Repaso de 1999

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Penúltima llamada
Eduardo Antonio Parra, Tierra de nadie, ERA, México, 1999, 141 pp.David Toscana, Santa María del Circo, Plaza y Janés, México, 1998, 287 pp. Roberto Ransom, La línea de agua, Joaqín Mortiz, México, 1999, 147 pp. Vicente F. Herrasti, Diorama, Joaqín Mortiz, México, 1998, 355 pp.

El penúltimo año del siglo, acaso por serlo, dejó libros memorables para la narrativa mexicana. En el esfuerzo de tantos autores por agregar el número 1999 a su bibliografía hay, como en toda superstición, algo de magia manifiesta. El año que termina tiene en Daniel Sada (1953) y en Jorge Volpi (1968) a su alfa y a su omega. Con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Sada, la tragedia literaria mexicana llega al fin de siglo honrando la soberanía rúlfica del lenguaje. Y con En busca de Klingsor, Volpi se une sin pudor alguno a la actualidad ética y universal de la novela. Mientras que Sada vive amenazado por lo ilegible —el lenguaje devorándose a sí mismo—, Volpi tendrá que escapar de la pesadilla del didacticismo al que su talante profesoral (y la dictadura del mercado) podrá conducirlo. Su lucha contra los peligros a los que su propio talento los somete necesitará de la vigilancia y del desvelo.
     Aunque no lo sean de manera formal, los escritores regiomontanos Eduardo Antonio Parra (1965) y David Toscana (1961) podrían pasar como discípulos de Daniel Sada. Tan es así que estos autores se sintieron heridos por la errática concesión —tanto más errática cuanto fue obra de un jurado muy calificado— de un importante premio literario regiomontano no a Daniel Sada, finalista, sino a Retiemble en sus centros la tierra, del publirrelacionista universitario Gonzalo Celorio. En la identificación de Parra y Toscana con Sada no sólo pesa el elemental buen gusto ni la solidaridad regionalista, sino la búsqueda común de una narrativa del desierto, de la que Sada fue el más aventajado de los pioneros. Parra, el cuentista de Tierra de nadie, y Toscana, autor de Santa María del Circo, no entienden al "desierto" como una receta turística, sino como una batalla contra el aldeanismo. Gracias a Sada (y a Jesús Gardea, Ricardo Elizondo y Gerardo Cornejo), los nuevos narradores del norte —agregaría al bajacaliforniano Crosthwaite— están creando una narrativa auténticamente regional (como ya lo era, desde Galindo hasta Pitol, la veracruzana).
     Los cuentos de Tierra de nadie, de Parra, ratifican la rara excelencia de su libro anterior (Los límites de la noche, 1995), donde apareció entero, como pocas veces ocurre en cualquier literatura, un cuentista natural, que no confunde al género con sus imitaciones o paráfrasis. La fuerza de Parra comienza por su falta de "originalidad". Ninguno de sus temas —la nota roja, los mojados, la estulticia rural— es ajeno a la tradición del realismo mexicano. Pero los alarmantes —como dijo José Agustín— grados de verosimilitud de los que Parra es capaz nos recuerdan una verdad elemental: sólo la forma rige el principio del relato. Dos o tres de los cuentos de Tierra de nadie nos vuelven a contar historias que obsesionaban a Revueltas o a Rulfo (o a autores menos prestigiosos como Rojas González). Pero la retórica de Parra, ajena por higiene moral a todo miserabilismo, permite el infantil y estremecedor "cuéntamelo otra vez" sin el cual no hay literatura. Así ocurre en "El Cristo de San Buenaventura", sobre el linchamiento propiciatorio del loco en un pueblo, el patético romance de los teporochos en "La vida real" o en "Nomás no me quiten lo poquito que traigo", la terrorífica vejación de un prostituto.
     A diferencia de Parra, David Toscana no me convenció hasta Santa María del Circo, una novela que desmiente la combinación poco especiosa de costumbrismo y realismo mágico que caracterizaba a sus tres libros anteriores. Pero Toscana se educa libro a libro. Esta nueva novela, que parece deber mucho a la extraordinaria Albedrío (1989) de Sada, cuenta la historia de una caravana circense que decide detenerse —y abandonar los variados oficios de la ilusión— para fundar una ciudad. Mi temor ante la millonésima fundación de lo real maravilloso se disipó al leer que las intenciones de Toscana eran precisamente lo contrario.
     Carnavalesca en el sentido bajtiniano de la palabra, Santa María del Circo se funda para invertir los valores de la ilusión (mentira romántica) en la tragicomedia de la condición civil (realidad novelesca). Unos cuantos personajes —el mago, la mujer barbada, Hércules, el enano— se inventan una normalidad ciudadana, jugándose al azar los cargos civiles, militares y eclesiásticos de una Nueva Jerusalén destinada a fracasar. La crónica de ese fracaso invertido, gracias a una melancolía que remite a Onetti, es la sustancia de una novela que, no sin balbuceos, anuncia en Toscana el principio de la madurez.
     El aldeanismo en literatura es espiritual, no temático. Sin insistir en Daniel Sada, en la prosa "regional" de Parra y Toscana está ese universalismo de la tradición de Rulfo y Revueltas, mientras que la Ciudad de México de Gonzalo Celorio, una descafeinada vulgarización de los tópicos del primer Carlos Fuentes, es provinciana en el más peyorativo de los términos.
     Roberto Ransom (México, d.f., 1960) es de aquellos escritores a quienes la publicación les parece un accidente casi bochornoso. En 1991 publicó una buena primera novela: En esa otra tierra. Ahora ratifica su sutileza, acaso excesiva, con una paráfrasis de Conrad, La línea de agua, donde unos cuantos viajeros internacionales, a la manera de Katherine Anne Porter en La nave de los locos, hacen de su recorrido —esta vez a través de uno de los afluentes del Amazonas— una educación sentimental condenada a la acedia. Creyente en la inmovilidad de las aguas, Ransom utiliza ese barco para discutir las querellas infinitas del amor y la religión, sin ninguna pretensión didáctica.
     Como a Toscana, a Ransom le interesa el viaje como fracaso. La línea de agua sería una nouvelle anodina si no fuera por un momento de brillante y sorpresiva autoconciencia narrativa, cuando Ransom se interrumpe a sí mismo y dice:

