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La escena es tan hermosa que provoca náuseas.
Un hombre –o una mujer, da lo mismo– afina su perfil en Facebook.
O envía un sms.
O seduce a un adolescente en –digamos– Second Life.
Mejor: un hombre lee un texto, un texto cualquiera, en internet.
Un hombre lee un texto en internet y una frase lo arrastra a la siguiente y, de pronto, un link lo dispara a otro texto, profusamente ilustrado, que no tarda en rebotarlo a un blog que reproduce un video, copiado de otro sitio, para terminar comprando, nueve o dieciséis clicks más tarde, un boleto de avión –o una computadora más potente– en un inesperado pliegue de la red.
Lo hermoso: cuando el hombre vuelve a la cama, tiene a su lado, sobre el buró, una anacrónica novela costumbrista. O, ay, romántica. O elementalmente histórica.
Eso le gusta: que los libros contemporáneos no lo parezcan. Que todo cambie pero no la literatura. Que las obras literarias, buenas o malas, se mantengan lineales, sucesivas, coherentes, humanistas, reconfortantes, reaccionarias.
Ese hombre es, por lo pronto, casi todos los hombres.
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¿Qué hacer? Esta pregunta debería flotar pesadamente en los pasillos literarios. ¿Qué hacer: escribir las obras desfasadas que el público medio demanda o intentar otra cosa? ¿Qué hacer: continuar produciendo libros o practicar una escritura que rebase los bordes del libro? ¿Qué hacer: defender una tradición ilustre o ponerse –no sin enojo– a la hora del mundo? ¿Qué hacer: Literatura –así: con mayúscula– o una escritura que, para decir mejor el presente, renuncie incluso, sobre todo, a lo literario? ¿Qué hacer: novelas capaces de comunicar todavía la cartilla humanista o aceptar que algo ha cambiado y ejercer, para decirlo de algún modo, una escritura posthumanista?
Sería absurdo exigirle a todo escritor una respuesta.
Es necesario que toda escritura esté consciente de estas disyuntivas.
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Lo primero que debe decirse –y de paso: aplaudirse– de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es que el hombre está decidido. En vez de dudar, responde. No, no es posible escribir hoy como se escribía hace cuarenta o doscientos años. Sí, sí hay manera de escribir otra literatura ¿Cómo? Antes de intentar demostrarlo, sus dos libros de narrativa se obstinan en convencernos de que algo grave ha ocurrido. Las múltiples citas sobre cibernética, física y tecnología recogidas en Nocilla Dream están ahí para señalarnos: las cosas han cambiado drásticamente y la Literatura, por carambola, ha envejecido. Los fragmentos de entrevistas y de noticias pop reunidos en Nocilla Experience insisten: las cosas se transformarán violentamente y, a menos que algo se modifique en la escritura, la literatura no hallará espacio en la nueva realidad. Escribe, finalmente, Fernández Mallo: “antes creábamos desde el conocimiento, ahora desde la información”; hemos pasado “de una metafísica del pincel a una metafísica del pixel”.
¿De qué tratan ambos libros? Me temo que la pregunta correcta sería: ¿cómo están construidos? Tanto Nocilla Dream como Nocilla Experience están construidos fragmentariamente: hay cabos de historias, digresiones truncadas, trozos de otros textos. Nada avanza, crece y se consuma porque todo está allí sólo un momento: cuando algo empieza a fijarse, cambia el tono, el personaje, el escenario. Se ha hablado, para explicar la disposición de los fragmentos, de rizomas y de zapping. Podría hablarse, también, de internet: ambas obras parecen imitar, todavía lerdamente, los procedimientos de la red –la oferta simultánea de textos diversos, la información desprovista de contexto, la escritura de posts y no de obras. ¿Que qué libro es mejor? Tres respuestas: 1) el primero: porque sus citas son más contundentes, y sus anécdotas, más atractivas; 2) el segundo: porque, a pesar de ofrecer una suerte de desenlace, es más opaco y, por lo mismo, más radical, menos literario; 3) ambos o ninguno: porque los dos libros son, salvo diferencias de gradación, semejantes.
Es posible que la diferencia más significativa entre un libro y otro no sea literaria sino editorial: Nocilla Dream se publicó, luego de un puñado de rechazos, en el sello independiente Candaya; Nocilla Experience, con bombo y platillo, en Alfaguara.
