Indignación

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José Manuel Caballero Bonald

Entreguerras. O de la naturaleza de las cosas

Barcelona, Seix Barral, 2012, 224 pp.

 

Entreguerras. O de la naturaleza de las cosas, de José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926), es una autobiografía poética, constituida por un solo poema, que se sitúa bajo la advocación del caudaloso De rerum natura con el que Lucrecio, aquel ateo tan apreciado por Montaigne, quiso explicar los fenómenos del mundo, para disipar el miedo del hombre a los dioses y la muerte: un propósito que, dos milenios después, sigue siendo necesario reivindicar. Además del título y de la extensión de sus libros, el jerezano y el latino comparten otros rasgos, como el verso dilatado, que en Lucrecio es el hexámetro y en Caballero Bonald, el versículo, y cierto tono admonitorio, más didáctico en De rerum natura –aunque descienda a honduras de pesimismo en asuntos capitales, como el amor–, más áspero y encabritado en Entreguerras.

En tanto que autobiografía, el poemario de Caballero Bonald no elude lugares y situaciones concretas, que funcionan a modo de asideros narrativos. Como él mismo señala en su nota prologal, “el desarrollo temático del poema no es ajeno a cierta continuidad cronológica”. Alguna es muy visible, como su llegada a Madrid desde el Sur, con la que, de hecho, se inicia el relato, y se pinta, mediante trallazos expresionistas, una capital burbujeante de sordidez, que chapotea en una posguerra de beatería y tiniebla. Más adelante, el poeta hablará de sus viajes, y citará Chauen, Bogotá o Mallorca, entre otros destinos. Sus menciones serán siempre exaltadas, pero nunca irreflexivas: la contemplación de la patria le mueve a una acedía crítica que no decaerá, desde el cenagal ensangrentado del franquismo a la mismísima caverna filofascista de hoy; y la experiencia de otras patrias le permite gozar de los placeres cosmopolitas tanto como añorar un país más benigno y menos sandio.

Pero Entreguerras pasa de lo fáctico a lo filosófico, de lo personal a lo comunitario, con una fluidez desconcertante. Es el recuento de las andanzas de su autor, moldeado por una memoria agujereada, pero también la exposición de un pensamiento siempre a contrapelo, siempre disconforme: una invectiva –corrosiva, encrespada– contra las certidumbres, contra la lobreguez de lo establecido. Su motor es la insumisión, y su blanco, “los entendimientos deficitarios”, que, por serlo, se aferran con ahínco a lo inapelable, para sustraerse a la radical inestabilidad de lo humano, que es lo que le otorga al hombre su mayor, y acaso única, dignidad. Caballero Bonald se manifiesta, pues, contra los que nunca se equivocan y a favor de los refractarios, de los ungidos por la “halagüeña incertidumbre”, de los que, como Borges en “Los justos”, prefieren que los otros tengan razón.

La actitud consignada por Caballero Bonald no supone un mero alegato de la inteligencia, sino que tiene una dimensión existencial: el suyo es el relato de la no certeza. El poeta se define como adversario: como alguien que se opone, sea lo que sea lo opuesto, y que prefiere dirigirse a lo desconocido para hallar lo nuevo. Su pesquisa ontológica implica una revisión minuciosa de la propia vida, con la intención de desaprender lo aprendido, de olvidarse incluso de lo que ha escrito, y de volver al origen, restallante de enigma y de claridad. Entreguerras concluye con un apóstrofe al “hijo de Adán” –esto es, al ser primigenio, sin doctrinas, que una vez fuimos– y con la expresión del deseo de regresar al vientre materno, en un fulgurante amasijo de paradojas, sustentado por la esperanza y el temor: “tengo miedo de lo acumulativo y lo disperso de no callar de estar callado / de la memoria de la desmemoria de lo inminente de lo alejadizo / de regresar ya anciano hasta tu vientre madre”.

Simultáneamente, su proclama por la desobediencia halla un correlato cívico y moral. Entreguerras es, además de un expurgo existencial, un descarnado fresco de la dictadura en España y, en un sentido amplio, de la corrupción de una sociedad llena de “purulentas adhesiones sin tasa al innombrable”, y presidida por la ignominia y la zafiedad. Ambas perduran en nuestros días, en los que los herederos del “paladín no muerto nunca” siguen despachando eructos totalitarios, y los clérigos, intoxicados por una certidumbre inconmovible, gobiernan todavía las almas de los necios, como ya hacían en las brumas negras del franquismo.

La indignación del poeta crece conforme avanza el poemario, y su furor antisectario e irreligioso, emanado de un humanismo que se opone a los dogmas, porque se opone a toda forma de muerte, cuaja en algunas enumeraciones terribles: “oh tez febril de mercuriales ráfagas / oh negro pedernal fuliginoso / oh rotatoria espuma genital que en frascos de aprensión se deposita / oh noche de coyundas clamorosas torvo tropel de mercenarios / estirpe de truhanes de mirada disforme de inquilinos de la hipocresía…”. Frente a estos “hijos de las putas mayúsculas del reino”, se alzan los encarcelados, los perseguidos, los arrumbados por la historia: también el propio poeta, que clama contra el poder y sus tenebrosas alianzas. Frente a los miasmas de la injusticia, tan extendidos en las comunidades estólidas, Caballero Bonald defiende la pertinencia de la rebeldía y el triunfo de los derrotados.

Entreguerras guarda una perfecta coherencia entre su propuesta ético-existencial y su disposición estética. Al igual que en la memoria, tan vacilante, cohabitan la sombra y la claridad, y que en la vida, tanto individual como colectiva, pelean el orden y el caos, la razón y la locura, así también en la palabra se hermanan lo diáfano y lo ilegible. El poemario se erige en una suerte de manifiesto en pro de la oscuridad, o, dicho con mayor exactitud, de “la luz razonadora que irradia de lo hermético”, de esa otra inteligibilidad que, para zozobra de los poetas asimbólicos y, en general, para los carentes de imaginación, se desprende de lo irracional. No le resulta difícil a Caballero Bonald ese propósito: Entreguerras participa de una sensibilidad barroca que ha cultivado con amplitud en su obra precedente, pero que no contradice su intención de exonerar al lenguaje de sus adherencias, de los falseamientos a que lo inducen las lenguas prevaricadoras. Como Mallarmé, el autor gaditano quiere purificar las palabras de la tribu, para que también la realidad sea purificada. Sabe bien que la creación lingüística es creación de realidad: por eso aspira a suplir con analogías un mundo de escombros. El libro se construye, así, por acumulación: las metáforas enjoyan cada pasaje, entrelazadas como sarmientos, a menudo obedeciendo a una estructura de adjetivo, sustantivo y complemento preposicional: “la más lóbrega provincia de la madrugada”, “el polvo cadavérico del odio”, “las desgarraduras vidriosas de la ambigüedad”; los epítetos, lluviosos, hinchen los versículos; las enumeraciones se suceden, estimuladas por la omisión de los signos de puntuación; las preguntas retóricas fracturan la salmodia y avientan dudas que resuenan en la página; en las aliteraciones se arremolina la música arrastrada por el torrente verbal, a veces oratorio, a veces balbuciente; se utilizan, en fin, arcaísmos, tecnicismos y vulgarismos: esa totalidad del diccionario con la que les gusta escribir a los autores de aliento largo y sensibilidad ancha, y que trasluce la totalidad de la vida –y de la emoción– que pretenden comunicar. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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