La madurez de la literatura balcánica en español

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“Lo más importante en la vida no son el amor y la felicidad, sino la paz.” Así se expresa el autor finlandés de origen albano-kosovar, Pajtim Statovci, en su novela Mi gato Yugoslavia, publicada por Alianza Editorial en 2020. Esa reivindicación de la sobriedad cuando la sublimación nos tiene desatados en realidad no es otra cosa que un sentimiento instruido. Lo practican los padres cuando exponen a sus hijos a las decepciones, creyendo que con eso fortalecerán su carácter, o cuando les contagian el temor a lo desconocido, con el objetivo de que se conviertan cuanto antes en seres precavidos.

Estos pensamientos con freno de mano son propios de quienes conocieron la oscuridad desde la adolescencia. Tres décadas después de la caída del muro de Berlín y la fragmentación yugoslava, se asienta en la madurez un colectivo aventajado que observa con mirada resabiada el actual apocalipsis económico, energético y climático, que tantos vaticinan, y que genera tanta ansiedad e incertidumbre. La crítica llamó a Faruk Šehić, traducido por editorial La Huerta Grande, líder de la “generación mutilada”, haciendo referencia a aquella juventud del sudeste europeo devastada por la transición y la guerra, literatos sumidos en un trauma que los acompaña como una prótesis espiritual.

Durante los últimos años se han incrementado las publicaciones de títulos balcánicos. Incluso el año 2020, que fue un año malo para casi todo y para casi cualquiera, vivió un apogeo de traducciones que parece tener su confirmación en 2021. La crítica literaria Mercedes Monmany sostiene que los autores de la zona “conectan con los lectores posiblemente mucho más que otras literaturas centroeuropeas actuales más ‘inmóviles’, que se nutren casi exclusivamente de antiguas glorias del pasado”. Es probable que el colapso de los sistemas de tipo socialista y soviético, y todo lo que aconteció a continuación, haya sido un reguero desbordante de creatividad, por aquello de que la literatura, el cine, la poesía o el humor se nutren de inspiración a base de los estados alterados del alma, entre derrotas, pérdidas y resignaciones.

Los nombres de David Albahari, Miljenko Jergović, Aleksandar Hemon, Dragan Velikić, Daša Drndić, Mircea Cărtărescu, Svetislav Basara o Dubravka Ugrešić resultarán familiares para muchos aficionados, siguiendo la estela de otros autores más clásicos de la zona, como Ivo Andrić, Ismail Kadaré, Meša Selimović, Danilo Kiš, Mirko Kovač, Aleksandar Tišma o Angel Wagenstein. No en vano, el año pasado, fue publicado Al filo de la razón, de otro referente, Miroslav Krleža, por la editorial Xordica. Su gerente y editor literario, Chusé Raúl Usón, señala: “era imperdonable que su mejor obra no estuviese disponible en castellano”.

“Los lectores buscan otros discursos; en concreto los que se producen en una región de Europa que nos resulta muy cercana, no solo geográfica sino también anímicamente. Ya era hora de que la literatura balcánica aterrizase en España”, dice la escritora Mercedes Cebrián. Se puede hablar de que existió una distancia histórica y estética respecto al mundo balcánico, porque su condición periférica situaba sus trances sociales, crípticos e indescifrables, en el destierro cultural. Tal como señala Darío Ochoa de Chinchetru, de la editorial Automática, “los Balcanes es un complejo y disputado territorio físico y emocional”, sin embargo, el estado de ánimo balcánico se va ensamblando lentamente con el lector, como dos satélites en órbita que están por encontrarse.

Parte de la pujanza de esta corriente hay que atribuírsela a una colección de autores que ha sabido desarrollar una sensibilidad entre fronteras, como Saša Stanišić con Orígenes (Alianza de Novelas), Velibor Colić con Manual de exilio (Periférica), Goran Vojnović con Yugoslavia, mi tierra (Libros del Asteroide), Alek Popov con La caja negra. Los perros vuelan bajo (Automática), Kapka Kassabova con Una calle sin nombre (La Caja Books), Lana Bastašić con Atrapa la liebre (Navona), Selvedin Avdić con Siete Miedos (Sajalín) o el propio Statovci, creadores cuyos títulos, pero también obra, basculan entre geografías personales que ya no resultan extrañas a los lectores, sino evocadoras de un mundo con el que llegan a identificarse. Así lo explica Phil Camino, editora de La Huerta Grande: “están inmersos en un desgarro identitario fuerte, sin embargo, la suya no es una literatura ensimismada”.

Cuando Marco Martella quiso publicar Jardines en tiempos de guerra (Elba) de Teodor Cerić, tuvo que insistirle mucho al autor (“Hágalo si tanto se empeña”). Este le puso como condición que el título no fuera “sensiblero”. La apología de la contención con la que estos autores se reivindican anuncia que la crudeza y la insensatez de la vida más tarde o más temprano nos vienen a visitar, porque han tenido que transitar por un recorrido donde los idealismos salían más caros que en otras partes.

Fueron los primeros en Europa en saber que el futuro iba de otra cosa. El tiempo los ha dotado de valor, como los aguardientes, como la usanza se impone cuando arrecian los avatares. Sin estridencias, y por el peso melancólico de la reflexión cuando no hay porvenir. Más que a un veterano de guerra, la literatura balcánica encarna al hombre venerable, el que sabe fantasear para iluminar la razón. “Sin las historias, somos partículas elementales en movimiento caótico”, dice el escritor búlgaro Gueorgui Gospodínov.

 

 

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Es politólogo especializado en los Balcanes y traductor.


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