Tomás González nació en Medellín en 1950, ciudad donde pasó su infancia y juventud. Comenzó estudios de ingeniería química, pero los abandonó para dedicarse a la filosofía. La cultura vinculada con su tierra natal, la llamada “cultura paisa” en Colombia, aparece de manera central en las novelas que escribió en sus años de residencia en Estados Unidos para donde emigró a finales de 1983: Para antes del olvido (1987), La historia de Horacio (2000) y Los caballitos del diablo (2003). Personajes vinculados al campo, familias numerosas y conflictivas, culto a la bebida y episodios de violencia conforman el magma de estas novelas, algunas de ellas derivadas de historias de su propia familia.
Hasta 2011 González permanecía como un autor para los happy few, un grupo pequeño pero fiel de lectores que reconocía la calidad y solidez de su propuesta literaria y que compartía su nombre como una clave secreta entre miembros de una secta. Ese año las cosas cambiaron con la publicación de su novela La luz difícil. El libro se transformaría en su primer éxito de ventas y le daría una mayor visibilidad en el campo literario colombiano.
Practicante del budismo zen, González dice que el zen aparece en su escritura a través del peso que le concede a cada frase como soporte de la narración: “el centro de gravedad se traslada de frase en frase. Esa es mi manera de poner en práctica en literatura el principio de que lo único que existe es el presente”. La sobriedad de su prosa consigue, a fuerza de economía y sustracción, hacer vibrar el lenguaje con una gran intensidad. Tal vez la misma intensidad que se manifiesta en su obra en la atención a los pequeños detalles y en la contemplación de la naturaleza, donde la vida parece alcanzar su fuerza máxima: el reflejo de la luz sobre un rostro, un cuarto en silencio, el canto de un pájaro, los matices de colores de una planta en el jardín, los diversos tonos del mar.
El mar Caribe justamente es el espacio protagonista de su primera novela –Primero estaba el mar (1983)– y ahora, 37 años después, lo será el océano Pacífico, lo que algunos han visto como el cierre de un ciclo narrativo. Cuestionado al respecto, González ha dicho que con setenta años podría acercarse el final de su tarea como narrador, dejando en el aire la posibilidad de que sus próximos proyectos de escritura estén en el camino de la poesía abierto por su libro Manglares de 1997. “Pero lo cierto”, dice el escritor, “es que uno no sabe nunca lo que va a pasar, lo que va a seguir haciendo en la vida”.
El fin del océano Pacífico recupera el retrato de personajes de una familia y sus historias que van alimentando la novela con tramas que se desvían, pero nunca se separan, de su eje central. La voz que consigue darle unidad a esta narrativa es la voz de Ignacio, médico radiólogo, uno de los hijos de Isabel, la matrona de la familia. Es a través de la voz y los pensamientos de Ignacio que acompañamos la historia que transcurre en un viaje de vacaciones a la playa de Bahía Solano, en el Pacífico colombiano. “Cómo he disfrutado en mi hamaca con todo esto que uno va recordando”, dice Ignacio, “y también con lo que se va presentando al margen o entre líneas, espumas que desaparecen a medida que el barco avanza. […] Lo que quiero decir es que avanzamos en la vida en un mar de digresiones. […] La vida se expande en forma de digresiones y regresa a la nada”.
Ignacio es un tipo lúcido y alegre que recuerda las historias de su familia. Aquellas historias –las reales y las que se van transformando con el tiempo y la imaginación– que parecen repetirse en todas las grandes familias, con sus alegrías, sus conflictos y tensiones. Casi todo el tiempo acostado en su hamaca en una especie de hotel-hacienda a la orilla del mar, Ignacio recuerda el último viaje, la historia de sus padres, hermanos y hermanas, de las lecturas de Corín Tellado que hacía con su madre y su tía Antonia, y también nos va dando pistas sobre el presente de la narración, un presente donde Ignacio se está muriendo.
Desde el inicio, la enfermedad y la muerte tienen lugar en la novela. Cuerpos enfermos (el de Isabel, el del propio Ignacio) pero también cuerpos mutilados y asesinados que ha dejado, y aún deja, la violencia en una región como el Pacífico colombiano azotado desde hace décadas por grupos armados: guerrilla, paramilitares, ejército, narcotraficantes. Un territorio, desde siempre, abandonado por el Estado. Toda esa violencia contrasta con la belleza imponente de la naturaleza del Chocó, sus playas, sus selvas, las ballenas yubartas que llegan a Bahía Solano. “La Creación es una mariposa multicolor que come mierda de perro”, piensa Ignacio, “un horror por cada modesta alegría”.
Pese a todo, el tono del libro no es trágico sino más bien sobrio y melancólico. Al contrario de lo que pasa en una obra como la de su coterráneo Fernando Vallejo, en la cual hay una lucha y una intranquilidad permanente ante la muerte y el envejecimiento que se traduce en una prosa rabiosa, impulsada por el odio, en el caso de González parece imponerse la aceptación de la muerte y la adversidad, lo que se traduce en una prosa serena y contenida.
Al final, dice Ignacio, “me arrastra la placidez y con mi placidez arrastro a lo profundo el océano Pacífico. Conmigo llegaron, conmigo se fueron. Se acaba el tiempo”. ~
es escritor, crítico literario y traductor. Desde 2016 coordina la editorial Papéis Selvagens Edições en Rio de Janeiro.