Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, de J.L. Ferris

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José Luis Ferris, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, Temas de Hoy, Madrid, 2002, 525 pp.

El legado vivo de Miguel Hernández

Miguel Hernández murió joven y como un mártir del franquismo, y así se convirtió inmediatamente en un clásico y se consolidó en pocas décadas como objeto de estudio. Ese cimiento de investigación, asentado ya en los decenios finales del pasado siglo, tenía a su disposición el testimonio directo de personas que, habiéndolo conocido, seguían vivas; pero al mismo tiempo, la reserva de aquellas que tuvieron con él una relación de mayor intimidad excluía documentos primordiales, y los estudiosos se sentían inducidos a silenciar cuestiones indudablemente documentadas pero que resultaba inconveniente airear por elementales deberes de respeto y humanidad. Últimamente se ha ido produciendo el agotamiento biológico de la generación de Miguel Hernández; con ello ciertos obstáculos han desaparecido, y han pasado al dominio público documentos antes custodiados en archivos privados. Integrando testimonios vivos e impresos —muchos de ellos publicaciones locales de difícil acceso—, y revisando epistolarios, hemerotecas y archivos, ha resultado esta biografía, que como obra de síntesis será de difícil superación, aunque siempre esté abierta, como cualquier otra, a nuevos matices, episodios o interpretaciones.
     Para comprender la primera de las etapas de la vida de Hernández es de gran ayuda la reconstrucción del ambiente de la Orihuela del primer tercio del XX, con sus personajes y personajillos, sus espacios físicos, sus lugares de reunión y encuentro y sus ámbitos culturales y lúdicos. Se desvanece el tópico del absoluto autodidactismo de Miguel, que estuvo escolarizado de los cuatro a los catorce años y obtuvo notables éxitos como estudiante; y se abunda en el carácter conservador de su educación, debido a la Compañía de Jesús y la influencia de Luis Almarcha y José Marín ("Ramón Sijé"). Orihuela explica los comienzos de Miguel Hernández como poeta regional y rural, pero también el desarrollo de su vocación, la satisfacción de sus aspiraciones de autor primerizo, la publicación de Perito en lunas y el primer acceso a los círculos literarios de Madrid, todo ello gracias a Sijé, Almarcha, José Martínez Arenas, José Hernández Quijano, el concejal Alfredo Serna y otros muchos que desvanecen la posibilidad de definir de modo tajantemente negativo la raigambre oriolana. En esa primera etapa, la de Perito en lunas, se pone Miguel literariamente al día, y con el retraso debido a su nacimiento en 1910 sube en marcha al tren de la vanguardia, asimilando el purismo y el neobarroquismo. Pero ese Hernández neogongorino es un ser animado por el conflicto entre el instinto y la moral religiosa aprendida, conflicto que recibe una solución ortopédica manifiesta en muchos poemas y en el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve, donde los sentidos, asociados a los llamados placeres de la carne, se presentan como jornaleros que exigen aumento de salario esgrimiendo la hoz y el martillo, para terminar capitulando, junto al hombre y la carne, en el seno de Cristo. Miguel ha fundido, en una peregrina síntesis conservadora inexplicable sin su experiencia oriolana, la condena de la sensualidad y la de la revolución política: el proletariado rural se equipara a los vicios del alma y del cuerpo, y su lucha al pecado contra la pureza y el orden social.
     La evolución de Miguel Hernández en su segunda etapa es incomprensible sin el rechazo que en Madrid percibe hacia el radicalismo conservador de Sijé, y sin las relaciones que allí entabla, especialmente con la Escuela de Vallecas —a la que lo une una comunidad estética de referente rural— y con Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, cuya escritura admira y asimila. Miguel se halla ahora en el ámbito de lo que llamaba "impureza" el manifiesto inaugural de la revista Caballo verde para la poesía. Esta época ha sido sobradamente estudiada y no requiere especial comentario, salvo en lo tocante a la genealogía femenina de El rayo que no cesa que este libro propone, señalando la inspiración desigualmente debida a tres mujeres: Josefina Manresa —luego esposa de Miguel—, Maruja Mallo y María Cegarra. A la segunda —cuya relación con Miguel ha resultado confirmada por el testimonio de Camilo José Cela— debemos, al parecer, más de la mitad de los poemas del libro de 1936, en concreto aquellos que se refieren al amor cumplido y completo —aunque pronto defraudado—, mientras quedan sólo tres que atribuir a Josefina, en función de la ruptura que mantuvo Miguel desde mediados de 1935 a comienzos de 1936, momento en que volvió a ella aferrándose, tras la decepción sufrida con Maruja, al concepto tradicional y conservador de mujer y de relación amorosa, mientras en lo político se orientaba en dirección opuesta al afiliarse al Partido Comunista.
