Al leer los textos de Vicente Leñero puede uno llegar a pensar en la vida como en una partida de ajedrez. Es tan ardua, apasionante, abierta y cerrada e intrincada como la disputa silenciosa de las blancas y las negras. Exige disciplina y a la vez imaginación: en la vida hay que ser escrupulosos en el empleo de cada método y en la ocasión propicia ser audaces, apostar por la sorpresa, descontrolar al otro sin perder ni entusiasmo ni razón. La vida es un misterio, como se lee en las páginas de este libro, porque no sabemos cómo actuarán los demás, a qué caminos nos llevarán, qué nueva forma de la improvisación nos forzarán a inventar. Es muy probable que no haya en nuestro medio un escritor que sepa disparar con tanta precisión y limpieza el elemento sorpresivo en sus relatos como lo hace Vicente Leñero.
El autor ha reunido aquí textos de naturaleza diversa. “El día en que Carlos Salinas”, por ejemplo, se atiene puramente a los hechos, los cuales, dispuestos tal como se sucedieron, son bastantes para registrar las distancias que median entre el poderoso y el mortal periodista y escritor. Digo “distancias” porque se trata de dos medidas, según se vea: la del político que no puede concebir la independencia crítica del otro, en este caso de Julio Scherer y de Vicente Leñero, a quien necesariamente mira desde arriba y con el creciente deseo de no mirarlo más; y la del periodista, alejado por naturaleza del caravaneo, el guaruraje, la lujosa y maloliente atmósfera que rodea a los candidatos presidenciales, e interesado sólo en revisar los dichos y dar cuenta de los actos que pueden verse detrás de la tenebra. “La ciudad en el centro” es tal vez el texto en que con más nitidez puede hallarse al gran cronista de poderoso aliento que ha sido el autor desde sus comienzos. Se trata de páginas escritas con mantenido asombro y renovada certeza en la tenaz, a veces milagrosa vitalidad de la gran urbe, energía que nace y se multiplica quién sabe por qué y cómo en y desde el Zócalo, en sus mercados, en los barrios adyacentes donde los sueños se concentran en los golpes enguantados a la pera en los gimnasios, en los atavíos coloridos de pobladores ajenos a las búsquedas estéticas, en las viviendas coronadas de antenas, en el juego perpetuo de las sombras. En esta crónica Vicente Leñero ha conseguido casar el ritmo de lo que su mirada percibe con el de su propia escritura. El resultado es más que afortunado.
La vida como partida de ajedrez. En “Sentimiento de culpa”, el relato abridor (para emplear un término beisbolero), una mujer que es escritora de buen éxito, madre presumiblemente soltera y además guapa tiene que entregar ya un dictamen, negativo según todo lo indica, a don Joaquín Díez-Canedo, inventor y dueño de la ilustre años ha editorial Joaquín Mortiz. Un alud de compromisos obliga a la dictaminadora a aplazar hasta lo imposible el fin del encargo. El día señalado, sin embargo, da al editor las cuartillas necesarias, luego de una lectura parcial y apresurada del manuscrito. Un dictamen perfecto: todos los defectos que don Joaquín sabía que abundaban en la obra fueron señalados puntualmente. El autor del original recibe la negativa con tristeza pero sólo para sorprender a la escritora, a la que caza en un acto público para decirle que está feliz porque Díez-Canedo le ha dicho que publicará su libro. Aquí aparece la partida perfecta: no hay duda de que alguien está mintiendo: o el novato o el editor. La dictaminadora entonces cae en cuenta de que ella misma no ha dejado de hacerlo: el dictamen dice cosas ciertas pero deja de decir otras. En el relato Leñero ha lanzado al mismo tablero datos ciertos, indudables (la caracterización del siempre caballero don Joaquín, el trabajo de su sobrino Bernardo Giner en la editorial, inclusive el cuadro de Vicente Rojo situado en las oficinas de la colonia Roma) junto a otros meramente posibles. Que la historia sea cierta o no, no importa gran cosa; es probable que sí y hay mucho para pensar que no. