“La fiesta del chivo”, de Mario Vargas Llosa

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La araña en el corazón del laberinto

Mario Vargas Llosa. La fiesta del chivo , Alfaguara, Madrid, 2000, 500 pp.

El siglo XX, de cuyo aire todavía seguimos viviendo, se ha caracterizado, en el terreno de la novela, por la recuperación o consolidación de dos posiciones: la de la novela fragmentaria, expresión de la desconcertante y ambigua realidad, tal como la concibió Cervantes, y la de la novela sólidamente construida, expresión de una presunta realidad objetiva, tal como la concibieron los naturalistas y realistas del siglo XIX, de Flaubert, Zola, Clarín o Verga a Balzac, Dickens o Pérez Galdós.
     Los escritores que cargaron sobre sus espaldas el incómodo logo del "boom" apostaron por la libertad y el caos: la vitalidad hiperbólica y felizmente apocalíptica de Gabriel García Márquez, la vitalidad de lo desconcertante de Julio Cortázar o la vitalidad verbal de Guillermo Cabrera Infante. El mismo Fuentes sucumbió a la vitalidad apocalíptica en su novela menos celebrada y textualmente más ambiciosa, Cristóbal Nonato.
     Muy otro fue el camino de Mario Vargas Llosa. Nadie como él ha contribuido a la vigencia del realismo y ha demostrado, tanto en sus escritos de carácter ensayístico como en su propia obra narrativa, las posibilidades de una estética que no se basa en la ambigüedad sino en las violentas contradicciones de la realidad humana.
     La primera contradicción se encuentra en el propio escritor. Sus escritos y su actuación política lo identifican con la derecha, es decir con una toma de posición ideológica. En sus escritos políticos, los principios éticos están guiados por una pasión que la lucidez expositiva permite confundir con la objetividad. En su obra narrativa, los principios estéticos le obligan a una objetividad, a un radical distanciamiento donde presenciamos las profundas contradicciones de los personajes, seres inteligentes cegados por el poder y la lujuria, visionarios víctimas de su incapacidad para distinguir entre pureza y corrupción. Son personajes que al lector le provocan simultáneamente náuseas y compasión, admiración por lo que hay en ellos de grande y desprecio por lo que hay en ellos de depravado. Compartimos con el escritor la nostalgia por lo puro (el teniente Gamboa de La ciudad y los perros) que puede confundirse con el mesianismo (el consejero de La guerra del fin del mundo) y la malsana fascinación por lo impuro y lo abyecto.
     La fiesta del chivo
representa, pues, un regreso a la primera etapa narrativa de Vargas Llosa, la que va de La ciudad y los perros a La guerra del fin del mundo. Una etapa alimentada por las experiencias personales del escritor objetivadas en un texto agitado por la turbulencia. La novela tiene dos personajes centrales: Urania, símbolo de la pureza ultrajada, y Rafael Leónidas Trujillo, mesiánico salvador de la patria, despiadado violador. Piensa Urania: "Eras aún una niña, cuando ser niña quería decir todavía ser totalmente inocente para ciertas cosas relacionadas con el deseo, los instintos y el poder, y con los infinitos excesos y bestialidades que esas cosas mezcladas podían significar en un país modelado por Trujillo."
     La fiesta del chivo
tiene dos presentes narrativos: los hechos ocurridos en torno a "la noche tibia y estrellada del martes 30 de mayo de 1961", en que los conspiradores esperan en la carretera de San Cristóbal para matar al mismísimo Trujillo, que se dirige a su residencia La Casa de Caoba para pasar una noche con la jovencita Yolanda Esterel y, años más tarde, la visita de Urania a su familia, para ver a su padre, el ex senador Agustín Cabral, pero también para hablarles de lo que ocurrió dos semanas antes de la muerte de Trujillo, cuando fue a la famosa hacienda del Generalísimo en San Cristóbal: "era una niña normal y sana —el último día que lo serías, Urania". De este modo, queda sellada la fatídica unión entre la muchacha, el padre y el dictador.
     Urania dejó Santo Domingo en 1961, hace 31 años, y ha regresado de Estados Unidos con el peso de "la historia que laceraba su memoria", tras todos los años vividos "paralizada en el pasado". También los conspiradores que en mayo de 1961 esperan en la carretera de San Cristóbal intentan conversar, pero "cada cual volvía a encerrarse en sus angustias, esperanzas y recuerdos". La novela se va reconstruyendo, pues, a través del monólogo, el diálogo y los recuerdos, para cubrir los 31 años de dictadura y, especialmente, las distintas crisis personales y políticas por las que atraviesan los distintos personajes, que se mueven en tres grupos estrechamente relacionados.
     El primer grupo es el de Trujillo, su familia y su círculo más íntimo de colaboradores: su madre Altagracia Julia Molina, "esa caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos", su esposa María Martínez, la Prestante Dama, sus hijos Ramfis, con "sus crisis psíquicas, sus depresiones, sus accesos de locura", el inepto Radhamés y "su Graciosa Majestad Angelita i, Reina de la Feria". Junto a "la horda de sus parientes" están los más íntimos colaboradores, entre los que destaca el coronel Johnny Abbes García, director del Servicio de Inteligencia, retratado a lo largo del libro como una figurilla blandengue con cara de sapo, una nulidad que "carecía de físico y vocación militar"; Henry Chirinos, el Constitucionalista Beodo o la Inmundicia Viviente, o José René Román, el Jefe de las Fuerzas Armadas, al que Trujillo se dirige siempre con profundo desprecio.
     Todos ellos han tenido que superar las pruebas de fidelidad a las que les somete el Generalísimo, pruebas que incluyen todo tipo de humillaciones, entre ellas la de fornicar con sus esposas. Entre las víctimas que no han podido recuperar sus pasados privilegios está Agustín Cabral, el padre de Urania, una de las figuras más patéticas de la novela. A todos ellos Trujillo "les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban".
     No a todos ellos. Si muchos se humillaron para recuperar los favores del dictador, o para acabar, como Pupo Román, "chapoteando en el barro" o, como Agustín Cabral, entregando a su hija y quién sabe si a su mujer, otros deciden rebelarse contra las arbitrariedades de Trujillo. Son los que constituirán el grupo de conspiradores que esperan en la carretera de San Cristóbal, parte de una amplia red que planea la caída del trujillismo. Y que, a través de Antonio de la Maza, representa un claro núcleo narrativo: "se había sentido exactamente eso: una araña en el corazón de un laberinto de hebras tendidas por él mismo, que aprisionaban a una muchedumbre de personajes que se desconocían entre sí".
     El narrador ha ido preparando con extraordinaria habilidad todas las estrategias narrativas que han de llevar al acelerado desencadenamiento de hechos que alteran dramáticamente el ritmo narrativo. En la primera parte dominan las intrigas de los personajes cercanos a Trujillo, la tensa espera de los conspiradores. Hay escenas de conmovedora hondura humana, otras de delicada elaboración, situaciones grotescas o cómicas, evocaciones, sueños idílicos, engaños sutilmente insinuados. El lector se ha familiarizado con cada uno de los personajes, con la compleja relación entre todos ellos, con los hechos históricos que definen la República Dominicana en las seis décadas de trujillismo y una serie de crisis a punto de explotar.
     Esta explosión llega con la muerte de Trujillo. Desaparecen los ritmos tropicales que nos habían acompañado hasta ahora, la sensualidad de las dominicanas, la purificadora brisa del mar; y aparecen en el vértigo de los acontecimientos la traición, las delaciones, las amenazas, la tortura, la más baja bestialidad. Ahora el automóvil de Trujillo avanza hacia San Cristóbal arrastrado por el presagio, "entre cocoteros y palmas canas. Las orillas del mar Caribe, que golpeaba ruidoso contra los arrecifes".
     La novela se ha movido, en efecto, empujada por la violencia, la ambición de poder, la mesiánica visión del Benefactor, el Padre de la Patria Nueva, por las oleadas de lujuria en un cuerpo humillado por la edad, por la mancha que denuncia su incontinencia y por la humillante impotencia ante la odiada muchacha. Acumulación de obsesiones que llevan a una muerte anunciada y obstinadamente negada. Hasta que entramos en la vorágine de la destrucción.
     Vargas Llosa ha creado un contrapunto sumamente eficaz que ha ido estableciendo sorprendentes relaciones entre los distintos acontecimientos para enriquecer a los personajes y para iluminar un amplio y complejo territorio. Hay pragmatismo expresivo, intensidad, vitalidad, claridad expositiva. Hay, sobre todo, una magnífica capacidad para crear un crescendo narrativo de tensiones, para llegar a lo más hondo de la abyección y de la dignidad. Admirable asimismo cómo ha sabido dar grandeza a personajes en apariencia mediocres, como el presidente Balaguer, o tocados por la locura, como Ramfis Trujillo.
     Un tiempo de sangre que flota en el vacío. Urania ha contado su historia y ha quedado vacía. Su presencia en la isla no le ha traído la paz. Ha recuperado, a través de un drama personal, la presencia abominable y patética de "aquel personajillo acicalado hasta el ridículo, de vocecilla aflautada y ojos de hipnotizador", responsable del "aquelarre en que se había convertido la historia del país". El aquelarre trujillista duró 31 años. 31 años más tarde Urania se sienta junto a la ventana del hotel, lejos ya del "gran charco pestilente", "a ver las estrellas lucientes y la espuma de las olas". No es este un silencio idílico: es el silencio que queda después del terror. El terror que se desencadenó en toda su violencia "la noche tibia y estrellada del martes 31 de mayo de 1961". –

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