A principios de la década de 1960, Calvin Tomkins, crítico de arte de The New Yorker, recién mudado desde Nueva York al otro lado del río Hudson, trabó amistad con una pareja de casi setentones que vivía en la casa contigua. No tardó en enterarse de que los “alegres, divertidos, atentos” Murphy, Sara y Gerald, le habían servido de inspiración a Scott Fitzgerald para su novela Suave es la noche, escrita en medio de grandes tribulaciones a lo largo de casi un decenio y publicada en 1934, cuando el escritor y Zelda habían avanzado tanto en su camino de autodestrucción que ya no podrían darse la vuelta.
Los Murphy no parecían identificarse con la pareja protagonista, Dick y Nicole Diver, ni estaban en principio muy dispuestos a rememorar aquella parte de sus vidas (o su vida, pues funcionaban en unidad como “una extraña alquimia”; además, en la Wikipedia aparecen en una sola entrada recogidos como pareja) transcurrida en la Costa Azul. Pero Tomkins, que se había ganado su confianza, consiguió convencerlos para que le contasen lo que recordaban de aquellos años. A partir de las grabaciones, Tomkins compuso un largo artículo que se publicó en The New Yorker en julio de 1962. En 1998 se publicó una nueva edición con un añadido en el que Tomkins estudiaba la carrera pictórica de Gerald y su lugar en la historia del arte, que en la década de los noventa le estaba reservando un sitio más visible.
Lo acaba de publicar Alpha Decay con una traducción de Carlos Losilla en la que es posible reconocer el tono ligero y lleno de gusto por la vida del original. El relato es rítmico y descansa más en los detalles iluminadores que en el análisis profuso. Este tono es idóneo para el tema, pues aquí se nos cuenta algo que es apasionante siempre, por muchas veces que lo hayamos oído, y es la vida de los expatriados estadounidenses instalados en Francia después de la Primera Guerra Mundial. Una vida que asociamos a la libertad, la levedad, la alegría de vivir… una especie de paréntesis de frivolidad no banal que acabaría con el crack del 29. Una vez más leemos estas aventuras, y gracias a la habilidad de Tomkins nos parecen nuevas. La relación con los Fitzgerald ocupa solamente una parte de la historia, si bien su descripción de la debacle del matrimonio está muy bien explicada con algunos detalles que consiguen incardinarla en el destino común de la generación entera. Son páginas muy bellas que, probablemente gracias al amor con que los recuerdan los ya ancianos Murphy, consiguen dar toda la hondura a unos personajes que han sido comidos por los arquetipos.
Desde el principio entendemos que los Murphy fueron dos personas muy carismáticas que dejaban deslumbrado a todo el mundo. No solo eso, sino que además eran extraordinariamente amables, cariñosos, comprensivos y generosos. Fueron ellos los que organizaron, casi improvisaron, la fiesta por el estreno del ballet Las bodas, de Stravinski, que se celebró en una gabarra en el Sena y que aquí se cuenta en una escena que representa admirablemente tanto el espíritu de la época como la naturaleza de las personas que la vivieron: Cocteau y sus aprensiones, Diáguilev y sus ideas de las jerarquías o Stravinski y su preocupación por su carrera. Para adornar las mesas, como era domingo y no se podían encontrar en todo París floristerías abiertas, aunque sí jugueterías, los Murphy colocaron composiciones de pequeños juguetes de colores, coches, soldaditos, muñecos, lo que dejó a Picasso alucinado y probablemente sembrado para su trabajo futuro.
Porque los Murphy parecen haber sido los inventores de casi todo lo que hemos conocido luego como los felices veinte, y hasta de la misma idea de Francia que el país supo explotar tan bien a lo largo del siglo XX. Fueron los primeros en desplazarse a Antibes para pasar los meses de verano, atraídos en principio, hay que decirlo, por Cole Porter, que había sido compañero de universidad de Gerald (que, dicho sea de paso, odió sus años universitarios). Ellos pusieron de moda la Costa Azul, el uso de las camisetas de rayas de los marineros mediterráneos como prenda chic, la afición por los establecimientos locales que acabarían por convertirse en el no va más para los millonarios estadounidenses que llegarían en poco tiempo a gastarse el dinero, pero también fueron impulsores de la actividad artística, colaboradores desinteresados de los ballets rusos, amigos de los artistas de todos los países que habían coincidido en París, artistas ellos mismos, y todo esto sin pretensiones de epatar, sin esnobismo ninguno, por el genuino interés de probar a vivir de una manera nueva, más acorde con su manera de sentir. Por el deseo, quizá muy americano desde Thoreau, de vivir una vida verdadera y no descubrir al morir que no habían vivido, pero esta vez en las calles y las costas de Europa. Acabamos por intuir cómo los devenires de las sociedades tienen su germen en cosas aparentemente pequeñas, en revelaciones en lugares lejanos, y que quizá la profunda influencia norteamericana en Europa no comenzó al acabar la segunda guerra mundial, sino que viene de antes y por vías inesperadas.
El relato es muy animado y luminoso, inspira muchas ganas de vivir y ensayar cosas nuevas, provoca un nuevo asombro por hechos que ya conocemos, pero hay algo que se menciona en el prólogo y que cubre toda la lectura con su sombra de nube negra. Es la muerte de dos de los hijos del matrimonio. Vamos recorriendo con ellos la década de 1920, idílica, chispeante, pero sabiendo algo que ellos ignoran y es que algo terrible va a pasar. Parece todo imaginado para una novela, pero ocurrió de verdad en unos años en los que se fundaron muchas cosas que aún están vivas. Vivir bien es la mejor venganza, por cierto, es un epigrama de George Herbert. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).