Memoria del Holocausto

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Tadeusz Borowski, Nuestro hogar es Auschwitz, traducción e introducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg y Sergio Trigán, Alba, Barcelona, 2004, 220 pp.

 
     Wolfgang Koeppen, Anotaciones de Jakob Littner desde un agujero bajo tierra, traducción de Lidia Álvarez Grifoll, Alba, Barcelona, 2004, 144 pp.

 
     Michal Grynberg, Voces del gueto de Varsovia, traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg y Sergio Trigán, Alba, Barcelona, 2004, 452 pp.

 
     Auschwitz resume hoy en un solo nombre y lugar la criminalidad más extrema del siglo XX o, si se prefiere, ampliándolo espectralmente, la criminalidad más perfecta y eficaz de todos los tiempos. Una criminalidad específica debida al régimen nazi que en nuestra época se ha convertido en un libro en carne viva, continua y progresivamente abierto, escrito y reescrito por estratos y por capas cada vez más espesas y profundas. Lección para el futuro, advertencia en momentos de pánico y pesimismo, lugar del no reposo y de concentración de las peores y más siniestras pesadillas, espacio reclamado una y otra vez como esperanza de la paz definitiva, punto simbólico elegido para encuentros y conmemoraciones oficiales. Europa cedió para su horror y tormento eterno parte de su suelo para la práctica continuada y metódica de aquel crimen industrializado. A la vez, de forma incomprensible, no hizo nada efectivo para remediarlo mientras estaba sucediendo. George Steiner, en su ensayo Lenguaje y silencio (Gedisa), lo llama el “sucio enigma” jamás aclarado: “El hecho de que ni la RAF ni las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos bombardearan los hornos crematorios y las vías férreas que llevaban a los campos de la muerte después de que llegara una sustancialinformación sobre la Solución Final a Londres desde Polonia y Hungría y después de las desesperadas súplicas transmitidas por elementos de la clandestinidad polaca, sigue siendo un sucio enigma”.
     Auschwitz sería liberado por el Ejército Rojo el 27 de enero de 1945. Hoy lo reconocemos como un centro ya para siempre, o para todo aquel que se acerque hasta allí o lo visite a través de testimonios, solemnemente dedicado a la memoria. Pero será también, conforme pasen los años, incesantemente, el lugar originario de esa nueva, indecible e imposible palabra posAuschwitz (“somos homo sapiens posAuschwitz”, dirá de nuevo Steiner) que por fuerza tornará en ocasiones todo increíble e irreal, como bien calcularon y advirtieron los verdugos: “Nadie os creerá”. Cualquier aproximación a la realidad hasta entonces conocida tendría que pulverizarse. Así lo explica el escritor polaco Tadeusz Borowski: “Convivo con lo inverosímil y lo inexplicable, junto al crematorio”. Es el lugar de la vergüenza y del recuerdo tatuados en pieles que aún hoy ruedan por el mundo, sin enterrar, escapadas del exterminio absoluto que planeó Hitler y que Heinrich Himmler formuló así, el 4 de octubre de 1943, ante los generales de las SS: “Este tema debe ser abordado entre nosotros con toda franqueza, pero no haremos mención jamás de él en público. Hablo de la liquidación de los judíos, de la exterminación de la raza judía. Es una cuestión de la que habría que hablar libremente […] Es nuestro programa y tenemos que aplicarlo”. Será, sobre todo, lugar del imposible olvido. Ese terrible legado es el que tendrán que afrontar los salvados, judíos o “arios”, según las pervertidas clasificaciones del sadismo nacionalsocialista. Todos ellos sufrirán una segunda muerte prolongada, cada vez que se pongan a recordar. Una pena supletoria al oír de nuevo “los susurros que salen de las profundidades del infierno”, como decía también Steiner. A la célebre y conocida culpabilidad del sobreviviente se tendrá que añadir, en palabras del premio Nobel de Literatura Imre Kertész, otra más: “La angustia del posible olvido”. Esta angustia, añade Kertész, “fue más allá de los horrores, de las vidas y muertes individuales, de la insaciable necesidad de justicia; está impregnada desde el principio de una suerte de sentimiento metafísico”. Incluso partiendo de gente derrotada, de gente que se abandonaría con gusto en el peor de los casos a la muerte o a “levantar la mano sobre sí mismo”, como decía Jean Améry; incluso encarnándose en hombres y mujeres corrientes que nunca tuvieron la tentación de ponerse ante un papel y escribir sus experiencias, surgirá ya incontenible “una pasión que se opone al olvido, una necesidad que crece cada vez más con el tiempo y que busca ser reconocida y finalmente incorporada por la cultura más amplia […] Una lección terrorífica que en cierta medida ya nunca podrá ser expulsada del espíritu europeo de la narración”, en palabras de Kertész, pertenecientes a su impresionante libro Un instante de silencio en el paredón: el Holocausto como cultura (Herder). Un triste género que combina la rebelión y la necesidad; el deber impuesto a uno mismo de tener que hablar y escribir pasados los acontecimientos, a posteriori, o el tener que testimoniar incluso con urgencia, en el mismo instante de la desesperación, a través de diarios escondidos en vasijas, recipientes o botellas enterradas, como será el caso de Emmanuel Ringelblum (del que se publicó no hace mucho su ya imprescindible Crónica del gueto de Varsovia, en Alba) o a través de poemas, como los escritos en yiddish y camuflados por Yitzhak Katzelson antes de su muerte, o por el húngaro Miklós Radnóti, poco antes de ser lanzado a la fosa.
     La rabia, el dolor por verse abocados a tener que volver una y otra vez a visitar el infierno, cada uno los transcribirá a su manera.

