Acceder a los libros del argentino Ángel Bonomini (1929-1994), tanto a sus cuentos como a su obra poética, se había vuelto tarea difícil aun en su país natal. La reedición de Los lentos elefantes de Milán viene a paliar el olvido. Publicado originalmente en 1978, Los lentos elefantes… es a grandes rasgos un libro “neofantástico”, si se tiene en cuenta la inteligente definición de Italo Calvino: “En el siglo XX se impone un uso intelectual (ya no emocional) de lo fantástico: como juego, como ironía, como guiño, pero también como meditación sobre los fantasmas o los deseos ocultos del hombre contemporáneo”.
En efecto, en los diez relatos de este libro los hechos más enigmáticos, narrados mediante una prosa sencilla, de frases a menudo cortas y dinámicas (“Golpeamos. Nadie respondió. Abrí.”), producen en los personajes casi cualquier reacción salvo la sorpresa: “Sin asombro, como si el hecho respondiera a un orden rigurosamente preestablecido…”, puede leerse en un cuento.
En el primer relato del libro, un viajero ve por las calles de Milán un desfile de elefantes. El narrador es poco fiable. Para colmo una niebla invade la ciudad, mezclando y confundiendo elefantes, transeúntes y hasta edificios. “La niebla nos envolvía a todos como si fuera un tiempo detenido”, dice el narrador que al principio, razonablemente, piensa en un circo o en un zoológico. El tono es especulativo (“Milán no tolera elefantes por sus calles”), pero no conduce a ninguna conclusión tranquilizadora. La puesta en duda llega a su clímax cuando el narrador intenta comentar el fenómeno con otro hombre; éste lo mira fijamente y le pregunta de qué elefantes le habla.
Si un clima inquietante atraviesa estos cuentos es porque no hay intención en Bonomini de explicar lo fantástico, al menos no la intención de abrazar una explicación única o definitiva. Frente al “fantástico razonado” del que hablaba Borges en referencia a Bioy Casares (admirador de Bonomini), o frente al “fantástico cotidiano” que supieron cultivar Cortázar y Silvina Ocampo (y del que “Proyecto de sueño” es acaso el único ejemplo aquí), Bonomini contrapone una suerte de camino paralelo: una mirada lírica, un “fantástico existencial”, si cabe el término.
Muchas veces onírica (“Hay que ir a Laar”, “La cama del capitán Burns”), la prosa de Bonomini podría tildarse de metafísica, por qué no de mística. El narrador de “Páginas finales”, un loco, es capaz de ver “la sacralidad de las cosas”. El narrador de “Diario de mis retratos” afirma que “el arte sirve para entrever a Dios”. El cuento que da título al libro concluye diciendo que “todo, cualquier cosa, cualquier acontecimiento, no es más que una velada metáfora de Dios”.
La idea de viajar y la idea de “mirar como por primera vez los objetos” reaparece obsesivamente. Como todo escritor cuya obra escapa del naturalismo, Bonomini trabaja en torno a “lo que los ojos no saben ver”, y contrapone el misterio a la realidad.
“Después de Oncativo”, tal vez el mejor cugnto, sintetiza e ilustra lo antedicho en la historia de dos presos que deben compartir celda. Uno de ellos, Vega, pasa los días escribiendo. El otro, Alcácer, lo envidia. “Con el tiempo advirtió que Vega era libre”, escribe Bonomini. “Era dueño del mundo […] mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad”.
Eso mismo, desafiar la “estrecha realidad”, podría ser la divisa estética no sólo de este libro sino de buena parte de los cuentos de Los novicios de Lerma (1972) o, sobre todo, de los muy logrados microrrelatos del Libro de los casos (1975). En suma, Bonomini sabe y logra hacernos palpar que “las dulces y sutiles interrelaciones de las cosas son los cimientos de la fascinación del mundo”. –
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