¿Qué pasó con el cerebro de Newton cuando cayó la manzana?

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Cuenta la leyenda, y aun la historia, que Newton intuyó la ley de la gravitación universal cuando en el otoño de 1665 o de 1666, sentado a la sombra de un manzano en el jardín de su casa natal, Woolsthorpe Manor, en Lincolnshire, Inglaterra, vio caer una manzana. El venerable árbol, o un retoño del mismo, todavía existe, y da unas manzanas de color rojizo de la variedad conocida como Flower of Kent.1 ¿Qué sucedió en el cerebro de Sir Isaac, a la sazón un joven que frisaba los veintitrés años, cuando vio caer la célebre manzana? ¿Qué pasa en el cerebro de cualquiera de nosotros cuando vemos una manzana roja que cae? Si pudiésemos registrar la actividad eléctrica de las neuronas de toda la corteza cerebral, mientras vemos una manzana roja que cae de un árbol, lo primero que observaríamos es que hay diferentes zonas de la geografía de la sustancia gris que se “encienden” de manera transitoria y secuencial.2 Cada área que se activa está especializada en analizar cada atributo del objeto, o de la escena que observamos en el mundo exterior, en este caso una manzana roja que cae. Eso quiere decir que, para su análisis, el sistema nervioso “descompone” o fragmenta la realidad externa en sus atributos o características. En el caso que consideramos, se activarán conjuntos de neuronas que analizan la forma del objeto, otros que analizan el contraste, otros el color, otros el movimiento, otros la dirección del movimiento, etc. Lo extraordinario es que, no obstante esta fragmentación analítica de la realidad, la percibimos como algo unificado y coherente en el tiempo y en el espacio, y no nos percatamos de todas las operaciones que tienen lugar en el cerebro cuando percibimos, de manera consciente, ¡una manzana roja que cae! Esto implica que el cerebro está dotado de un mecanismo que enlaza en el tiempo la actividad de todos los grupos de neuronas que participan en la percepción de cada instante de la “realidad”, de manera que la imagen se reconstruye, permitiéndonos experimentarla como una unidad perceptual unificada. A este mecanismo se le conoce como “enlace” (binding),3 y es obviamente un componente fundamental de los mecanismos de la percepción consciente, no sólo del mundo externo, sino del “sí mismo”, del “yo reflexivo”. Aunque la existencia del enlace se había intuido desde hace tiempo, no es sino hasta ahora cuando empezamos a entender cómo se lleva a cabo.
     Éste es precisamente uno de los temas centrales que aporta El cerebro y el mito del yo, título del libro que aquí comento, escrito por el célebre neurofisiólogo de origen colombiano Rodolfo Llinás, quien desde hace más de dos décadas dirige el Departamento de Fisiología y Neurociencias de la Universidad de Nueva York. El cerebro y el mito del yo es una obra que destaca por su originalidad y por el rigor de sus afirmaciones, en las que Llinás, considerado mundialmente como uno de los fundadores de la neurociencia contemporánea, nos presenta una visión personal sobre la evolución y la naturaleza de la mente, en un paseo apasionante a través de cientos de millones de años, que comienza con el origen mismo de las células y culmina con la aparición de la conciencia, las más obvia y a la vez la más enigmática de todas las funciones cerebrales, fenómeno natural que representa la cúspide de la evolución del sistema nervioso, fenómeno que constituye la última frontera de las neurociencias, si no de la ciencia y de la filosofía mismas.
     En los últimos diez años se han escrito decenas de libros sobre la conciencia, pero pocos dicen algo substancialmente nuevo o están preñados de especulaciones sin fundamento. La mayoría son variaciones sobre el mismo tema. El libro de marras nos presenta hipótesis y teorías novedosas, que constituyen un paso hacia adelante en el conocimiento del problema de la conciencia y tienen, sobre todo, la virtud de poderse someter a pruebas rigurosas por los métodos de la ciencia. En el libro se vislumbra el conocimiento que, por experiencia de primera mano, tiene el autor en disciplinas que van desde la teoría de la evolución hasta la filosofía, pasando por la zoología, la biofísica, la neurofisiología y las ciencias cognitivas.