     La tercera época corresponde a la politización en sentido estricto, tras un cambio ideológico que se expresa en el poema "Sonreídme", verdadera confesión general donde Miguel se declara liberado de la educación conservadora y religiosa que le impedía asumir plenamente su sexualidad y enfrentarse a la explotación del hombre por el hombre, y solidario con el pueblo obrero en cuyo nombre exige una acción directa y colectiva contra la plutocracia burguesa y la Iglesia. Es Hernández, sin duda, quien mayor calidad aportó a la literatura de combate de aquel entonces —en Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939)—, al reunir, en una conjunción que pocas veces se produce, la maestría verbal y el instinto proletario, y al no temer dar rienda suelta a las emociones y las ideas, tanto individuales e intimistas como colectivas y políticas. Esa tesitura explica que se situara, en el Segundo Congreso Antifascista celebrado en Valencia en 1937, en la actitud más liberal en relación a la conducta del escritor comprometido, en la línea de la revista Hora de España y frente al dogmatismo de la titulada Nueva Cultura, y firmara así la célebre "Ponencia colectiva" donde, junto a firmes declaraciones de adhesión a la República, se afirma que, aunque el arte de propaganda pueda ser coyunturalmente necesario, concederle un valor absoluto es tan erróneo como defender el arte por el arte; y se reivindica la independencia creadora del artista y su enfoque emocional del compromiso político por encima de la eficacia propagandística, tanto como su negativa a plegarse a restricciones temáticas, a adoptar una perspectiva necesariamente realista o a ser tutelado por partidos o instituciones.
     Los últimos coletazos de la guerra enfrentaron a Miguel, combatiente de primera línea, con los dirigentes de la Alianza de Intelectuales. Esa disidencia, tal como la interpreta Ferris, pudo haber sido la causa de que no se refugiara en la embajada de Chile, ni fuera incluido en la evacuación a Elda; aunque me parece inverosímil, considerando su conducta de 1939, que hubiera aceptado salir de España abandonando a su familia. Su tragedia en situación tan extrema no deja en buen lugar a Luis Almarcha, que aparece negándole su ayuda desde los días previos a la huida a Portugal, condicionándola a una retractación ideológica que Miguel no admitió más allá de la celebración del matrimonio religioso. Si se disipa la leyenda del Almarcha benefactor, se refuerza en cambio la de José M. de Cossío, pues su informe fue determinante en la liberación de Miguel en septiembre de 1939, y luego consiguió la conmutación por Franco de su condena a muerte, al haber logrado la intercesión de Rafael Sánchez Mazas, José M. Alfaro y el general Varela.
     Finalmente, la revisión de la etapa carcelaria, última de la vida de Hernández, pone de manifiesto que, si no fue ejecutado para librar al régimen de Franco del impacto publicitario de lo que habría sido —y esta vez con plena responsabilidad institucional— una repetición del asesinato de García Lorca, se le dejó morir premeditadamente por falta de atención médica y de acuerdo con la política penitenciaria que en aquel entonces fomentaba la eliminación de la población reclusa por supuestas y prefabricadas causas naturales, al no haber aceptado Miguel la oferta de convertirse en un poeta públicamente arrepentido y amaestrado al servicio del franquismo, a la manera de Leopoldo Panero.
     Los interesados en Miguel Hernández deberían leer conjuntamente este libro de José Luis Ferris y el que hace diez años publicó Agustín Sánchez Vidal con el título de Miguel Hernández, desamordazado y regresado, ya que sus perspectivas son opuestas y por eso complementarias, y el primero añade al segundo cuestiones dignas de consideración. Ferris se centra en la biografía factual, y con ese fin recurre ocasionalmente al análisis de la obra literaria de Miguel Hernández, que no es su objetivo propiamente dicho; Sánchez Vidal afronta el estudio detallado de esa obra, para trazar la evolución del pensamiento y de la práctica literaria de su autor, ilustrándola con sus circunstancias biográficas. En cuanto a estas últimas, Ferris ha podido contar con su propia decisión de concederles —y no sólo en el ámbito local— el protagonismo en su investigación, y con el material accesible y publicado desde que Sánchez Vidal cerró su bibliografía en 1990. Así tenemos, diez años después, destacables novedades. Citando sólo lo primordial: la crónica de la vida oriolana de Miguel, con sus fundamentales implicaciones en todos los órdenes, ahora minuciosa y microscópicamente expuesta; el nuevo alcance adquirido por la relación con Maruja Mallo y su verosímil incidencia en El rayo que no cesa, ya reducida a sus límites la candidatura de María Cegarra a la luz de su exiguo epistolario, recientemente conocido, y la definición de la poco edificante conducta de Luis Almarcha ante las tribulaciones de Miguel, antes y después de su etapa carcelaria. ~

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