El terror político como objeto museístico

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¿Tienen rostro los ejecutores del terror en cada momento de la historia? Muchas veces, estos rostros, al finalizar las correspondientes dictaduras o regímenes represivos, que dejaron mano libre al sadismo y a los desmanes o, si se prefiere, al cumplimiento estricto de instrucciones de todo tipo por parte de eficaces funcionarios, son inmediatamente ocultados, e ignorados por tanto por la mayoría que ha alcanzado con mucho esfuerzo la democracia en esos países duramente castigados en el pasado reciente. A fin de cuentas, según nos enseñó la “sabia” transición española, la necesidad más inmediata y urgente es la de levantar países devastados, aislados o en retroceso respecto a los de su entorno. Muchas veces todo vendrá sellado por discutibles acuerdos o leyes de “punto final” expresamente pensadas para esos negros períodos letales y aún sin cicatrizar.
     ¿Puede un espacio convertirse, simbólicamente, en un espacio y escenario reiterado del Mal, expuesto en todos sus pormenores, en carne viva, para el resto de las generaciones de un país? ¿Se puede eternizar aquella sensación de Terror Permanente? La siniestra evocación recurrente de un mismo tema, el terror como elemento de persuasión (provocar terror a la gente que pasa por delante de un lugar determinado o lograr que se estremezca al pronunciar tan sólo el nombre de una calle) se ha dado cita actualmente en un mismo enclave de la bellísima ciudad de Budapest. El número 60 de la Avenida Andrássy parece obedecer a una broma macabra de la repetición o del mito del eterno retorno: el eco de una risa que aún deben de estar emitiendo los distintos criminales, de distintas ideologías, que escaparon impunes a la justicia de su tiempo, y el eco correspondiente de tantas lágrimas y sufrimiento esparcidos por su interior, sin apenas interrupción en su día.
     Situado en una de las más bellas y aristocráticas calles de la de por sí maravillosa ciudad danubiana de Budapest, este número 60 albergó, en diferentes épocas a lo largo del siglo XX, las sedes o sórdidos centros de las policías políticas y represivas que se turnaron, alternando despiadados totalitarismos. Hace poco más de un año se inauguró en este lugar maldito para tanta gente, y en general para el imaginario colectivo húngaro, un museo, se puede decir que único en su concepción y en su género, dedicado precisamente a la memoria del terror ejercido sobre ciudadanos y opositores, con objeto de tener sometida a una valerosa y sufrida población magiar, que no pocas veces en la Historia había demostrado su orgullo patriótico y su arrojado heroísmo, sin temer o hacer caso de las consecuencias. El nombre elegido para la ocasión no puede ser más elocuente: Casa del Terror (Terror Háza).
     Andrássy es una de las más majestuosas avenidas de una de las capitales hoy más visitadas por europeos y no europeos. Su nombre proviene de un eminente y conocido hombre de Estado de la fenecida monarquía austrohúngara, el conde Gyula Andrássy. Espléndidas mansiones, cafés y edificios de gran valor artístico, como el Palacio de la Opera, recuerdan el pasado, de magnífico esplendor imperial, de finales del siglo XIX y comienzos del XX. La avenida finaliza su recorrido en una no menos imponente y monumental Plaza de los Héroes. Pero no todo es armonía y seducción de los sentidos: a partir de cierto momento del siglo pasado, el terror negro y el terror rojo, es decir, el llevado a cabo por la Gestapo durante la ocupación de la Segunda Guerra Mundial junto a sus aliados locales, los Cruces Flechadas, y el de los comunistas, inmediatamente después, escogió uno de estos emblemáticos edificios como cuartel general de uno u otro poder respectivamente. Allí instalaron sus dependencias burocráticas, sus despachos, sus salas de interrogatorio, sus celdas de confinamiento y tortura, sus mazmorras húmedas y pestilentes en los niveles subterráneos. Es decir, los distintos órganos de coerción que se sustituyeron aplicadamente en sus tareas. Todos pasaron por allí: la resistencia a los nazis, los enemigos de los Cruces Flechadas o feroces fascistas locales, los opositores a la opresión soviética, los héroes del fracasado levantamiento de 1956 contra la dominación rusa, y una larga serie de políticos demócratas, de patriotas de la más diversa especie, curas, cardenales, estudiantes rebeldes, escritores, o comunistas objeto de las purgas dentro del propio Partido…