¿Importa? A menos que se piense que la literatura es tan banal como la repostería, claro que importa. Los libros, además de crear significados, inciden sustantivamente sobre lo real: afirman ciertas inercias, se oponen a otras. ¿Qué significa, entonces, que el trabajo de Fernández Mallo, uno de los más radicales del idioma, se edite en la misma casa editorial que publica a Clara Sánchez y Marcela Serrano? Dos opciones: a) que los escépticos tienen razón y ya no es posible recuperar el ánimo subversivo de las vanguardias, sólo su voluntad experimental; b) que la subversión es todavía posible y su nombre es, como quería Julia Kristeva, abyección: roer desde dentro, aprovechar los medios de distribución ya creados para dinamitar sus pilares.
Sería absurdo exigirle al lector una respuesta.
Es necesario que esté consciente de esta disyuntiva.
4
Aquellos que devoran novelas, absténganse. Estos libros no se devoran; ni siquiera se leen sostenidamente. Antes que obras, hay fragmentos: atisbos de historias que se esfuman cuando apenas empezamos a leerlos. Antes que fragmentos, proyectos: no trozos de anécdotas sino posibles arranques de historias, planes narrativos, ideas. Para decirlo de otro modo: hay algo decididamente conceptual en los libros de Fernández Mallo. Para empezar, importa menos su elaboración, el trabajo, que su intención, el concepto. La tensión literaria –si la hay– no descansa en la prosa ni en la factura de los personajes ni en ninguna de las partes más o menos tangibles de la obra; reside en el proyecto. Vale lo mismo, por ejemplo, la parte narrativa que el breve epílogo, capaz de esbozar una poética, o que los ensayos teóricos que antecedieron a estas obras. Vale más el proyecto –la concepción de la trilogía Nocilla– que lo que valdrán, cuando aparezca la última obra, los tres libritos.
Salvador Elizondo: “todo proyecto realizable es un proyecto impuro”.
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Dos digresiones.
La primera: ante este tipo de obras, los lectores ortodoxos suelen acusar: ¡formalismo, formalismo! Si uno les presta atención, lo que parecen querer decir es que estas obras, obsesionadas con sus propios mecanismos, dicen apenas nada. Señor, señora: ocurre justo lo contrario. Quienes se obstinan en pulir sus piezas y se regodean con las convenciones heredadas –muchas de ellas ya desprovistas de sentido– son los narradores más tradicionales, autores de un arte relamido. El arte progresista, por llamarlo de algún modo, cree, ha creído siempre, en la expresión. Su estrategia: renunciar a las viejas formas para crear otras capaces de decir el presente. Su propósito: fundar un nuevo realismo, y después dinamitarlo.
La segunda: ante este tipo de obras, los lectores más astutos suelen vociferar: ¡pero si no hay nada nuevo aquí! Para ejemplificar, podrían decir que el afán de Fernández Mallo de fundir ciencia y literatura no es novedoso, como tampoco lo son los fragmentos ni el zapping ni las citas concebidas como ready-mades. Señor, señora: tiene usted razón –hay ecos de Raymond Roussel y Marcel Duchamp y, digamos, David Markson y Mario Bellatin en las obras de Fernández Mallo. Señor, señora: usted se equivoca –el arte progresista no está obligado a ser nuevo sino actual. No importa si se apela a una tradición; importa que esa tradición todavía signifique. No importa si uno abreva de este o aquel autor; importa que esos autores estén vigentes. ¿Todo esto –la escritura conceptual y posthumanista– ya se hace en otras partes, en otros idiomas? Así está bien: abollemos nuestra tradición como otros abollan la suya. Que algo –un juego, un atentado– haya sido ya practicado en una literatura no supone que no deba ser ejercido al interior de otra. Por el contrario: hay que hacerlo. Renovadamente. Piénsese, para no pensar demasiado, en el Boom latinoamericano, que exportó a destiempo, pero por fortuna, las técnicas de cierta literatura anglosajona. No se piense, mejor, en el Boom. ¡Mierda!
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“El arte que avanza hacia lo desconocido, el único aún posible, no es ni jovial ni grave; pero el tercer término está oculto, como si estuviera sumergido en la nada cuyas figuras describen las obras de arte progresistas.” (Theodor W. Adorno) ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).