Primero, decir lo necesario: en un país donde los literatos miran con desdén hacia las otras artes (plásticas, sonoras: contemporáneas), e implican con su altivez que la musa poética, ligeramente más sublime que las otras, no debe mancharse con la chabacana tinta de “la interdisciplina” ni plegarse a los mecanismos duchampianos que han corrompido irrevocablemente la pureza del arte sentimental y bello, se agradece que un colectivo como Motín Poeta (motinpoeta.blogspot.com) se empeñe en revertir los efectos del prejuicio y proponga cruces más o menos inéditos (al menos en este rancho) entre poesía y malabares (es un decir). No sólo los cruces; también el impulso colectivo que –en principio– tiende a anular o a poner en entredicho el supuesto carácter personal e intransferible del hallazgo poético es un rasgo, creo, que debiera aplaudirse en un entorno que sostiene –¡todavía!– el mito romántico de la originalidad y el genio.
El pretexto de esta reflexión aún abstracta: Imperio, poema largo de Rocío Cerón que ya conocía una edición tradicional (Monte Carmelo, 2008), se publica ahora, bajo el sello de Motín Poeta y con apoyo del Fonca, en una edición múltiple: con traducción al inglés de Tanya Huntington, prólogo de Raúl Zurita, una trabajada propuesta gráfica a cargo de Tower y un CD que incluye música de Bishop y videos de Eduardo Olmedo, alias Nómada. Ahora bien, tras reconocer el logro indubitable de esta cuidadísima edición, cabe preguntarse: ¿Es Imperio un poema expansivo, que busque su propia continuación más allá de la página; un poema que tienda, desde su impulso, un puente natural hacia la música electrónica –como podría pensarse de los textos, digamos, de Eduardo Padilla? Yo diría que no. La dicción de Imperio es mesurada; su andamiaje metafórico, solemne. Mientras tanto, el aparato multidisciplinario levantado alrededor del poema presume una banalidad, efectiva en sí misma, que el tono de Cerón rehúye.
Ya Julián Herbert, en un texto publicado en estas páginas (Letras Libres, febrero de 2009), señalaba el principal defecto de dos de las obras precedentes de Motín Poeta: “parten de versos destinados originalmente a la página, y cuyo cuerpo no fue reescrito en calidad de poesía sonora”. Con esta edición de Imperio el vicio se repite, multiplicándose: no es sólo que la relación entre la música y el texto resulte forzada, sino que, queriendo hacer del libro un objeto “artístico”, el núcleo temático del poema acaba riñendo de manera frontal con su soporte. En Imperio –el poema– se habla de la guerra, de la noción de patria y la ausencia del padre. Se invocan desgarros y se nombran, sin asomo de ironía, el verdugo, el hambre y la fe, entre otros descalabros. La creación gráfica, mientras tanto, exhibe bombas icónicas con corazones icónicos en un trazo de esténciles prolijamente retocados por computadora. Los videos, por su parte, son collages de secuencias demasiado literales, ilustraciones poco arriesgadas del significado más evidente del poema. El audio presenta los recursos más gastados de la relación entre poesía y arte sonoro: reverberaciones, percusión de fondo: ruido ornamental. A pesar de que se presenta como una correspondencia novedosa y un diálogo horizontal entre disciplinas, Imperio ensambla los lugares comunes de cada una en torno al núcleo tiránico del texto, sin someterse a una exploración profunda de sus relaciones. Es necesario insistir para evitar el equívoco: a Imperio no le queda el adjetivo “experimental”, que sin embargo busca.
No es que los temas tratados, de una violencia íntima, rivalicen con la exploración de otros soportes: el caso de Zurita y su Anteparaíso es elocuente. No es que el terror de la guerra y las expresiones de la música pop se excluyan: ahí está, entre muchas otras, “London Calling”, de The Clash, que captura el delirio post-atómico tan temido y esperado durante la guerra fría. Y quizás de estos dos ejemplos se puede inferir lo que le falta a Imperio para convertirse en algo más que un libro hermoso –que no es poco, hay que decir–: desparpajo, ánimo lúdico, una elocuencia impredecible que justifique, así sea asumiéndose arbitraria, el vínculo insolente con el ruido y el video. Ese desparpajo creador, aclaro, está presente en mayor o menor medida en otros proyectos vinculados a Motín Poeta: los videopoemas de Carla Faesler y la original “Agencia de poemas para toda ocasión”.
Imperio tiene buena factura, casi diría impecable. Y no sólo el libro como objeto: el ritmo del poema y la potencia de sus imágenes hablan de una autora que conoce su oficio. La capacidad de Rocío Cerón para generar iniciativas grupales es también un mérito. Pero aunque la apariencia primera de esta edición puede resultar excesiva –en recursos textuales, paratextuales, gráficos, sonoros y audiovisuales– prevalece la sensación de que algo falta. Para decirlo con Robert Musil: “Hay una vanidad en sentido bíblico: del vacío se hace un sonajero.” ~
(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).