El cuento es un mecanismo de efectividad literaria total o no es nada. De Boccacio a Carver, de Chéjov a Rubem Fonseca, la fortuna de un relato depende (tan simple y complejo como eso) de que logre conmovernos estéticamente por los medios que sea. El acierto del cuento sólo puede ser medido por una escala que prescinda de contextos y justificaciones: el acierto seco en el interés que despierte su lectura. Nada menos necesario en el ya redundante universo que un relato aburrido, desatinado, superficial, incluso si la preceptiva que lo anima presenta más recovecos y sutilezas que la personalidad de Goyo Cárdenas. Quizá la novela pueda concederse aparentes altibajos o relajamientos de tensión verbal punto que habría que discutir, pero el cuento no debería permitirse más que funcionar. Su albur es ser memorable o no ser.
Borges sospechó que el relato era un medio esencialmente propicio para escritores en plenitud: ejemplificaba su argumento con las perfecciones del Chesterton maduro y el Kipling anciano. Concluía que, salvo por brillantes excepciones, la lectura de novísimos es las más de las veces prematura, útil apenas para constatar las crecederas de una estética en formación.
Nada en Las malas costumbres y Ella sigue de viaje, recientes volúmenes de relatos de dos autores jóvenes la capitalina Julieta García González (1970) y el tapatío Luis Felipe G. Lomelí (1975), invita a deducir ineficaces candores juveniles; tampoco, hay que decirlo, a presumir consagraciones en ciernes. Hay oficio y propuesta, y apuntes de mayor ambición, pero no voces literarias en su punto.
Julieta García González ya ha publicado una disfrutable novela (Vapor, Joaquín Mortiz, 2004) y cuenta con una considerable trayectoria como editora y articulista. Las malas costumbres, su primera colección de cuentos, es un volumen irregular; no porque algún texto sea indigno, sino porque dos de ellos exceden a los otros, disminuyendo de modo paradójico al libro. El enamoramiento de un paralítico por su fisioterapeuta y la temible sesión a la que se ve sometido por ella y su novio (“Aves que anuncian el amanecer”), y el ataque de celos de un marido paranoico a bordo de un taxi, con todo y enigmática intervención del conductor (“Cambio de rutina”), son episodios que poseen una intensidad notoriamente superior a la del resto de los relatos, estampas más proclives a ser tomadas como ejercicios de estilo (la modelo lánguidamente transformada en picadillo, de “Inspiración”) o caprichos de humor (el parapléjico estilo Provida, de “Dos cosas”) que a erguirse como verdaderas apuestas literarias. La prosa de García es hábil y serena; no falla, pero tampoco arriesga demasiado. Se decanta por los matices un cenicero le interesa tanto como una sensación y no pocas veces se pierde en ellos. Las malas costumbres es siempre delicado y legible, pero no siempre trascendente.
Más vital, pero también menos literario, Luis Felipe G. Lomelí ganador de una miríada de concursos de cuento y autor de un volumen de narraciones sobre la vida fronteriza, llamado Todos santos de California (Tusquets, 2002), opta por una vía lírica y coloquial, y esboza un periplo amoroso por media América Latina que a veces suena curiosamente rulfiano y otras linda con la descocada retórica beatnik. Ahora bien, no hay pintoresquismo o color local que distraigan al autor de lo que le interesa: los relatos de Lomelí tratan de sentimientos, y ni siquiera el alegre y derrochador uso de términos que uno, inocente y mexicano, cree exclusivos de los culebrones de Telemundo (chévere, tintico, bus…), opaca su esencial interés en las relaciones de pareja. Lomelí no abusa del patetismo inevitable en las separaciones, pero tampoco se resiste a procurarles a sus textos un tono emotivo que funciona mejor que en el resto del libro en el conflicto conyugal de “Abril está en otra parte”. Lo mismo si se pasean por Guadalajara que por Colombia, sus personajes tienen en la lengua más mundo que literatura. Viajan en camión, hablan de canciones, citan al EZLN. Imposibilitados desde su concepción para acercarse a los terrenos de retóricas más elaboradas, están hechos de la misma materia que hace existir a los periódicos: los ecos de la presunta realidad. Una apuesta tan respetable como cualquiera, si a uno le da por ahí.
Alineados en la estirpe de tradiciones literarias bien identificables, Las malas costumbres y Ella sigue de viaje presentan con dignidad a sus autores, pero no los encumbran como estilistas. Son libros importantes, apenas, para trabar conocimiento con nombres citables de la nueva narrativa, textos profesionales a los que se pueden hacer pocos reproches, pero quizá demasiado bien peinados para granjearse la pasión o, cuando menos, la complicidad. Porque como cualquier tóxico o perversión, la literatura debería procurarnos sensaciones tan intensas que, para empezar, nos olvidáramos de mantener en su lugar la raya del cabello. –
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