     ¿Por qué esta voluntad determinante de repetir el terror en el mismo espacio? Una explicación posible, dentro de la mentalidad criminal que los guiaba a todos ellos, la ofreció en su día el temido jefe supremo de la policía política húngara, Péter Gábor, similar en su modelo a la Cheka y otras. Algo que, como es evidente, se convirtió en el soporte de la dictadura y su principal garantía de permanencia en el poder. Por eso, era llamada, entre ellos mismos, el “Puño del Partido”. En enero de 1945, la policía política comunista se trasladó a Andrássy 60, antiguo y terrible cuartel general de los temibles Cruces Flechadas. Cambiaron, como una advertencia, el nombre de Casa de la Lealtad por Casa de los Horrores… En 1947, Péter Gábor, su máximo responsable, manifestó cínicamente:
     “No es un accidente que hayamos requisado el edificio de Andrássy 60 para el PRO (Departamento de la Policía Política). Nosotros, que hemos vivido aquí, sabemos que los sucesos de 1944 [las matanzas más feroces de los Cruces Flechadas de Ferenc Szálasi, al que los nazis, de retirada, y ante la presión del ejército ruso, le habían traspasado el poder] tuvieron sus orígenes sobre todo en el número 60 de Andrássy. Todo lo que sucedió después del quince de octubre de 1944 emanó de aquí. Los partidos culpables deberían recibir su merecido en el mismo edificio en el que se habían dado a conocer”.
      Por otro lado, es interesante resaltar que Péter Gábor (1906-1993), el poderoso jefe de la policía política, que durante la Segunda Guerra Mundial fue uno de los líderes comunistas húngaros, a órdenes directas de Moscú, también acabaría encontrando un destino fatal dentro de sus mismas filas. Arrestado en 1953 en la vasta campaña “antisionista” (en realidad simplemente antisemita) iniciada en Rusia, fue sentenciado a cadena perpetua por un tribunal títere de los creados a diseño y a medida del régimen. Conmutada la pena en 1960, el resto de su vida lo pasó trabajando como librero y más tarde como un simple “jubilado” en Budapest.
     Hay que decir que los húngaros, actualmente, y como ya sucedió en el pasado, están destacando de forma más que notable en un amplio frente de artes visuales y de diseño. No en vano Budapest fue el centro neurálgico de una de las más vitales y espléndidas vanguardias europeas que, con los distintos exilios, esparcieron sus genios (fotógrafos, pintores, actores, directores de cine, músicos, escritores) por todas las partes del mundo. El Museo, o Casa del Terror, está basado en una filosofía simple: “la doble ocupación” de la patria magiar a lo largo del siglo XX. Ocupación de fuerzas extranjeras, alemanes y rusos, con la colaboración necesaria de húngaros adictos a esas ideologías. Para expresar y exhibir con muy originales escenografías esta idea básica, el Museo ha escogido la vía de una concepción realmente impactante, atractiva, “integratoria”: paneles, objetos y grabaciones tanto de canciones de la época como de violentos y amenazadores discursos políticos, se alternan con sobrecogedoras y sobrias instalaciones o puestas en escena de gran eficacia y sugestión. Luces atenuadas, pasillos angostos y fotografías en los muros se alternan con la reconstrucción fiel de espacios originales (el despacho del jefe máximo de la policía política comunista, Péter Gábor), con salas dedicadas a la propaganda cotidiana efectuada por todos los medios (radio, anuncios, periódicos) o con salas de tortura e instrumentos para llevarla a cabo colgados tenebrosamente en la pared. Se ha realizado asimismo una estremecedora reproducción de las celdas de castigo y de las de interrogatorio. El visitante asiste a una narración histórica de la represión continuada y masiva, en la que ocupan un lugar primordial salas excelentemente documentadas en memoria de las numerosas víctimas habidas a partir de la ocupación nazi: los 437,402 judíos húngaros deportados en tan sólo dos meses del año 1944 a Auschwitz y a otros campos, de los que la mayor parte no volverían; los aproximadamente 700,000 húngaros enviados a Gulags soviéticos, al finalizar la guerra; los internados en campos de trabajo o de reeducación húngaros, durante los años más duros de la implantación de la dictadura comunista, principalmente los años cincuenta (años en los que el eslogan preferido de la AVO, o fuerzas de la policía política, era “no los vigiléis tan sólo, ¡odiadlos!”); los caídos en la revolución del cincuenta y seis, entre los que se cuentan 2,600 muertos, 230 ejecutados (entre ellos, el antiguo primer ministro Imre Nagy, junto a sus colaboradores), así como unos 20,000 ciudadanos sentenciados a diversas penas. La dramática diáspora posterior a estos hechos sangrientos supondría la emigración de 200,000 húngaros fuera de sus fronteras, de los que sólo regresarían 11,000 aproximadamente.
