Fernando Aramburu ha escrito varios libros sobre el terrorismo de ETA: la colección de relatos Los peces de la amargura (2006) y las novelas Años lentos (2012) y Patria (2016). Son obras de tono grave, que describen la atmósfera social de víctimas y verdugos, de excluidos y atrapados, y retratan una trama de miedo, complicidad y silencios. Otra parte de su narrativa tiene un componente claramente humorístico: ahí podrían figurar novelas como El trompetista del Utopía (2003), Ávidas pretensiones (2014) o Los vencejos (2021). Es un sentido del humor que mezcla lo metaliterario con lo brutal, casi trágico y goyesco. En cierto modo, su nueva novela, Hijos de la fábula, combina las dos cosas: es una novela sobre el terrorismo y es también una novela de humor.
El asunto no es tanto el retrato de la sociedad vasca o los efectos del terrorismo como su cutrez y su delirio, y el tono recuerda a algunas escenas de Patria. Los protagonistas, Joseba y Asier, son dos jóvenes exaltados que se van a los alrededores de Albi, en el sur de Francia, para ser militantes de ETA. Se refugian en una granja de pollos. Los acogen un comunista tuerto y su pareja Gillemette, que representa lo que más temen los etarras de las novelas de Aramburu, por encima de las detenciones, las condenas, las torturas o la ira de sus jefes: una mujer que quizá quiera acostarse con ellos. Joseba tiene una pareja, Karmele, que estaba embarazada cuando él se marchó, pero no puede comunicarse con ella. Se lo prohíbe Asier, el más entusiasta de los dos y líder del protocomando. Obsesionado con la disciplina, es misógino: su madre lo trataba mal y cree que la influencia de las mujeres es perniciosa para la sociedad y el espíritu de combate. En un momento, defiende que los países deberían estar segregados por sexos, “como los váteres públicos”. No todo es malo, su madre no le daba mimos, pero sí “genes vascos”. “Mis genes vascos no se andan con chiquitas. ¿Que llega una bacteria? Muy bien. Ven aquí, bonita. Mis genes le dan una paliza y adiós problema. Pero tú tienes ese tercer apellido castellano”, le dice a Joseba cuando este enferma: “La parte no vasca de tu sangre es como una brecha en el cuerpo. Por ahí te entran las infecciones.” Luego, Asier –que en un acto de audacia va a un supermercado a robar un tarro de miel para su amigo– enferma también.
Los dos jóvenes están abandonados a su suerte: no tienen armas, dinero, instrucciones ni experiencia, y su tiempo en la granja tiene un aire kafkiano. Hacen prácticas de tiro sin pistolas y gastan tres euros diarios en la comida. Un día simulan disparar, con los dedos, a un anciano que está sentado en un banco con el andador al lado. Esperan que los llamen a un curso de adiestramiento. Se enteran del alto el fuego permanente de ETA en octubre de 2011. No lo interpretan como una especie de liberación que les permitiría volver a casa, sino como una traición que los deja abandonados y desorientados. “El fin de la lucha armada nada más llegar nosotros. Sin habernos estrenando”, se lamentan. Deciden montar una especie de “ETA auténtica”.
Woody Allen decía que la comedia es tragedia más tiempo. Hijos de la fábula guarda cierta conexión con esa idea. El anacronismo de Joseba y Asier es la versión reveladoramente cómica del anacronismo trágico que fue ETA, una organización que cometió la mayoría de sus crímenes en democracia. Los personajes de Hijos de la fábula hacen pensar en los de otras ficciones temáticamente cercanas, como los protagonistas de Fe de etarras o Negociador de Borja Cobeaga, pero la pareja tiene también algo quijotesco en esa inadecuación entre la realidad y sus aspiraciones, y en la intoxicación por una ficción. En un momento se preguntan si los recordarán como héroes, y en el siguiente le roban la merienda a un niño. A menudo piensan en lo que contarán de ellos los futuros historiadores: “Ya estoy viendo a un historiador con malas pulgas. Uno de esos españolistas que siempre nos están buscando las vueltas a los de la izquierda abertzale. Fundaron la organización ante quince mil gallinas.” Ese riesgo les lleva a buscar otro sitio; descartan la huerta por temor a que digan que “fundaron la organización entre puerros y lechugas”. Más tarde, Asier le encomienda a Joseba la tarea del relato: “Algún día tienes que contar nuestra historia. No ahora. Más adelante. Durante las treguas o cuando cumplamos condena en la cárcel.” “Las escenas ridículas te las saltas”, dice. “Que no vengan luego los escritores del bando enemigo a joder la marrana.”
No tienen preparación ni instrumentos para actuar, pero conservan el discurso grandilocuente y mecánico de la banda: el contexto paródico sirve para desactivar también el discurso serio. “Yo no mando por mandar, sino por necesidad histórica. Me siento mejor preparado para el combate que tú”, afirma Asier. Intervienen para defender a una mujer que creen que va a ser violada –“delante de un vasco no se viola a nadie”–, pero ella se marcha con quien creían que era el agresor.
Sus ideales operan sobre un punto ciego moral, y esa es una de las fuentes de comicidad del libro. Cuando unos hooligans les dan una paliza, un etarra defiende que hay que prohibir el fútbol porque genera violencia gratuita. La actitud acomodaticia ante un compañero de colegio abusón y luego terrorista parece una metáfora del comportamiento ante ETA. “–Tienes un gran sentido de la justicia. –En según qué cuestiones”, conversan. Pronuncian grandes palabras y cometen mezquindades: robos, registros, huidas. “Sería pues, un préstamo, aunque sin el consentimiento del prestamista”, se engañan. Es una pareja cómica, un dúo clásico de payasos que tienen algo de El Gordo y el Flaco (una referencia explícita) y que en ocasiones hace pensar en Bouvard y Pécuchet de Flaubert. La trama es leve, una sucesión de gags con espíritu a veces de cómic –los personajes se hacen cardenales, les pegan, pasan hambre y frío, tienen ampollas, meten el pie en un río, se quedan sin ropa–, y uno de los hilos conductores es la búsqueda de armas, porque iniciar una lucha armada sin armas es demasiado hasta para ellos. A fin de conseguir alguna viajan a Toulouse, donde conocen a María Cristina, una zaragozana hija de militar. Hay una alianza de intereses: “Pues por nuestra parte, dictadura del proletariado, palo y tentetieso a la oligarquía, ejército rojo y república. Hay que derribar las estructuras del franquismo, empezando por la monarquía. Ese camino lo recorremos juntos. Luego, en la bifurcación, os lleváis vuestra tajada, los catalanes la suya y nosotros cubanizamos el resto. A ver quién se atreve luego a mojarnos la oreja.” Parece que hay un zulo con armas en Garrapinillos, a las afueras de Zaragoza, y Joseba y Asier van hacia allí con María Cristina y la francesa con la que vive. La peripecia tiene también un eco quijotesco, y posibilita la parodia de otro léxico (“jodo”, “zarrios”, “penica”). El libro contiene muchos tipos de humor, alguno un tanto antiguo, el tono está muy logrado y hay un esfuerzo admirable de lenguaje y ritmo. Los protagonistas son dos imbéciles: no resultan del todo odiosos porque son inútiles, pero tampoco llegan a ser entrañables, y esta novela divertidísima se disfruta cuando la lees y deja un poso de amargura al terminarla. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).