Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro

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Requisitos que se creen indispensables para ser un autor de culto: una vida desafortunada y una obra sólida sepultada por las mesas de novedades.

Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) cumple ambos. Tuvo que emplearse en toda clase de trabajos para sobrevivir en Europa mientras cultivaba el vicio del tabaco, y cada vez es más difícil conseguir sus libros a pesar de que la mayoría fueron publicados en España por Seix Barral. Si alguna fama tuvo, ésta sólo alumbró su agonía y su cadáver. Por ello la reedición de Los geniecillos dominicales (Editorial rm, 2009) y Sólo para fumadores (Menoscuarto, 2009), supone una gran oportunidad para descubrir su faceta novelística y apreciar uno de los relatos cumbre del cuentista peruano más importante.

Publicada en 1965 y escrita durante su década de novelista (de los veintisiete a los treintaisiete años), Los geniecillos dominicales es la historia de un descenso al infierno. Ludo, estudiante del último año de Derecho, ha renunciado a su trabajo en la Gran Firma unas horas antes de Nochevieja. Con el dinero de la indemnización prepara una orgía con unos colegas, entre ellos Pirulo, su infaltable compañero de juerga y de inquietudes literarias. Para la fiesta cuentan con la casa de su tío vacía y todo clase de alcoholes, pero solo consiguen dos mujeres, una es la pareja de uno de los colegas y la otra una enana. Como en gran parte de la narrativa ribeyrana, cualquier asomo de ilusión oscurece bajo un aluvión de realidad pura y dura.

Segunda de sus tres novelas, Los geniecillos está dividida en veinticuatro capítulos, varios de los cuales podrían funcionar como relatos independientes, tanto por su extensión como por su estructura. Cada capítulo es una aventura que tiene un final, cerrado o abierto. Si en el primero hay un intento de orgía, en el segundo Ludo asiste al cumpleaños de su hermana y acaba en un burdel, mientras que en el tercero recorrre escenarios sórdidos con una prostituta. El protagonista pertenece a una familia que podría considerarse de clase media, que antes ocupó un lugar mejor en la jerarquía social, pero tras la muerte del padre y la indiferencia de los hijos por este descenso, empieza a naufragar hacia la pobreza.

Es imposible no señalar los detalles autobiográficos que Ribeyro utiliza para construir a Ludo Totem. Por ejemplo, sus años como estudiante de Derecho le sirven para crear un guía ideal por los laberintos de la justicia peruana. Ludo se ve forzado a pedir trabajo en un estudio minúsculo de abogados, cuyo único socio sólo puede ofrecerle firmar las demandas de los casos que él vaya consiguiendo. La narración de algunos pasajes recuerda a El proceso de Kafka: “Ludo se preguntó si sería por azar que el Palacio de Justicia había sido construido frente a la penitenciaría o si más bien ello obedecía a un plan, a la sutileza macabra de algún urbanista, que había querido expresar así, por la proximidad en el espacio, la confinidad espiritual que existía entre los reos y los funcionarios de justicia”. La descripción de las habilidades jurídicas de Ludo tampoco pierden ese aire kafkiano: “A veces, abandonaba a un cliente que respondía a un interrogatorio en un juzgado para correr donde otro se sometía al peritaje de un grafólogo juramentado, o le ocurría invocar en una misma tarde los mismos artículos del Código Civil para fundamentar causas que se oponían. Llegó un momento en que los procesos e incluso las personas comenzaron a confundirse en su conciencia: presentaba pruebas para un caso que ya estaba sentenciado o implicaba en un juicio de divorcio a un cliente que lo había consultado acerca de la fundación de una sociedad anónima.”

Ribeyro ejercita como siempre la mirada del perdedor, pero mantiene su sentido del humor tan peculiar, apelando a situaciones tan absurdas como verosímiles. Necesitados de dinero, Ludo y Pirulo visitan su ex colegio convertidos en vendedores de un nuevo insecticida. El director, un sacerdote que venera a Franco y experto en hacer bolillas de mocos, al enterarse de la razón de su visita, les reprocha por desperdiciar su vida.

Se sucede una discusión mientras Ludo recuerda un episodio de su infancia en el cual perdió todo el dinero de su cumpleaños durante un paseo escolar. Al volver en sí, estalla y le reclama al director que le devuelva ese dinero.

Los geniecillos no es una gran novela; el mismo Ribeyro la calificó como una obra precipitada e incompleta, pero tiene la marca de su autor, alguien que en vez de dedicarse a explorar las técnicas narrativas, prefirió establecer su propia filosofía de la marginalidad. Ludo y la galería de personajes que lo acompañan están entregados a un destino que reconocen como el peor y contra el cual no hacen nada, hasta ser tentados por la delincuencia. Aunque en algún momento de su vida, el autor se planteó escribir una novela de mil páginas sobre la base de Los geniecillos, el proyecto quedó en sólo eso: una idea.

Gran reflexión sobre el vicio y relato autobiográfico de una honestidad más que brutal, Sólo para fumadores es el testimonio de una entrega total. Ribeyro ensaya sobre el placer de fumar y las desgracias que le supuso la persecución del mismo. “Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos”. Sus últimos años como estudiante de Derecho, sus inicios literarios, el viaje a Europa y la miseria, los amores y una vida de fracasos, la familia y el saludo de la muerte, todo en Ribeyro está impregnado por un olor a tabaco que no molesta ni siquiera a los no fumadores.

Si Vargas Llosa es el padre severo de la literatura peruana, ése que exige disciplina y compromiso con el oficio, Ribeyro encarna al tío bohemio, el mal ejemplo que seduce a los jóvenes, el escritor consagrado a la aventura y querido por esa imagen despreocupada. Sólo para fumadores puede leerse como un resumen intenso de La tentación del fracaso, sus diarios. Porque en Sólo para fumadores está el escritor que peregrina por Europa, fumando al fiado en Madrid gracias a un mutilado de la Guerra Civil, buscando colillas en las calles de París hasta que es humillado por un señor a quien pide un cigarrillo. Es así como se ve obligado a emplearse como recolector de papel periódico. “Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.” El de Ribeyro fue un tour europeo del tabaco.

Pero hubo épocas durante las cuales, aquejado por las consecuencias físicas del vicio, trató de apartarlo de su camino. “Llegué así a la conclusión que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter.” Luego de tomar una determinación drástica y tirar todo su tabaco por la ventana de su habitación en Huamanga, ciudad de la sierra peruana, Ribeyro termina tirándose él también desde unos ocho o diez metros en busca de ese tabaco. Qué lejos queda esta imagen del escritor consagrado que un día regresa a vivir frente al mar limeño, y pasea en bicicleta por el malecón de Barranco. Hay que recordar el merecido Premio Juan Rulfo, otorgado a su obra el año 1994, el cual no pudo disfrutar porque la muerte le pasó la factura de todos sus cigarrillos. Así, el autor vuelve a confundirse con sus personajes y la ilusión se esfuma una vez más.

Advertencia: En tiempos de lucha contra el consumo de tabaco, Sólo para fumadores representa la incorrección política, pero esa misma incorrección a veces es tan insoportable que si usted, lector, está tratando de dejarlo, léalo. Dígale no a los métodos de Allen Carr y descienda a este infierno. ~

 

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