     La visita concluye con la más polémica propuesta o escenificación. Un auténtico muro de la vergüenza: The Perpetrator’s Wall, en su traducción inglesa. El muro de los culpables, de los que perpetraron la tragedia continuada. Ahí, revueltos indistintamente, están los retratos de nazis húngaros, de interrogadores sádicos de la policía, de funcionarios de la doble represión, de oficiales y mandos militares, de los que les apoyaron desde distintos focos de poder, de los que tomaron parte en los crímenes, de los que dieron las órdenes, sancionaron decisiones o las apoyaron como instigadores. En los textos elaborados por el Museo, la explicación a esta espinosa decisión que pocas posdictaduras —o ninguna— han asumido como tarea de pacificación o reconciliación nacional, llamada a sustituir el espíritu corrompido y envenenado de los tiempos sombríos, es clara: “Sus actuaciones durante los primeros tiempos o posteriormente en sus carreras no los absuelve de su responsabilidad personal…”. Y es entonces el momento de volver a las preguntas iniciales: ¿Debe tener rostro, y un nombre concreto, el terror, para desgracia de sus herederos, cargados con un ominoso y no solicitado “pecado original”? ¿Cómo tiene que hacerse una transición? ¿A la española, sin nombres ni retratos exhibidos en público, perpetuados eternamente gracias a los infames, unos infames siempre individuales y no colectivos ni “genéticos”? ¿Es lícita la revancha eternizada en un museo, a la vista de todos? ¿Es sano construir así las democracias, con culpabilidades directas, no recurribles en ningún tribunal, ya que se han establecido en terroríficos juicios mediáticos y de la sociedad morbosa del espectáculo? Preguntas que, es de imaginar, se están haciendo ahora muchos otros, desde polacos a balcánicos. Por otro lado, en el colmo de la incoherente frivolidad, ante tanto rigor severo para algunas cuestiones, los ojos del visitante chocan con un último y esta vez sí que indudablemente lamentable espectáculo. Toda suerte de fetiches (llaveros, pisapapeles, objetos humorísticos) con las esfinges de los principales ideólogos y perpetradores del terror y de millones de víctimas durante la etapa comunista, se venden alegremente en la tienda de un museo de apariencia “seria” e histórica. A un italiano no dejaría de chocarle ver comerciar con el rostro de Mussolini, o a un español con los de Franco y Queipo de Llano. Quizá en esta feria de la confusión, de envoltorio tan seductoramente presentado, hubiera sido más lógico exaltar los rostros (éstos sí muy memorables) de las verdaderas víctimas o de los ejemplos morales para las futuras generaciones húngaras, del estilo del poeta masacrado Miklós Radnóti, del ajusticiado Imre Nagy, del escritor disidente y exiliado Sándor Márai, o del largamente perseguido, cardenal Mindszenty. –

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