La vida privada de las cosas

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Gabriel Orozco

Materia escrita

México, Era, 2014, 242 pp.

Poeta de los objetos, Francis Ponge escribió notables “meditaciones sin esfuerzo” sobre el placer de abrir una puerta o las plumas en reposo que guarda un edredón. En “El atavío de las cosas” se ocupa del tenue disfraz que mejora los materiales con “juegos de soplos”, con el vaho, el viento o las nubes que dejan una huella, apenas visible pero significativa, en la solidez del mundo. “Amen la compañía de estos mosquitos”, dice en elogio de la niebla de insectos que filtra la realidad y permite verla de otro modo.

La variadísima aventura de Gabriel Orozco (Xalapa, 1962) se rige por un principio semejante. Ha atrapado el rastro de la respiración sobre un piano, las ondas en un charco de agua, la repentina constelación que integran las basuras, la inadvertida poesía de los objetos. En su travesía por el dibujo, el diseño, el ensamblaje, la fotografía y la escultura, no se ha servido de mapas, pero sí de una bitácora de viaje. Materia escrita ofrece un resumen de los copiosos apuntes en los que dialoga con los instrumentos de su oficio. Aunque menciona las ciudades que visita, el recorrido es ajeno a las peripecias del traslado o las imágenes de tarjeta postal. El artista viaja de una piedra a otra, de una mancha a un pozo de luz.

Franz Werfel escribió: “Tranquilos objetos, que en una hora plena, he acariciado como fieras mansas.” Orozco busca la “hora plena” en que un calcetín cuelga como un fruto o una pelota ponchada se convierte en movimiento inerte. Influido por Werfel, Jiří Wolker comenta: “Amo los objetos, compañeros taciturnos, porque todos tratan con ellos como si no estuvieran vivos.” Aunque escribe en la Praga del Golem y los autómatas, Wolker no pretende que los materiales se animen como en un cuento de hadas; registra la mirada, el hálito que despierta en ellos una identidad oculta, la vida que ya tienen.

En su cacería sutil, Orozco presta atención a lo que parece desecho o desperdicio, el desgaste o la intervención que permiten ver una cosa como otra. A propósito de una de sus piezas, escribe: “El coche ya no es un coche. Es la ilusión de un coche.” En esa estética, un color, una semilla o una moneda son por igual estímulos plásticos.

El arte no es para Orozco un sustantivo sino un verbo que define una acción, un proceso sin meta establecida: “Trabajo mejor cuando los motivos de mis actos son un misterio, cuando yo mismo desconozco los motivos de mis actos. Cuando preveo en el resultado que yo habré desaparecido.” El artista se borra para que el espectador participe, transformando la obra en experiencia: “Un libro cerrado no es arte”, advierte.

Reflexión sobre los sentidos (“el color es un desconfiable sistema de atracción. Se requiere la comprobación del tacto y el olfato”), inventario de texturas, catálogo de fluidos, polvos, arenas y secreciones, juego de asociaciones libres donde la saliva se relaciona con Hieronymus Bosch, Materia escrita es una elegía a las posibilidades de “lo infinitamente pequeño”, para usar la expresión de Josep Pla.

La única convención del diarista consiste en escribir conforme al calendario. A partir de fechas, Orozco relata su trato con los materiales. En sus páginas, la realidad semeja un taller que no acaba de fraguar sus piezas. Lo significativo es que al hablar de pulidas superficies o líquidos que se escapan de la mano, traza un mapa alterno de lo real. De tanto ver y tocar una naranja, da con una teoría de la circulación universal: “Las frutas son un medio de transporte. Contenedores de semillas para la reproducción y la supervivencia. Para el movimiento y desplazamiento de la especie. Producción y medios de transporte: frutos públicos.”

Hay pocas alusiones literarias en el libro, pero una se reitera. Materia escrita es, entre otras muchas cosas, una peculiar lectura de Jorge Luis Borges. Un enemigo jurado de las vanguardias brinda estímulo a un artista conceptual. En sus Crónicas de Bustos Domecq, escritas en compañía de Adolfo Bioy Casares, Borges hizo la desternillante parodia de los espíritus enfermos de novedad. Al mismo tiempo, como ha señalado Graciela Speranza en su brillante libro de ensayos Fuera de campo, también concibió textos como “Pierre Menard, autor del Quijote” que guardan insólita similitud con obras de Marcel Duchamp. Al copiar la obra de Cervantes, Menard logra un texto idéntico y al mismo tiempo diferente, pues ocurre en otra época y, por tanto, se lee de otra manera. Su esfuerzo puede ser visto como un idiotismo o una genialidad. En forma parecida, Duchamp le pinta bigotes a una reproducción de la Mona Lisa, luego los borra y obtiene un retrato idéntico al original, pero también distinto, pues ahora es una Mona Lisa “afeitada”.

Admirador del modo clásico, Borges dominó las formas canónicas del cuento y el soneto, pero las trabajó con desafiante ironía, señalando que no es el autor sino el intérprete quien decide la suerte de la historia. Orozco transcribe pasajes borgianos como señas de orientación: el escritor ciego, inventor de laberintos, contribuye a la travesía de un sonámbulo voluntario que quiere entender el universo a tientas.

Concebido como un álbum de estampas sueltas, Materia escrita estimula a ser leído al azar, saltando de un lado a otro. En el Renacimiento, la Eneida se abría en una página cualquiera para jugar a las “suertes de Virgilio”; así el poema narrativo se convertía en oráculo, libro de adivinaciones, improvisado I Ching. Leer de ese modo a Orozco refuerza su poética accidental. Al presentar el libro en la fil de Guadalajara, lo abrí en forma aleatoria y di con esta miniatura cuántica sobre el todo: “Fruta: masas de agua tejida. Burbujas de agua contenidas por una red de tejidos que al final conforman la cáscara que contiene. Corteza y semen. Explosión contenida. El crecimiento expansivo de una naranja […] Implosión. Explosión hacia la semilla. Contención. Implosión hacia el infinito interno. Hoyo negro. All. Todo. Tutti.

Esta celebración de la materia ocurre en la era virtual y sus espectros. Un trasfondo ético, e incluso político, respalda la llamada de atención hacia lo real: “La escultura contemporánea (como objeto) debería estar tan cerca como sea posible de un estado de cadáver […] Encontrar un cuerpo muerto tras un tecnoataque es una demostración de que la realidad todavía existe.”

El arte entendido como resto brinda una prueba pericial de la permanencia de las cosas. Pero no se trata de algo quieto. Lo importante de una pieza es el camino para llegar a ella y el itinerario que le asignará el espectador (el cadáver deviene fantasma, símbolo, memoria viva).

Como Ulises Carrión en su escritura visual o Robert Filliou en su Historia susurrada del arte, Orozco no se interesa en presentar un logro artístico definitivo, sino en lo que puede ser poético. Su escritura avanza sin afán de conclusiones, hacia un punto más allá del libro.

Materia escrita es una cantera de lo posible donde los objetos se convierten en ideas. Lo más significativo es que puede servir de cantera a cualquier otro artista. En su infinita red de conexiones, esta obra impar recuerda que el mundo es más sugerente que el arte, pero solo lo sabemos gracias al arte. ~

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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