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¡Oh, válame Dios, cuál está un alma cuando está ansí! Toda ella querría fuese lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a quien la tiene ansí. Yo sé de persona que, con no ser poeta, le acaecía hacer de presto coplas muy sentidas declarando su pena bien…
Teresa de Jesús, Libro de la vida
La poesía y lo sagrado: un asunto del que preferiría huir pero las circunstancias obligan. Digamos que el tema se presta para alimentar mojigaterías y si no se tiene cuidado se puede acabar justificando hasta los sonetos del sacristán. Véase si no las consecuencias que casi un siglo después siguen teniendo en la poesía mexicana las ideas del abate Bremond. Aunque los poetas en cuestión no sepan quién es el abate Bremond. Aunque nunca lo hayan leído. Pero sus ideas sobre lo inefable conformaron una noción de la lírica que, al menos en México, aunque ya envejecida, aún ahora sigue gozando de mucho prestigio entre ciertos sectores. Incluso se le premia en cuanto se tiene oportunidad. Claro que no es sólo responsabilidad del abate. Poco después, ya en el ámbito de la lengua española, vino María Zambrano para acabar de dejar bien amarrados los lazos que atan a la poesía con la divinidad. ¡Y todo esto pasó en pleno siglo xx!
Por supuesto que se trataba de una reacción a la modernidad que suponía un proyecto sin Dios. Por supuesto que el pretender convertir a la poesía en el bastión de lo divino lastró su plena incorporación dentro del proyecto moderno (entre los que se compraron la idea). Ahora bien, tampoco se podía negar del todo la modernidad, así es que lo que se hizo fue catequizarla a conveniencia. Al silencio mallarmeano que inaugura la poesía moderna se le entendió como silencio divino. Si Dios dejó de presentarse como palabra revelada o como verbo encarnado, a estos poetas se les presentó como el silencio. Si Dios no habla es porque Dios es el silencio: ¡todo encaja! Si Dios no se puede decir es porque Dios es indecible: ¡estoy boquiabierto! Y si te da cierto prurito decir “Dios” frente a tus amigos modernos llámale “Misterio”: ¡gracias por el tip!
Todo esto en el plano de la poética. En el plano del poema, además, no es posible pasar por alto que el momento cumbre de la poesía escrita en español lo constituye la obra de fray Juan de la Cruz. Un poeta místico precisamente. Y no uno cualquiera. Nadie ha llegado tan lejos. Nadie ha volado tan alto como el que dio a la caza alcance. Tal vez este hecho haya preparado el camino para el advenimiento, siglos después y vía Francia, de los –llamémosles así– poetas adoradores del silencio. Porque una poesía de fuego como la de fray Juan de la Cruz deja marcada una lengua. Tal vez, desde fray Juan, el español adolece de una nostalgia de Dios: ¡qué susto! ¿Me está saliendo el monaguillo que fui cuando niño?
Resulta comprensible: como antiguamente los que no encontraban lugar en el mundo, renunciaban al siglo y tomaban los hábitos, la poesía, que no tiene claro su lugar en el mundo contemporáneo, se ha visto tentada por la vocación religiosa. Además (vanidad de vanidades) tiene su caché creer que uno ejerce oficios sagrados. Más en México, donde la mochería (que no es necesariamente religiosa en sentido estricto sino cultural) está presente en casi todos los niveles: desde la política hasta el narcotráfico, desde el culto a las reliquias de los héroes patrios (cual brazo de Teresa de Jesús) hasta los diseños de los tatuadores. De allí tal vez la buena acogida, entre nuestros poetas, del culto al silencio y del prestigio del que aún hoy goza esa poética. No es necesario que el Misterio aparezca de manera temática ni explícita, es algo anterior al poema: una concepción de la poesía como un ejercicio sagrado.
Ahora bien. Hay obras ante las que tendría que desdecirme. En el ámbito de la poesía escrita en español de los últimos años menciono El fulgor de José Ángel Valente. Se trata de una obra que, desde la reflexión en torno a la “cortedad del decir” en fray Juan de la Cruz y a través de una poética del desasimiento, es decir, desde una relectura de la tradición, bien puede entenderse como una poesía mística contemporánea. Ese no es el caso de Libro del abandono de Javier Acosta, obra que dio pie a estos párrafos.
