“… todo, en el mundo, existe para concluir en un libro”, afirmó Stéphane Mallarmé al justificar su empresa lírica por excelencia: el Libro, cuya escritura sometería el azar al gobierno del espíritu humano. Si el poeta es el único capaz de ofrecer una explicación órfica de la tierra, su gran imperfección sería, justamente, el azar. Mallarmé creía necesario suprimir los arpegios fortuitos para poder entonar “la canción de la tierra” en las cuerdas de su lira. Sólo así la palabra, entre las páginas del Libro, presentaría concluyentemente todos los estados de la materia del mundo, libre de la corrupción y las contingencias del hombre que la escribe.
Sin embargo, Mallarmé no pudo sino esbozar un proyecto tan desmedido y ambicioso como ése. Contra sus más firmes convicciones, contra el sólido ardor y la fe ciega que corren a lo largo de sus manifiestos epistolares, la Nada terminó por ocupar las páginas del Libro: hojas en blanco, tachadas, corregidas o editadas en la mente y la memoria; borradores de una “Obra Pura” que ni siquiera igualan la incontable cantidad de concepciones y teorías que Mallarmé vertió sobre ella en su correspondencia. Irónicamente, el reconocimiento lírico y brutal de su fracaso como productor de dicha “Obra Pura” sería Un golpe de dados, la gran herencia de Mallarmé a la aventura poética del siglo XX, límite y cumbre que Valéry llamara con exactitud el “espectáculo ideográfico de una crisis”. En Un golpe de dados, el poeta concretó lo que no pudo en Igitur o el Libro mismo: la fundación y conclusión de un nuevo mundo a fuerza de abjurar del mundo conocido; la creación de un Pensamiento (así, con mayúsculas mallarmeanas), una imagen, una lengua, una gramática y, sobre todo, una retórica para ese nuevo mundo, aun cuando implicara la elusión del autor y, simultáneamente, permitiera redactar la fábula de su aniquilamiento. Nada de ello se habría realizado sin el reconocimiento del triunfo del azar sobre la idea del orden, sin antes entender que una poesía inoculada contra el accidente resulta una “falsa mansión/ enseguida/ evaporada en brumas/ que impuso/ un límite al infinito”.
Pero dar cauce y forma al azar, ¿no es querer redimirlo de su naturaleza incontenible e imprevista? Víctima propiciatoria, Mallarmé encontró en la fabulación y confabulación de sus conflictos una tregua ejemplar: bosquejar una utopía sin fin, concluir un poema sobre el fracaso que significó ensayar lo imposible.
La noche en blanco de Mallarmé, primer libro de ensayos de Tedi López Mills (1959), constituye una disección fervorosa, pero también (y agradecidamente) escéptica, del poeta francés, tan erizado de contradicciones luminosas, tan ridículamente exento de ellas para toda una legión de acólitos. Como revela López Mills, “la incredulidad ante los extremos es, supongo, el origen de este libro”. “… presentar mi propia construcción –continúa la autora–, mi propio homenaje a ese insólito culto al vacío”, no sólo constituye el propósito central de La noche en blanco…, sino su mayor fortuna, su hallazgo más perdurable: proponer una crítica de la poesía como espacio de medición y mediación de fuerzas entre el entusiasmo por la obra y el estricto apego a su verdad escrita, a sus fallas y alcances; el asomo valiente y decidido a la Nada que, siguiendo a Mallarmé, despeja la ecuación de la belleza.
Una lectura reflexiva de la poética o el evangelio en la obra de un
autor debería hacernos sospechar que el análisis de sus virtudes conlleva la exposición de las costuras del dogma, de los sostenes retóricos de la fe, precisamente porque en ambos, costuras y sostenes, descansan las bondades de la personalidad y el estilo literarios. La dimensión más verosímil de
Mallarmé –la más humana e imperfecta, lejos de la deificación– se encuentra en los aspectos frágiles o vacilantes de sus tentativas, en los impecables argumentos con que defendió aquello que después contradirá. “… el poema, en lugar de ser una ‘intuición genuina’ –señala López Mills con absoluta pertinencia–, constituiría la materia misma de nuestra intemperie.” En la intemperie, la “desaparición enunciatoria del poeta”, según los términos de Mallarmé, se ve confrontada por la siguiente duda filosófica: “¿cómo se anula a alguien desde alguien?” En la intemperie, la negación e incomunicación que alientan el espíritu de la obra mallarmeana, ligadas al blanco y al vacío, adquieren de pronto calidad retórica y hasta política: “la elocuencia reiterada de la negación”, “el vicio de la sagrada incomunicación promulgado desde un púlpito”. En la intemperie de su brillante ensayo, Tedi López Mills halló a un ignoto Mallarmé, a un poeta cuyo examen órfico de lo terrestre proviene de un lector genial de la mitología clásica y, casi en consecuencia, un genial hacedor de mitos personales.
“En la noche de Tournon –afirma López Mills con aire intencionadamente bíblico–, Stéphane Mallarmé inventó a Mallarmé.” El Verbo, en las Sagradas Escrituras, dependió de un principio para ser. La noche en blanco… puede leerse como el génesis y las revelaciones del verbo mallarmeano. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).