Elie Wiesel elevará una letanía repetida, amarga, del imposible olvido, en su obra La noche (El Aleph): “Jamás olvidaré esa noche, la primera noche del campo que hizo de mi vida una noche larga y siete veces cerrada./ Jamás olvidaré ese silencio eterno que me privó para toda la eternidad del deseo de vivir…” Por su parte, Jean Améry, el autor del impresionante libro Más allá del crimen y el castigo (Pre-Textos), que acabaría más tarde suicidándose como otros famosos sobrevivientes de la fábrica de la muerte que fue Auschwitz (Primo Levi, Paul Celan, Tadeusz Borowski), diría: “Todas las mañanas, al levantarme, puedo leer el número de Auschwitz grabado en mi antebrazo, lo cual toca a las raíces mismas de mi existencia. Aún más: no estoy seguro de que eso no sea mi existencia entera”. También Primo Levi experimentaría esa invasión absoluta del infierno no cancelado, del infierno como vida única y posible en lo que le quedara de existencia posterior, incluso en las horas de sueño y de abandono de la conciencia : “Al ir avanzando el sueño, poco a poco, todo cae y se deshace a mi alrededor. Todo se ha vuelto un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y sé que lo he sabido siempre: estoy otra vez en el Lager y nada de lo que había fuera del Lager era verdad” (La tregua, El Aleph).
     Como sucede en el caso de los más grandes maestros de este género terrible, a duras penas soportable, y en ocasiones incluso difícil de ser creído, que se instituyó por fuerza una vez acabada la guerra, llevando el nombre de “literatura del Holocausto” en unos casos y en otros simplemente “literatura de Auschwitz”, existe un antes y un después tras leer al poeta y narrador polaco Tadeusz Borowski, que se suicidaría en 1951, a los 29 años. Borowski era todavía estudiante cuando su país fue ocupado por los alemanes. Arrestado en una redada a comienzos de 1943, fue internado en Auschwitz y más tarde en Dachau. Los estremecedores, terroríficos relatos ahora traducidos a nuestra lengua con el título de Nuestro hogar es Auschwitz (algunos de los cuales servirían de inspiración para la película de Wajda Paisaje después de la batalla, de 1970) son difíciles de olvidar para todo lector que los haya tenido entre sus manos. Amparado en un estilo seco, inconmovible, en ocasiones violento y cínico, de sarcástico humor negro, Borowski expresa, con todo el horror concentrado a veces en muy pocas líneas, la degeneración y el desmoronamiento más absoluto de los valores morales entre los prisioneros del campo. La rutina y la crueldad cotidianas en la organización de la muerte vienen desmenuzadas en sus más pequeños y banales gestos, sin apenas ningún atisbo de espanto o de percepción de lo extraordinario. Borowski revela y pone al desnudo atrozmente la pérdida de escrúpulos, de reminiscencia mínima de piedad, de cualquier huella anterior de lo humano, que era fundamentalmente el objetivo último de aquel sistema de exterminio masivo no sólo de cuerpos sino también de almas. Ya lo dijo David Rousset, el autor de El universo concentracionario (Anthropos): “Los nazis no sólo odian nuestra piel, sino nuestra conciencia de hombres”. Por su parte, el premio Nobel polaco, recientemente fallecido, Czeslaw Milosz dedicó un capítulo de su magnífico libro El pensamiento cautivo (Orbis) a Borowski. En él, hablando de los intelectuales colaboradores con el régimen dictatorial polaco tras la contienda, explicó la fanática adhesión de Borowski al comunismo como derivada de haber conocido antes el mal absoluto en el mundo, de haber sido cómplice suyo para salvarse, y de haber perdido toda ilusión o amor por el hombre, aceptando la impotencia de los seres humanos frente a las leyes inapelables de la Historia.
     Por su parte, la misma editorial Alba ha publicado otros dos volúmenes sumamente interesantes para ampliar lo que en tantas ocasiones se presenta como espeluznante documentación y pormenorización de las persecuciones y el genocidio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos los libros atañen fundamentalmente a la liquidación de los judíos, concentrados y traídos de forma progresiva, desde diversas partes de Europa, a la zona oriental del Reich, la Polonia ocupada. Por un lado, está un libro de memorias, basadas en un texto previo de un judío acomodado de Munich, Jakob Littner, que de un día para otro fue transferido a territorio polaco. Su título es Anotaciones de Jakob Littner desde un agujero bajo tierra, y curiosamente está firmado por uno de los más grandes y pesimistas narradores de la negrura y dureza de la posguerra alemana, Wolfgang Koeppen (Greifswald, 1906-Munich, 1996).