     Uno de los descubrimientos más fascinantes de Llinás, quizás el más importante de su copiosa producción, ha sido el de las “propiedades intrínsecas de las neuronas”. Estas propiedades resultan de una verdadera sinfonía de corrientes iónicas4 que fluyen a través de la membrana plasmática neuronal, las cuales se alternan de manera armónica y producen la actividad eléctrica oscilatoria característica de estas células. Este concepto ha venido a demoler la visión dogmática que consideraba que las neuronas eran elementos pasivos, que se activaban solamente por sus entradas aferentes, más que ser elementos cuya actividad intrínseca es modulada por las entradas aferentes. El concepto del sistema nervioso como una tabula rasa es un remanente aristotélico tomista que los empiristas ingleses, notablemente Locke, llevaron a la cúspide, y ha seguido vivo, aunque agonizante, hasta nuestros días. De acuerdo con esta tesis, no existe nada en la mente (o sea en el cerebro) que no haya pasado previamente por nuestros sentidos. Así, cuando un niño nace, su mente está “limpia” como si se tratase de una “página en blanco” sobre la que todavía no se ha escrito. A escala celular, esto equivale a decir que las neuronas son elementos pasivos que sólo se activan cuando reciben información a través de sus conexiones aferentes con otras neuronas, o con órganos sensoriales tales como la retina, el olfato, etc. El autor rompe con el dogma aristotélico tomista empirista, y piensa que el cerebro funciona como un sistema cerrado, con actividad intrínseca autónoma, basada en las propiedades eléctricas intrínsecas de las neuronas que lo componen, modulada por los sentidos. Por supuesto que este concepto no es una especulación filosófica, sino que se basa en copiosas pruebas experimentales que el autor proporciona e ilustra con numerosos ejemplos. Para Llinás, el sistema nervioso central funciona como un emulador de la realidad, y los sentidos delinean los parámetros de esa “realidad”. La conclusión es que las propiedades eléctricas intrínsecas de las neuronas, así como los eventos dinámicos resultantes de sus conexiones, producen estados resonantes globales del cerebro que son la base funcional del enlace —la cual genera la unidad perceptual que tenemos del mundo— y de la conciencia.
     La actividad eléctrica de las neuronas especializadas en analizar cada atributo del objeto percibido, como mencioné, se enlaza en el tiempo por medio de un mecanismo que sincroniza el disparo de unas con otras. ¿Cómo y quién sincroniza el disparo de las neuronas implicadas en la percepción de un objeto, si se encuentran localizadas en distintas áreas de la corteza cerebral? Parece que el sincronizador cortical es el tálamo, una estructura de forma y tamaño aproximado al de un mango mediano, que se encuentra en el centro del encéfalo, y donde hacen escala todas las vías sensoriales (excepto la olfatoria) antes de llegar a la corteza cerebral. Dado que toda la corteza cerebral se conecta con el tálamo de manera recíproca, se ha postulado que las oscilaciones en la actividad eléctrica neuronal pueden sincronizarse por interacciones sinápticas recíprocas entre el tálamo y las diferentes áreas de la corteza. La conciencia, de acuerdo con esta teoría, dice Llinás, “es el diálogo entre el tálamo y la corteza cerebral, modulado por los sentidos”. Las alteraciones de este ritmo tálamo-cortical parecen subyacer en enfermedades aparentemente inconexas como son la depresión, la esquizofrenia o la enfermedad de Parkinson.
     Por si todo esto fuera poco para un ávido lector interesado en uno de los temas candentes de la ciencia contemporánea, Gabriel García Márquez, el ilustre coterráneo de Llinás, prologó bella, amena e interesantemente la versión en castellano de El cerebro y el mito del yo con las prendas que caracterizan sus sabrosos escritos, entre las que brillan la claridad de las ideas y la felicidad de las frases. En este prólogo se vislumbra que, aunque uno es escritor y el otro es neurocientífico, Gabo y Rodolfo comparten muchas cosas que van desde las tiernas relaciones que tuvieron con sus respectivos abuelos, determinantes en sus vidas, su compromiso con la educación latinoamericana y, finalmente, con el mismo objeto de observación: la conciencia y la conducta humanas.
     Este afortunado libro llega en un momento crucial para todos los que vivimos en este “laberinto de la soledad” que es América Latina. Este subcontinente encantado en donde la Ciencia es la religión prohibida, posiblemente porque nos confronta de manera brutal con la realidad real. ~

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