La novela perfecta, de Carmen Boullosa

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La novela perfecta es un título escrito con los brazos en jarras, desafiante. Y no tarda el lector en darse cuenta de que esta novela, la más reciente de Carmen Boullosa, dista de serlo. “Perfecta”. Pero a la manera de cualquier otra, desde los comienzos mismos del género. ¿Existe tal cosa? ¿Es factible escribir una novela en que esté plasmada toda la vida, contenida toda la emoción que movió a su autor, un reflejo fiel de la idea que la inspiró? O dicho de otra forma: ¿cómo sortear el enojoso trámite de la escritura, lograr plasmar lo que aparece listo en la mente, la historia en estado puro, sin la imperfección de la cosa hecha? La conservación de la pura “potencia”, para usar la terminología aristotélica, sin la corrupción del “acto”.

Con esta suerte de piedra filosofal, de sueño alquímico hecho realidad, se topa en mitad de la más intrascendente plática Acorta Vértiz, mexicano transterrado y “escritor holgazán”, incapaz, a la fecha, de conseguir otra “gran” novela que alcance el éxito de la única que ha escrito, pero que la tiene toda, completa, perfecta, en la cabeza. Ha salido a tomar el fresco y un vecino del barrio, que no por coincidencia se trata de Brooklyn –el mismo donde vive la autora desde hace cinco años–, le confiesa que posee una máquina, un invento capaz del milagro de captar, con lujo de detalle, la imagen del libro que anida en su interior. “Lo que te propongo es que hagamos tu novela tal cual es, tal cual como tú la ves en tu cabeza, tal como la cargas íntegra en tu imaginación, sin robarle una frase, un parlamento, una imagen, un sentimiento, una sensación, una idea, sin quitarle un pelo a su atmósfera.”

En alguna entrevista ha confesado la autora que quiso hacer un homenaje al enclave multicultural en que se ha convertido Brooklyn, con restaurantes malayos y comensales mexicanos, y la novela se mueve en el aire adensado, un tanto fantasmal del barrio neoyorkino. El extraño caserón de Paul Lederer, el inventor: “La casa (una browstone de cuatro pisos más el sótano, como la nuestra) carecía de toda división interior, no había una sola pared tampoco pisos entre los niveles, ni siquiera separando el sótano. Era un inmenso cascarón vacío, pura piel o solo el esqueleto del XIX.”

Con tal decorado de fondo, entre computadoras y cables, asistimos a las primeras de las ensoñaciones o sesiones con la máquina, la descripción (con pelos y señales) de un “agarrón” galáctico entre dos adúlteros, que en efecto, tiene la virtud de trasladarnos al baño en que se encuentran Manuel y Ana, y hacernos testigos y copartícipes de la escena. A partir de ahí, se establece un contrapunto entre la ficción de la máquina y la ficción de Boullosa, que atravesará todo el libro y vertebrará su fábula como un juego de espejos: tras cerrar un jugoso contrato con el inventor, Vértiz comienza a sospechar que su esposa mantiene un no menos “jugoso” trato (carnal) con aquél.

De modo que hay dos tonos en la novela: uno, el de la “realidad física”, narrado en un zumbón “mexicano” literario –“Tenía los ojos chinitos, como que el sol lo deslumbrara, que no podía ser el caso porque apenas se le veía el rabito al maldito astro tacaño. Sí, era un día bastante enchílamela”–, y el otro, el tono más lírico de las ensoñaciones. Tenemos una nostálgica constatación cuando “el ojo que ve la novela” se pone “andarín”, la historia se traslada a la ciudad de México y el libro se llena de los sonidos y los olores del lejano país donde, en una habitación del hotel María Cristina, Vértiz coloca una seductora historia de amor y luego da rienda suelta a su imaginación: “Y la vaca que fui vio una ventana y a través de ésta las frondas aún tupidas de árboles… las hojas grandes, maduras, verde apagado, de esas que están a punto de caer. El viento las quiere hacer bailar, apenas responden con un dulce bamboleo de perezosas. El viento insiste, las hojas, como barcazas viejas, en buen número se desprenden, más que caer, naufragan; hojas lentas, flotantes.”

Este hibridismo del lenguaje apunta quizá a la angustia de todo escritor en un medio extranjero, porque hay también una relación entre el writer’s block de Vértiz y su incapacidad de apropiarse del entorno en que vive. De modo que lo que se anuncia como una novela de fantasía o fantaciencia (un homenaje a Borges y Bioy Casares, ha declarado su autora) termina por ensamblarse en una más clásica reflexión sobre el tema de la intraducibilidad, no sólo de las imágenes mentales que capta la máquina, sino de todo el mundo que Vértiz alberga en su interior y sus posibles “lectores”: el gringo inventor, Estados Unidos… La cálida tradición latina versus la fría tradición anglosajona de la máquina, encarnada por el mefistofélico Paul Lederer. Una como denuncia del artificio: Vértiz es franco, es directo (nunca mejor dicho). Piensa, sueña, no añade nada más. Se limita a soñar, digamos. Lederer, por el contrario, es calculador, cínico, y su invento, aunque prometedor, está condenado al fracaso. Hacia el final asistimos a la sublevación de la máquina y la muerte del malévolo inventor, cuando unos diamantes, que se disparan durante la ensoñación o visión final, le traspasan el cráneo, abortado el sueño de la novela perfecta: “Los diamantes rebotaron sobre la charolita y cayeron contra la mesa, como si fuera de hule rebotaron varias veces, con cada rebote brincaban más alto y de pronto, cobrando una velocidad inexplicable, se echaron a volar en órbita, girando, girando alrededor del tallador, su báscula, la mesa”.

Carmen Boullosa está quizá en su período creativo más fértil, donde las ideas y las novelas parecen fluirle con facilidad: la muy imaginativa y extensa La otra mano de Lepanto, del 2005, por cuyas páginas se pasean los más disímiles y pintorescos personajes; el viaje al pasado en De un salto descabalga la reina, del 2002, un divertimiento sobre la vida de Cleopatra. Con La novela perfecta tenemos un atisbo de ese mundo en el que viven y palpitan tantas novelas por escribir, arranques de historias: el Tenochtitlan imperial, el México actual, la vida de un joyero judío en la Nueva York de los treinta. Una suerte de “Museo de la novela perfecta”, por parafrasear el título de aquélla de Macedonio Fernández.

Pero ¿no tendría que ser el libro exacto y acucioso como el original soñado, a la manera de aquel mapa de Borges que, de fiel, terminaba siendo tan grande como el territorio por cartografiar? No, mucho mejor así: tan sólo un “fragmento”, un “cuento largo”, como lo ha llamado su autora.

Al final de la novela, con la máquina destruida, sólo queda un pedazo cristalizado, un pequeño lienzo: “Ahí estaba: no tenía comparación ni con un lienzo ni con la pantalla, porque tenía toda la textura de lo real sin el resplandor de la luz artificial. Podía ser como una pintura, pero era más que una hiper-realista, más también que una fotografía: era literalmente un trozo de realidad.” ~

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(La Habana, 1962) es escritor y traductor. Anagrama publicó en 2007 su novela 'Rex'.


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