Durante la pandemia de covid y su correspondiente confinamiento, muchos retomaron aficiones olvidadas y algunos, como Patrick Bixby, profesor de la Universidad Estatal de Arizona, escribieron libros tan valiosos como esta historia cultural del pasaporte, justamente en un momento en que esa preciada libreta tamaño din a6 descansaba en los cajones de casi todos a la espera de nuevos viajes.
En Permiso para viajar. Una historia cultural del pasaporte, Bixby expone y desarrolla de forma amena y entusiasta el peso emocional que ha tenido y sigue teniendo el pasaporte, ese objeto que oscila siempre entre lo personal y lo político. Además de abrirnos o cerrarnos fronteras, el pasaporte tiene la facultad de contar historias y nos invita a profundizar en conceptos candentes como el de nación y el de globalización. Al potencial literario de esta credencial y a sus resonancias afectivas, Bixby les ha sabido sacar mucho juego.
Pero el pasaporte no nació tal como lo conocemos hoy: hace milenios, los protopasaportes se emitían en formatos mucho más aparatosos como tablillas de arcilla o incluso de oro, por eso Bixby divide su ensayo en tres partes y dedica la primera a estos antepasados del actual documento. La segunda, un breve interludio, nos lleva al momento en el que se creó el pasaporte que manejamos en la actualidad, ya a principios del siglo XX, y en la tercera nos hace viajar por –y gracias a– los pasaportes en su formato y concepción actuales y también imaginando su existencia futura.
Uno de los puntos fuertes de este libro es la gran cantidad de casos, tanto reales como de ficción, de los que el autor echa mano para ilustrar las vicisitudes asociadas al uso de este documento. De hecho, se podría afirmar que el libro está vertebrado a base de ejemplos que siempre son pertinentes para explorar los temas elegidos por Bixby. En él aparecen desde el pasaporte de James Joyce, que le posibilitó residir en Zúrich, Trieste y París en una Europa en guerra, hasta las tablillas de oro llamadas paizis que varios miembros de la familia Polo –Marco, por supuesto, pero también su padre Nicolò y su tío Maffeo– emplearon para atravesar Asia sin sufrir demasiados percances, pues el emisor de los paizis era nada menos que Kublai Kan.
Los primeros usos figurativos de la palabra pasaporte en inglés, según traza Bixby, se encuentran en una obra de Philip Sidney, un escritor inglés del siglo xvi que obtuvo el permiso de la reina Isabel I –materializado en un documento al que hoy llamaríamos sin duda pasaporte– para viajar por Europa a formarse intelectualmente. En uno de sus escritos, Sidney se refiere al “gran pasaporte de la Poesía”, necesario para filósofos e historiadores, y a lo largo de los siglos subsiguientes será cada vez más frecuente toparnos con esa palabra en la literatura, tanto en sentido literal como figurado. Un buen ejemplo lo tenemos en la novela La cartuja de Parma, donde Stendhal la menciona nada más y nada menos que 71 veces, debido a que su protagonista, Fabrizio del Dongo, choca con el sistema de pasaportes del Imperio de los Habsburgo cada vez que intenta cruzar una frontera internacional, algo que desea hacer con frecuencia dado su espíritu aventurero. Con esta reflexión sobre la frecuencia de aparición del pasaporte en la novela, tomada del académico Jesper Gulddal, Brixby nos hace ver que Del Dongo es “un individuo imbuido en la historia, es decir, en las fuerzas sociales y políticas que definen su momento histórico”.
La palabra “pasaporte” está estrechamente vinculada con la palabra “aeropuerto”, de ahí que Bixby también le dedique espacio en su ensayo a las recreaciones tanto literarias como cinematográficas de ese ritual fronterizo, fatídico para algunos, que se lleva a cabo en esos no-lugares y que implica mostrar el pasaporte a las autoridades antes de tomar un vuelo o tras un largo viaje en avión. Las películas La terminal, de Steven Spielberg, o El mito de Bourne, de Steve Greengrass, ambas estrenadas en 2004, exploran esas situaciones que tanta vulnerabilidad generan, pues nos reducen a la condición de extranjeros. Ambos largometrajes se asoman también a la evolución del pasaporte, que está dejando de ser un objeto autónomo donde se encuentra toda la información necesaria sobre los viajeros para pasar a convertirse, en palabras de Bixby, en “un objeto en red, conectado a bases de datos mediante microchips y antenas, con todos los problemas de privacidad, seguridad de la información y usurpación de identidad que conlleva la conectividad”.
A través de los periplos que han sufrido quienes han necesitado un pasaporte para salir de un país –incluida la momia del Faraón Ramsés II, a la que le proporcionaron uno para entrar en París en 1976 a recibir un tratamiento que ralentizase el deterioro de su cadáver– llegamos al final de este ensayo con una comprensión mucho mayor sobre nuestra inseparable libreta de cubierta granate, azul marino o verde, que nunca miraremos como antes.
Tras la lectura de un buen ensayo, la realidad ya no nos parecerá la misma, pues habremos aprendido a contemplarla desde distintas perspectivas; justamente eso nos sucede al llegar a la última página de Permiso para viajar. ~