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…de devociones a bobas nos libre Dios.
Teresa de Jesús, Libro de la vida
Libro del abandono se inscribe en la poética del culto al silencio. Aquí la identificación de Dios con el silencio es explícita: “Dios es silencio, el silencio es divino”. Curiosamente entre los poetas adoradores del silencio su veneración no implica un voto de silencio, sino todo lo contrario: se trata de decir todo cuanto se pueda al respecto. Javier Acosta no es la excepción. En este libro incluso Dios –o su ausencia– exige la escritura: “Me pides que componga tu himno; lo haces con urgencia…”
Libro del abandono está estructurado en siete lecturas –escritas en verso y prosa– y una suerte de pórtico: un poema introductorio del que transcribo algunos fragmentos:
Luché contra mi alma. La derribé mil veces con golpes bajos y poderosos. Luego con mil palabras injuriosas. Luché contra mi alma con melodiosas diatribas […] Luché contra mi alma sin ninguna estrategia. La perseguí con mil perros, con flores y montañas, ruiseñores y brujas. Luché implacablemente. La perseguí hasta perder el rumbo […] Enmudecí y mis movimientos adquirieron el vigor del rocío: renuncié a mis costumbres. Luché contra mi alma abandonando la piedad y el odio. Lo perdí todo luchando contra ella; y se quedó pura y victoriosa, libre de mí.
¿Persiguió su alma con “ruiseñores y brujas”? ¿Lo dice en serio? Me temo que sí. A fuerza de repetición, todo en ese poema resulta predecible, lo cual no sería necesariamente un problema si los elementos con los que se compone esta enumeración (que pretende sostenerse, muy al estilo místico, en la fusión de opuestos) no fueran lugares comunes e imágenes líricamente fallidas (“el vigor del rocío”). Incluso resulta predecible y fallido el final que se quiere un giro de tuerca (“libre de mí”), porque no hay tal liberación ni resignificación. La ambición mística de la aniquilación del yo, aquí, al menos poéticamente, no se cumple. Lo único que hay en ese poema, de principio a fin, es una fe ciega en los poderes del yo lírico.
La repetición y la acumulación de contrarios en una retahíla que se quiere letanía son recursos que vuelven a aparecer, cada vez más desgastados, a lo largo de todo el libro. ¿Cómo es posible que Javier Acosta se permita tal pobreza de recursos? Haciendo, precisamente, de esa pobreza una apuesta poética. Una suerte de renuncia a los oropeles de la retórica. Una poesía que, en un arrebato franciscano, opta por la desnudez:
Pensaba que el mundo era serio
[e importante.
Lo hacía con pensamientos serios,
con palabras grandilocuentes,
con un preciso vocabulario.
Pero, en realidad, no hay tal desnudez ni tal renuncia. Resulta un tanto ingenuo creer que una pobreza de recursos poéticos implica, por sí misma, el abandono de la retórica. Muy al contrario. Es simplemente adscribirse a otra retórica: la retórica de la pobreza de recursos. Más aún: se trata de una retórica que se ampara en una poética prestigiosa. Es decir: no hay tal opción por la pobreza. Poco importa si se trata de un Dios ausente. Su ausencia sigue siendo lo suficientemente prestigiosa como para servir de coartada a una consciente y pretendida pobreza poética:
No tengo nada ya que darte. Nada, sino este poema aún no revelado, todavía inconcluso, seco, insípido. Este poema que renuncia a la seducción y a la sorpresa. Este poema que aún he redactado. Este poema inaceptable y anodino.
¿La confesión de su pobreza poética salva este poema? ¿Al cumplir sus propias leyes se cumple como poema? ¿Este poema se salva como poema porque es un sacrificio ofrendado a Dios –o a su ausencia? ¿Dios –o su ausencia– interceden para salvar este poema? Para este lector, contrariamente al modo en el que el texto quiere presentarse, se trata de un mero ejercicio de una retórica determinada. Y, de hecho, un mal ejercicio. Y así sigue.
A este lector Libro del abandono le pareció un cuadernillo de ejercicios espirituales escritos con poca fortuna literaria. Una retórica fallida que se permite serlo en la confianza de estar amparada por una poética prestigiosa. Una muestra tardía de una poética prestigiosa cuya validez actual habría que cuestionar. ~