Prosa y pasaporte

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Alejandro Rossi, Cartas credenciales, Joaquín Mortiz, México, 1999, 207 pp.

A diferencia de El manual del distraído, escrito al amparo de la lámpara íntima, prácticamente todos los textos de Cartas credenciales responden a la solicitud de las circunstancias: la entrada de Alejandro Rossi a El Colegio Nacional, la recepción de otro miembro, los catálogos de varios pintores, un arquitecto y una fotógrafa, las presentaciones de algunos libros fundamentales, una cátedra universitaria e insistentes guías para la enseñanza filosófica y un conjunto de celebraciones individuales que cobra el involuntario cariz de un obituario generacional. Hay que reconocer que las circunstancias favorecen el realce de las dos virtudes a las que aspiraban las prosas del Manual: "respeto al lenguaje y una especie de broma de la vida interior o comedia de la conciencia". Asimismo precisan la justa dimensión a dar a las circunstancias: ni deleznables, ni dramáticas, parece decirnos Alejandro Rossi al descubrir muchas de las que sellaron su destino y su obra.
     En más de una ocasión y desde varias perspectivas, Alejandro Rossi se detiene en la naturaleza del cruce entre filosofía y literatura, que su obra realiza sin caer "en la presentación aparentemente literaria de opiniones filosóficas, ni en una prosa coqueta hinchada de tesis pretenciosas, ni tampoco en la utilización didáctica de recursos literarios." El punto de intersección "se da en la técnica narrativa, la cual supone una suerte de actitud epistemológicamente semejante frente a la literatura y a la filosofía." Para comprender en qué consiste esta actitud epistemológica, hay que apelar a las circunstancias biográficas del escritor, que podrían ilustrarse en esta pregunta: "¿Qué sucede cuando escribo en castellano una escena que pasó en italiano, es decir, cuando recuerdo en español lo que viví en italiano?" La pregunta no expresa un mero accidente biográfico y el itinerario vital que se reconstruye de un ensayo a otro, entre dos idiomas, varios países, dos principales vías de conocimiento, es una encarnación esclarecedora de la actitud epistemológica común frente a la filosofía y la literatura. Aparentemente, el sedimento autobiográfico resurge como un limo distrayente, el lodo invasor y lábil de la anécdota, cuando en realidad está allí para entregar las claves de una vocación, a semejanza del desciframiento que efectúa Rossi de las Confesiones de José Gaos.
     Lejos de una visión trágica del oficio de escribir, Alejandro Rossi pretende ceñir la dificultad o la singularidad de su experiencia a través de ejemplos como éste: "… yo estaría obligado, al escribir sobre ciertas zonas del pasado, a una continua transacción entre el lenguaje del recuerdo y el otro, que me impone sus ritmos y correspondencias. No es una situación dramática, es simplemente un problema estilístico, uno entre tantos." Más allá de las previsibles rispideces en un idioma de adopción que, en su caso, no es del todo extraño puesto que vertebra la herencia materna, lo que Alejandro Rossi procura resaltar es la inevitable falta de coincidencia entre palabra y cosa que, según él, imposibilita el libre juego de la poesía. Escribir en un idioma adquirido o adoptado después de la infancia equivaldría a usar "palabras sin memoria", sin la memoria del "ritmo y la cadencia que el poeta natural utilizará más tarde". Es decir, al problema común del paso de la experiencia a la escritura se añade una plusvalía de dificultad: dar el paso sobre dos puentes simultáneos: el que permite transitar de lo vivido a lo escrito y el que permite trasladar la escritura de la experiencia de un idioma a otro. Alejandro Rossi admite la pérdida que le significa su desencaje lingüístico (aunque se pregunta si no será un pretexto para solapar defectos personales), pero también vislumbra la ganancia que semejante anomalía le ha ofrecido: en el hueco que se abre entre la palabra y la cosa, en el segundo de incertidumbre que suspende el puente entre experiencia y lenguaje, puede entrometerse una conciencia alerta, necesariamente nutrida de ironía, esencialmente apoyada en argumentos. "Por eso, por todo eso, tal vez, la preferencia por las prosas tersas y deliberadas, por el metalenguaje, por las parodias, por las narraciones incrédulas, las que tantean, como un bastón de ciego, la realidad, las que construyen el cuento de la vida como una incertidumbre y una adivinanza." Y, en filosofía, un persistente rechazo a las metafísicas, a todos los sistemas insuficientemente apuntalados por una construcción técnica de los conceptos. En el mismo nudo está el drama —¿la privación de ciertas epifanías?