La presencia del pasado, de Enrique Krauze

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La Presencia del Pasado es un libro singular, escrito por un investigador igualmente singular. Enrique Krauze no es de los historiadores que hacen la historia de la sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente… en sucesión. Krauze tiene la extraña virtud de ser historiador y biógrafo de un momento crucial de nuestra historia: el siglo XIX y un poco más. Rico en contenido histórico, el México de aquel momento quedaba en un punto intermedio entre el mundo prehispánico, convertido en un Edén Perdido, y los avatares de una revolución inconclusa. En este libro, Krauze arma la trama y la urdimbre y va tejiendo desde el pequeño dato biográfico hasta el acontecimiento relevante que nos da tela de donde cortar. Así, el siglo XIX se convierte en un caleidoscopio de colores en donde los historiadores y políticos de antaño dejaron vasta memoria de su pensamiento a través del libro, del opúsculo, del discurso. Si a ello agregamos la crítica de la época plasmada en caricaturas y la expresión artística pintada en cuadros que dan al libro una calidad excepcional, tenemos un panorama amplio y convincente de los pormenores y pormayores que ocurrieron y caracterizaron este siglo.

“En La presencia del pasado —nos dice el autor— la historia no es una fuerza impersonal: tiene caras, sentimientos, pasiones ideas y creencias.” En efecto, el libro, a través de sus cinco capítulos, nos muestra los cambios ocurridos en el pensamiento de entonces. Cada capítulo es en sí, pero tiene cabida plena en el siguiente. En ellos todos toman la palabra: el gobernante y el gobernado; el erudito y el profano; el indio y el mestizo; el torpe y el sabio; el evangelizador con la cruz y el conquistador con la espada… Tanto liberales como conservadores y otros más quedan al descubierto en su razón de ser. Y lo hacen a través de sus escritos, de su propia palabra. “Es una historia de las ideas históricas, de las supervivencias históricas y de los procesos históricos”, agrega Krauze en el prólogo.

Nada escapa a la acción indagadora del autor. Con buena pluma transita desde el acendrado patriotismo de Carlos María de Bustamante, que busca legitimar a la incipiente nación estableciendo el cordón umbilical con las raíces del mundo prehispánico que había sido negado por la Colonia, hasta la presencia de Lucas Alamán y sus Disertaciones; resalta la figura de José Fernando Ramírez y nos muestra sus aportes para un mejor conocimiento del mundo antiguo mesoamericano. A él se deben estudios pioneros como el de la Tira de la Peregrinación o el Códice Boturini y el catálogo de piezas del Museo Nacional, además del estudio y publicación de la Historia de las Indias de la Nueva España y islas de la tierra firme, de Fray Diego Durán, entre otros. Krauze nos lleva de la mano por las intrincadas polémicas de tirios y troyanos acerca de la relevancia del pasado prehispánico y su importancia en el México independiente. Sobre el tema menciona:

Los criollos conservadores habían despreciado por igual al indígena del pasado y del presente. Los liberales moderados desconfiaban del indio vivo, pero se habían interesado apasionadamente en la historia indígena. Los liberales puros fueron casi indiferentes a las “antigüedades mexicanas”, pero se preocuparon seriamente por la condición del indígena.

Acerca de esto destaca los trabajos de Orozco y Berra: la Historia Antigua y de la Conquista de México, primera síntesis general de nuestra historia, y otros escritos. De la posición que guarda Orozco y Berra dice Krauze:

Orozco y Berra (ponderado, científico, evolucionista) había puesto su razón del lado de la conquista y su corazón del lado de los vencidos.

Los diferentes autores y las diversas posiciones que adoptan van tomando forma a lo largo del libro. Así, desde la proclama de Morelos en Chilpancingo —preparada por don Carlos María de Bustamante— en donde se pretende dar la imagen de una nación unida antes de la llegada de los españoles, hasta la posterior presencia explosiva del Nigromante y de Ignacio Manuel Altamirano, todo se une en un análisis que pone cada cosa en su lugar y profundiza en los entreveros de la patria y su relación con el pasado. Siempre me he preguntado por qué el símbolo azteca del águila parada sobre el nopal quedó patente en el escudo y la bandera nacionales, y en este caso sobre el color blanco que representa la pureza de la religión católica. Para que esto ocurriera el símbolo pagano tuvo que desacralizarse y volverse a sacralizar dentro de los cánones cristianos. El águila que representa a Huitzilopochtli se transforma en un águila que da legitimidad a la naciente república. Y todo ello en detrimento de la Virgen de Guadalupe, pues ¿no correspondía a ella, capitana del ejército insurgente, ser quien ocupara el sitio en el emblema nacional? La necesidad de retomar el vínculo con el pasado negado por España indujo a ello. Pero continuemos con nuestro libro. Oigamos las palabras que dijera el Nigromante y que nos llevan a ver en él la idea de que no venimos de uno u otro antecesor, sino que somos hijos del movimiento independentista:

¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Si nos encaprichamos en ser aztecas puros, terminaremos por el triunfo de una sola raza, para adornar con los cráneos de las otras el Templo del Marte americano; si nos empeñamos en ser españoles, nos precipitaremos en el abismo de la reconquista; ¡pero no! ¡jamás! Nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo, y nacimos luchando como nuestro padre, por los símbolos de la emancipación, y como él luchando por la santa causa desapareceremos de sobre la tierra.

Para unos, México nace a partir de la Conquista. Para otros, esto ocurre en el momento de la Independencia…

Durante el gobierno de Porfirio Díaz se trata de llegar a una pax en relación a estas controversias. El pensamiento de don Andrés Molina Enríquez a raíz de la publicación del libro Los grandes problemas nacionales y la actitud de don Justo Sierra al tratar de limar asperezas entre las diferentes posiciones, llevan a exaltar la imagen del mestizo. Acerca de las ideas de Molina Enríquez nos dice el autor:

A su juicio, el mestizo (como figura social, no tanto como tipo racial) era el motor de la historia mexicana, la encarnación de la nacionalidad, el heredero natural de la tierra prometida.

Del segundo, hace ver su pensamiento y nos recuerda sus palabras en donde están presentes las ideas que las motivan:

Nosotros llevamos en las venas sangre de los vencidos y de los vencedores, vivimos en tiempos lejanos de los sucesos; no tenemos relación próxima ninguna, ya con el imperio azteca, ya con la colonia española.

Escuchemos las palabras de don Justo en el discurso para conmemorar el centenario de la independencia en 1910, “Año Santo”, como se le llegó a llamar, que hacían alusión a México y su reconciliación con todo su pasado, además de agregar algunos logros de la ¡ahora sí! paz reinante bajo la tutela de don Porfirio:

Hoy la paz y el trabajo de vida nos
circundan,
las escuelas el alma del porvenir
fecundan
y arraiga en vuestro polvo un
inmortal laurel;
y, galardón supremo de vuestra
augusta hazaña,
a loar vuestra empresa surge la
Madre España;
con su león luchasteis y el vencido
fue él.

De las palabras dichas por Justo Sierra, dice Krauze:

El sacerdote de la patria rendía tributo a España y a la iglesia, y reconocía a los insurgentes como hijos de ambos. La apoteosis de México era una comunión.

Si Maximiliano había tratado de legitimar su presencia acudiendo a la exaltación del pasado con estatuas y óleos de los héroes, con la inauguración del Museo Nacional en la Casa de Moneda bajo el patrocinio del propio Emperador, el apoyo a estudios como los de Orozco y Berra y el de Francisco Pimentel y la publicación en castellano y náhuatl de algunas disposiciones, don Porfirio sentaba las bases de la nacionalidad en la exaltación del pasado. El Estado se convierte en el depositario de los vestigios arqueológicos y lleva a cabo su rescate, custodia y conservación con la creación de la Inspección de Monumentos que queda bajo la jefatura de don Leopoldo Batres. Se emprenden trabajos en Teotihuacan (con motivo del centenario de la Independencia), Mitla, Monte Albán y Xochicalco. Se realizan exposiciones internacionales, se inaugura en el Museo la Sala de Monolitos y se inicia la edición de los Anales del Museo Nacional a partir de 1877, al igual que México a través de los siglos, publicado en varios tomos como un nuevo intento de compilar la historia de México, bajo la coordinación de don Vicente Riva Palacio y con la colaboración, para la parte dedicada al mundo prehispánico, de don Alfredo Chavero. A esto, agregaría yo, la realización del Congreso Internacional de Americanistas presidido por un insigne estudioso: el doctor Eduard Seler, quien por cierto será el primer director de la recién fundada Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas. Ahora sí, se pensaba, había llegado el momento de hacer las paces entre unos y otros y forjar una nueva patria. Los festejos de 1910 marcaron esta pauta que a poco se vería truncada. Dice Krauze:

Pero la historia, que nunca se detiene, no se detuvo con esa comunión.

Y tiene razón. Poco después sonaban los primeros balazos de la Revolución. Pero ésa es otra historia. –

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