Director plenamente consolidado ya en el panorama cinematográfico europeo, Jonás Trueba no solo es dueño de un estilo propio que matiza y refina en cada una de sus películas, sino que es un cineasta inclinado a la reflexión y la escritura: un madrileño afrancesado en el mejor sentido de la palabra. Así lo atestiguan su desempeño como editor invitado en el sello Caballo de Troya, su novela Las ilusiones o las referencias literarias e intelectuales que pueblan sus filmes: de E. H. Carr a Peter Sloterdijk, pasando por Stanley Cavell o Sôren Kierkegaard. Pero que nadie se asuste: Trueba nunca es plomizo. Y las virtudes que adornan su obra están presentes en El viento sopla donde quiere, volumen que ha publicado Athenaica bajo los auspicios del también afrancesado Alfonso Crespo, principal responsable de la excelente colección que la pujante editorial sevillana viene dedicando al séptimo arte.
Tal como se explica en el prefacio, los textos aquí reunidos fueron escritos en su mayor parte antes de que Trueba estrenase Todas las canciones hablan de mí en el año 2010; el título del libro es el de un blog que el autor empezó a inicios de 2008 y mantuvo vivo durante cinco años. Pese a alguna ocasional afectación juvenil, son piezas lúcidas y fluidas; asistimos al proceso de maduración de un artista que ya exhibía una encomiable autonomía de juicio. Trueba señala que estas páginas son testimonio de una época en la que iba mucho al cine, por lo general con buenos amigos; son los años de la crisis financiera que golpeó a España con dureza y se entiende por ello que el autor encontrase en las películas “una inspiración, un refugio o una tabla de salvación; a veces una forma de reconciliarse con la vida”. De ahí que el libro tenga algo de Bildungsroman e incluso sirva como espejo al lector que frecuentase las salas de cine durante aquellos años: del libro disfrutará el doble quien conozca las películas de las que se habla, aunque no solo se hable de películas ni se hable solo de las que se estrenaron entonces.
Acierta Trueba reorganizando los textos sin atender a su cronología, agrupándolos en unas categorías de fronteras difusas –Iluminaciones, Ventoleras, Melancolías, Homenajes– y limitándose a corregirlos en lugar de reescribirlos. Huelga decir que el libro carece de afán exhaustivo; el autor habla de lo que vio y de lo que se le ocurrió, de lo que estaba de actualidad y de lo que nunca deja de estarlo, percatándose solo después de las clamorosas ausencias y los olvidos imperdonables. Pero es que incluso en diccionarios fílmicos tan imponentes como el firmado por David Thomson –aún pendiente de traducción a nuestra lengua– se echa de menos a figuras como Mikio Naruse, Luigi Comencini o Jacques Rozier: nadie es perfecto. A cambio, el lector tiene la oportunidad de conocer los amores y desamores fílmicos de Trueba, quien acaso sin quererlo destila en estas páginas una poética personal que nos ayuda a comprender mejor su cine. Ya se ha dicho que el director madrileño hace películas muy personales, resultado de la asimilación creativa de un conjunto de influencias que cualquier cinéfilo puede discernir; conviene añadir que su sensibilidad no está reñida con la reflexión, sino que se alimenta de ella. Trueba ha dedicado tiempo a pensar sobre lo que sea o deba ser el cine; o sobre lo que el cine es para él. Y lo ha dejado por escrito.
Señala el autor que siempre tuvo la sensación de haber llegado tarde a un medio de expresión cuya historia parecía cerrada ya a finales del siglo pasado; solo se liberó de esa carga cuando dejó de aplicar al cine de ahora mismo los cánones de otras épocas. Aunque eso no le impide escribir que conocer a Jonas Mekas en Madrid fue como encontrarse con John Ford; Trueba conoce al dedillo la historia del cine. Tiene modelos reconocibles y los considera vivos: “Renoir es el cineasta al que todos los buenos cineastas se acaban acercando tarde o temprano, cuando comprenden que el cine es algo inaprensible que no obedece a reglas ni fórmulas de ningún tipo, y que se trata de abrir las ventanas.” De ahí que separe a los cineastas obsesivos –como Hitchcock o Kubrick o Fellini– de los “excursionistas” que descubren la película mientras la hacen: de Hong Sang-soo a su querido Truffaut, a cuyo cine imperfecto dedica un texto lleno de sabiduría. No es una distinción infalible: que Rohmer preparase sus películas meticulosamente puede sorprender a quien trabe contacto con ellas y el propio Trueba señala que el cerebral Hitchcock es un romántico de primera.
Por razones parecidas, recela de las películas que quieren demostrar una tesis y de aquellas que se solazan en los lugares comunes: prefiere Conocerás al hombre de tus sueños a la aplaudida Match Point y vota por Alexander Payne frente a Christopher Nolan. Tiene querencia por el cine que trata de captar la vida cotidiana y los conflictos ordinarios de la gente común, como sucede en los filmes de Edward Yang, los hermanos Dardenne, Richard Linklater o Mia Hansen-Løve; cultiva a diaristas como Mekas o David Perlov, quien dejó dicho que “filmar la vida es aprender a vivirla”. ¿Tenía razón? Trueba se rinde asimismo a la inagotable polisemia de Copia certificada, confiesa su devoción por El día de la marmota y acierta al reivindicar Il caimano, la película de Nanni Moretti sobre la imposibilidad de rodar una película sobre Silvio Berlusconi. Hay mucho más: Godard es sagazmente identificado como un pintor antes que como un intelectual (“a veces da la sensación de que quiere seguir practicando la insumisión cuando ya no hay servicio militar obligatorio”); se repasa el cine español de aquellos años con una mirada cómplice y curiosa; se evoca al Nicholas Ray que hizo con sus estudiantes We can’t go home again sin que Trueba pudiera saber que un día iba rodar con los suyos la singular Quién lo impide.
Tampoco se rehúye, por cierto, la controversia política: además de preguntarse por la moralidad de los cineastas que trabajan en Irán, contrastando los casos de Asghar Farhadi y Jafar Panahi, Trueba denuncia la represión de la homosexualidad en Cuba a través del ejemplo de Néstor Almendros. Y no faltan piezas de inspiración más lírica, donde el autor se entrega con excelente prosa a la rememoración o medita sobre los vínculos del cine con la vida; huelga decir que ambos se entremezclan sin remedio en su vida y en su obra. Dice incluso que “otorgamos al cine una dimensión crucial, oracular, en nuestras vidas”; o, al menos, lo hacemos mientras somos jóvenes. Se trasluce así a lo largo de todo el libro una pasión abierta y generosa, que celebra la discrepancia inevitable y renuncia de antemano a cualquier ejercicio de crueldad valorativa: ya que “todas las películas son frágiles y un poco ridículas”, escribe, limitarse a criticarlas es “una gimnasia demasiado fácil”. Por lo general, Trueba prefiere resaltar lo que hay de valioso o interesante en ellas, aunque no se prive de señalar aquello que más le disgusta: del tremendismo de cierto cine europeo a la vacuidad de buena parte de la producción hollywoodense.
Estamos, en suma, ante un libro recomendable para los amantes del cine e imprescindible para los seguidores de la obra de Trueba; como los mejores de su género, está lleno de observaciones felices y pistas a seguir. No es frecuente, por cierto, que los directores españoles se sienten a escribir: una razón más para saludar la aparición de El viento sopla donde quiere. ¡Y que lo siga haciendo! ~