— y el remedio: la posibilidad de crear un "idioma inédito". Si por ejemplo Borges lo consigue a partir de circunstancias distintas, esto significaría que ni el problema ni la solución o los logros se circunscriben a los accidentes biográficos, a las decisiones que de pronto tuercen un destino. El meollo del asunto reside en esta actitud epistemológica que, padecida o deliberada, favorece u obliga un enfrentamiento distinto con la realidad y, por ende, una expresión novedosa o, en el mejor de los casos, inédita. Entrar en una "extranjería permanente" es, ante todo, un estado mental, una actitud vital que aprovecha las fracturas para colar un poco más de asombro o de reflexión ante el mundo y el oficio de escribir. Antes que una fatalidad, sería una suerte, un verdadero regalo del destino. Tal vez, por eso, Alejandro Rossi le resta dramatismo a sus particulares y sucesivos desarraigos: "Siempre me ha impresionado, por otra parte, la desproporción escandalosa entre causas y efectos que alteran definitivamente —seré melodramático— nuestros destinos."
     Más que en ningún otro libro, resalta una manía estilística de Alejandro Rossi, en la que quiero ver la huella de esta suspensión alerta ante el flujo de lo narrado. Me refiero a su uso del guión, que introduce en la frase un ritmo peculiar, algo así como un freno deliberado, que marcaría la reticencia, este abrir huecos, surcar relieves, entre la realidad y el lenguaje, o bien la irrupción de una voz muy tangible. El recurso del guión le sirve para detener el hipnótico desarrollo de la secuencia narrativa o argumentativa como si quisiera decirnos: "Deténganse, no se dejen engatusar por la melodía de las palabras". Es también una manera honesta —el "juego limpio" al que apela constantemente— para recordarnos que, detrás de toda construcción, existe un sujeto y, por lo tanto, una subjetividad creadora.
     La otra vertiente de la "prolongada extranjería" que sería, en resumidas cuentas, la aludida actitud epistemológica, consiste en la paradójica libertad que la acompaña. Desarraigado, desencajado, Alejandro Rossi llega a la Ciudad de México en busca de un idioma. Además del anclaje lingüístico, encuentra una ciudad generosa "que sabe aceptar a las almas perdidas". Muchos años después, a la pregunta: ¿qué lo retiene en México?, contesta: "La pregunta supone que podría irme cuando lo deseara, como si el extranjero tuviese una permanente capacidad de desarraigo y de libertad. Me temo que esto es falso." ¿Cómo seguir siendo extranjero en una saludable actitud epistemológica, y dejar de serlo a favor de las circunstancias, porque ya no hay "otro puerto adonde volver"? En esta otra encrucijada se cifra el equilibrio entre el accidente y la voluntad, la conquista —de una ciudad, una comunidad de amigos, un idioma definitivo— y la condición "ontológica" del extranjero que idealmente podría dejarlo todo, una buena mañana.
     De la misma manera que discute las ideas preconcebidas acerca de la extranjería "epistemológica", Rossi desbarata los señuelos de una libertad "ontológica" que iría pegada a la piel dura del extranjero. Entonces, ¿qué territorio abarca y habita? El inmenso territorio de la universalidad, puesto que difícilmente tienen sentido las fronteras o los fueros patrioteros y, al mismo tiempo, el reducido y precario país de la intimidad, conquistado por "la insensata vanidad de haber querido vivir en una suerte de territorio privado del cual yo sería el único habitante." Para dibujar el inasible territorio al cual está condenado el extranjero más "epistemológico" que "ontológico", quisiera evocar la selección de motivos que escogió Alejandro Rossi para sintetizar las razones de su permanencia en la Ciudad de México: "cierto color del aire en los meses invernales, el sonido nocturno de los inútiles vigilantes, el llamado de los afiladores, las bandas musicales pueblerinas que a veces recorren mi barrio, la algarabía de mis hijos y el cuchicheo de mis amigos."
     La enumeración, de marcada sensibilidad proustiana, es sin duda suficiente para constituir una irrefutable argumentación de la complicidad ganada sobre todas las complicidades perdidas en la errancia. –

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