Poéticas del vacío, de Hugo Mujica

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LA ESPERA, EL INVITADOHugo Mujica, Poéticas del vacío, Madrid, Trotta, 2002, 133 pp.Cada vez se confirma de un modo más cierto que necesitamos imágenes para configurarnos: iconos, modelos, emblemas en los que, como hombres que deben ser percibidos para ser, nos reconozcamos.
     El último y más misterioso libro de Hugo Mujica, Poéticas del vacío, desgrana algunas y, entre ellas, la imagen de aquel huésped en un poema de Paul Celan que, llegado de la noche, pide alojamiento. El tipo de reconocimiento y de invitación que nos reclama nos delimita más a nosotros que a él mismo. Porque él, el invitado, parece, en el gesto exacto de verse recibido, un forastero que nos atañe y, en esa medida, nos hace, nos da rostro. Él es la representación de nuestra acogida, de una disposición abierta y hospitalaria nuestra que, para Mujica, cifra incluso la disposición más propia de la escritura.
     Igual que un anfitrión atento, cualquier poema no es sino la recepción en la noche de algo ignorado, nace siempre de una visita, es el espacio y la mesa dispuesta donde se recibe. Y no existe sin ese acercamiento de lo otro y ajeno en este lugar de aquí, sin esa aparición intempestiva, sin que algo venga. No importa, por otro lado, qué sea lo bienvenido —ni la vieja inspiración romántica ni la mostración clásica de la musa ni la expresión liberada del inconsciente ni ningún otro espejismo parecido—, lo que importa es esa tensión ofrecida del verso, importa su condición de espera. Desde esa consideración de Mujica, es la espera el estado natural lírico, su movimiento, su condición inexcusable, una condición que construye el poema a la vez que lo obliga. "O sea, yo recibo eso que voy a plasmar, pero lo recibo plasmándolo, porque ahí hay un acto donde se pierden el sujeto y el objeto".
     Imaginemos entonces en qué territorio potencial y extraordinario se convierte, en qué "paisaje de la posibilidad", el paisaje y el territorio disponibles de todas las llegadas. Y si en esta definición del texto alienta un cierto aire casi epifánico o mistérico, no es menos la relevancia de que la recepción, como actitud inexcusable y previa a la escritura, se ve investida. Para Hugo Mujica, no se puede escribir sino desde la lectura —la lectura es también una llegada de lo otro— y, según eso, su libro resulta del tejido irruptivo de muchas voces.
     Huidobro, San Juan de la Cruz, Benjamin, Blanchot, Eckhardt, Char, Zambrano, Weil actúan como visitantes impensables que desencadenan el vuelo anónimo de la redacción, una redacción sin pretensiones autorales y testigo declarado, a través de su dispersión y de su ofrecimiento, de esa muerte individual del yo enunciativo que ya percibiese Foucault y de la que Mujica se vuelve confeso heredero.
     Los autores que este poeta frecuenta, sin embargo, como ese huésped que, recogido, nos significa, sirven antes de nada para su personal caracterización: de Heidegger a Levinas, pasando por Paul Celan o los presocráticos, son nombres disidentes, con un punto de contradicción y de discordia respecto a la tradición metafísica occidental de la presencia y del sentido. Es más, ponen en duda ambos. El poema se levanta sobre un inmenso vacío, sobre la nada de la que da testimonio y en la que aguarda, como un centinela desesperanzado y aun así resistente.
     La poesía es un ejercicio de una exigencia absoluta, parece pensar Hugo Mujica, como es exigente el producto que surge de estas disposiciones, esta poética que es un texto abierto, pleno de todas las posibilidades y no anclado en ninguna. Más que un producto, se diría que el libro es una serie de actitudes, una escritura a la expectativa y un ejercicio límite en el que se nombra lo ausentado, lo imprevisto, lo que está por aparecer.
     Igual que la marca de un paso —marca de ese contacto efímero del pie en la arena e indicio desolado de la pérdida de ese contacto—, el poema funciona como una huella, señala que algo estuvo, lo testimonia; y señala a la vez que eso se ha marchado. El poema queda en lugar de la visita y del huésped, esperando.
     Por eso la poesía es un decir de ausencias, un decir desde lo hueco y desde el deseo. De ahí el privilegio y la preeminencia que, en la consideración de Mujica, ostenta respecto a otros decires, incapaces de hablar de lo que no está. De ahí que se exprese donde otros discursos callan. Es lo que Bachmann parece descubrir en Hölderlin: la escritura poética principia donde la filosófica claudica.
     Pero Mujica escribe desde la indeterminación de todas las afirmaciones, desde la espera misma de todo y de cualquier cosa —tanto desde la espera del sentido como desde la espera de la ausencia de ese sentido— y mantiene este juego de ilusiones que el texto suscita, no fijándolo en categoría alguna. Lo consigue proponiéndose una curiosa y sorprendente mezcla de lírica y metafísica, no habitual en la producción literaria castellana que desconfía de esas hibridaciones, como de un mestizaje no cumplido ni nunca bien resuelto en lo que a cada uno de sus componentes se refiere, ni plenamente poético ni sustanciosamente reflexivo.
     Mujica, no obstante, en uno de los textos suyos más hermosos y más raros que se han publicado, enlaza la imagen con la sentencia, el aforismo con la metáfora, el mito con el logos. Los armoniza en un libro enteramente dispuesto y disponible, un libro expectante y hambriento. Porque el hambre o la sed, recurrentes en la obra de Hugo Mujica en tanto anhelos desde los que todo parte, se manifiesta ahora con más exigencia que nunca. El huésped llama a la puerta del poema con toda la potencia de registros y de inminencias que ese toque abre. El nuevo libro —un libro arriesgado y, por lo mismo, esencial y esenciado— de Mujica relata cuánto y con cuánta necesidad se le aguardaba. –

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