De hecho nada de lo que ocurre en este viaje por el Amazonas es real, a excepción del barco que viaja por el río, de Manaos a Belém. Todo ocurre en el altiplano mexicano, entre personajes que radican en aquellos valles hace poco lacustres. El gran Amazonas es innumerables ríos subterráneos. La labor es transcribir, captar en la superficie de lo escrito, mostrar mediante los diálogos, los ritmos, los silencios, los énfasis, lo que no se dice o queda por decir…
Pero la sorpresa de 1999 la dio Vicente F. Herrasti (México, d.f., 1967) con Diorama. La angustia que en Taxidermia (1995) salía de una manera tan atropellada y confusa, en Diorama revela una voz magnífica con esa propensión al delirio geométrico que caracteriza a los raros. La primera parte de Diorama narra el amor que une a Eudora con un narrador que acepta, inadvertente, las reglas de una trama misteriosa escrita con una prosa abrasiva y un conocimiento formidable de la retórica del género. Sin el sardónico sentido del humor de Álvaro Enrigue en La muerte de un instalador (1996), pero con la misma capacidad para convertir a nuestros nihilistas posmodernos en héroes, Herrasti nos lleva hasta un suicido en Escocia, cuya narración es uno de los grandes momentos de la narrativa mexicana de fin de siglo. Pero una vez muerta Eudora, Herrasti quiso contar su verdadera historia, sometiéndola, durante la segunda parte de Diorama, a su disparatado bautismo como una nieta desconocida de Aleister Crowley. ¡Cuidado! Se necesita la astucia puritana de Somerset Maugham para meterse con La Gran Bestia. A Herrasti, devoto de Poe, le explotó la casa Usher como una paloma en las manos. Pero la pasión literaria que palpita en Diorama vale su desmesura.
     Jorge Volpi, Eduardo Antonio Parra, David Toscana, Roberto Ransom y Vicente F. Herrasti, nacidos en los años sesenta, son autores que tienden a narrar la tragedia intelectual o el horror de los desiertos reales o imaginarios. La comedia y el humor negro se manifiestan, en cambio, en Ana García Bergua (Púrpura) y en Francisco Hinojosa (1954), quien al publicar sus cuentos completos (Negros, héticos, hueros, Ediciones Sin Nombre) ratificó su lugar como uno de los cuentistas latinoamericanos más originales. Es triste que pocos lo hayan leído. Y más allá de Hinojosa, en la promoción anterior, creo que sólo Héctor Manjarrez (El otro amor de su vida) conservó la vitalidad que implica variar significativamente su estilo con cada libro. En 1999, Manjarrez demostró, junto con García Bergua e Hinojosa, que la literatura mexicana empieza a reír con más frecuencia.
     En el año que termina se publicaron libros esenciales para la narrativa mexicana. Pero se agravaron fenómenos que no por ser previsibles y globales deben pasar desapercibidos. Los grandes monopolios internacionales del libro tienen que acostumbrarse a lidiar con la crítica. Si exigimos a los escritores hacer honor a la literatura, aquellos que tenemos la esperanza idiota de que un nuevo lector se encuentre con los clásicos antes que con los comerciales, debemos criticar la frecuente vesania de los editores. Cuando una editorial anuncia una mala novela como la mejor del siglo —y lo hacen cada quince minutos— es obligación del crítico denunciar la impostura.
     Muchísimos escritores ya no anhelan el debate intelectual o la guerra de las escuelas literarias, sino la pasarela de las ferias del libro, aquelarres de donde pocos salen de bruja. Pero por la esperanza de algún dinerillo, narradores que hace una década arriesgaban novelas sobre Voltaire hoy venden folletones electoreros que ni siquiera calificarían para guiones de TV Azteca. Si la historia intelectual no sufre un cambio drástico en el siglo entrante, es probable que el olvido justiciero caiga sobre esos pobres Faustos del éxito fugaz. Quienes combatimos la manipulación ideológica de las letras, ahora estamos obligados a defenderlas de los excesos y la rapacidad de los mercaderes, así como del exhibicionismo de las estrellas literarias, que se presentan en las ferias, ávidos de dólares y de causas justas, como las esposas de los magnates a las galas de caridad. La vida literaria se ha convertido en una más de las manifestaciones de la banalidad del mercado. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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