una idea radiante y bien definida. Las frases comenzaron a abrirse camino en mi interior, pugnando por salir, cada una moviéndose ágilmente para sumarse a la precedente. De pronto me di cuenta de que una se había adueñado de mí: vislumbré con claridad su forma y su contorno. Las frases intentaban ocupar la forma. La imagen era la totalidad de mi pensamiento. En ese instante, sentí que me abría en canal. […] Experimenté gozo cuando supe que nada más podría igualarlo. Ningún ‘Te quiero’ del mundo podría tocarlo”.
Un vínculo para siempre. Este libro disecciona la relación entre madre e hija de una manera cruda y nada complaciente. Hay tensión, reproches y violencia, también algo así como una complicidad (cuando comparten el relato de sus abortos). Su relación está marcada por dos cosas: la imposibilidad de comprensión y la ferocidad. No hay redención ni abrazo feliz en el atardecer (afortunadamente). Hay discusiones catárquicas. En la final, la madre le pregunta a su hija: “¿Por qué no te vas ya? ¿Por qué no te apartas de mi vida? No voy a detenerte”. La hija solo responde: “Ya sé que no, mamá”.
Bonus track. Mientras leía las memorias de Vivian Gornick me acordaba de dos libros de Annie Ernaux: La mujer helada y No he salido de mi noche. El primero es una novela sobre la elección de modelos femeninos y la asfixiante vida conyugal. El segundo es un diario que la escritora llevó durante los últimos días de su madre, enferma de alzheimer. Y pensaba también en el libro de Javier Pérez Andújar Paseos con mi madre. Gornick ha dicho que el libro que la decidió a escribir ensayos en primera persona fue Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg.
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).