Descubierto en su día por Reich-Ranicki, que siempre lo protegió en su errática e inconstante forma de encarar la escritura, de Koeppen se ha publicado en nuestro país durante estos últimos años su espléndida trilogía “del desengaño” (Muerte en Roma, Palomas en la hierba y El invernadero, RBA). Unos libros que lo acreditan sin lugar a dudas como uno de los más singulares y, en muchas ocasiones, no suficientemente reconocidos creadores en lengua alemana del pasado siglo.
     La publicación y diversas ediciones que tuvo a lo largo del tiempo el manuscrito original de Anotaciones de Jakob Littner… responde a una historia oscura, larga y algo tortuosa, que llegó en su día a merecer una denuncia por plagio por parte de los herederos de Littner. Parece ser que al acabar la guerra el comerciante de sellos Littner llevó a un editor, Herbert Kluger, un manuscrito original con el título de Mi camino a través de la noche. Un documento sobre el odio racial. El editor se lo pasó a Wolfgang Koeppen para que lo reescribiera, dada su escasa calidad literaria. El manuscrito, ya reescrito, estuvo dando vueltas, con o sin nombre, en distintas ediciones de escaso eco, hasta que por fin apareció con un prólogo de Koeppen y el título definitivo en 1992.
     Detenido por primera vez en 1938, en Munich, Littner fue liberado por unos incrédulos oficiales rusos en 1944. Llevaba varios meses escondido en un sótano húmedo e insalubre, perteneciente a la casa de un noble fascista y antisemita polaco, totalmente arruinado, que lo había ocultado a costa de chantajearlo y sacarle todo lo que podía y más, incluso una muela de oro arrancada de cuajo. Littner, y los dramáticos acontecimientos que le tocó vivir inmediatamente después de su arresto y del momento de su expulsión de Alemania, podrían encarnar perfectamente “la tragedia de un hombre burgués y corriente”: “Me vi como nunca me había visto: amenazado, sin patria, enfermo. Mi casa, un símbolo de mi existencia burguesa, reventaba como quien dice ante mis ojos, y una tormenta soplaba expulsándome a la intemperie…” Burgués acomodado, perfectamente asimilado e integrado, con escasos vínculos con la comunidad judía de su ciudad, creyéndose ciudadano alemán de cabo a rabo, por pleno derecho, sin hacer demasiado caso de las funestas señales que habían comenzado a producirse desde 1933, Littner de repente se vio enfrentado a una grotesca comedia de humor negro kafkiano. Una situación o pesadilla repentina que lo primero que hace es otorgarle una nueva nacionalidad, la polaca, a él, que no hablaba ni una palabra de polaco y que nunca había estado “en la verdadera Polonia”. Sólo figuraba en sus documentos a causa de su nacimiento en aquel territorio, entonces austrohúngaro. Expulsado violentamente del territorio alemán, hacia ningún sitio, en un rosario interminable de huidas, presenciando las escenas más atroces de un odio profundo y salvaje fuera de control, ayudado por unas pocas personas fieles que arriesgaban su propia vida, el destino le hará acabar en el gueto de la localidad polaca de Zbaraz, de donde acabará huyendo antes de su total destrucción, para refugiarse en su estrecha tumba o sótano oscuro, como un topo acorralado.
     El otro volumen publicado recientemente en la misma editorial es un relato coral, o sea una variedad de documentos y recuerdos escritos por 29 protagonistas directos de la tragedia y el heroico levantamiento del gueto de Varsovia: Voces del gueto de Varsovia. Los testimonios, ordenados por momentos y cuestiones decisivas (la administración y organización del gueto, la “gran acción” o comienzo de la deportación, las ocasionales huidas al sector ario, los internamientos en prisiones, el levantamiento y aplastamiento de la rebelión y, finalmente, la liberación) fueron seleccionados en su día por el historiador e investigador judío Michal Grynberg (Slawatycze, Polonia, 1909-Varsovia, 2000). Al inicio de la guerra, la región donde se encontraba Grynberg quedó bajo control soviético. Más tarde, en 1942, sería movilizado y lucharía junto al Ejército Rojo. Cada uno de los relatos, de las cartas o diarios del encierro angustioso en los diversos bunkers de la ciudad masacrada significan tenaces, heroicas y pormenorizadas luchas individuales y diarias por la sobrevivencia, narradas por un abanico de personajes, judíos o no, de lo más diverso: policías del gueto, intelectuales, médicos, profesores, abogados, jóvenes de la resistencia, e incluso una niña de once años. El acercarse a estos testimonios espontáneos, a estos pensamientos íntimos, privados, no sistematizados y codificados con tecnicismos científicos y fríos de investigadores e historiadores, ofrece una ocasión única para el lector de nuestros días interesado en conocer más de cerca el enfoque y la dimensión individual de aquella catástrofe inconmensurable, como fue en su día el caso del magnífico testimonio ofrecido por Wladyslaw Szpilman en El pianista del gueto de Varsovia (Amaranto). –
     — Mercedes Monmany

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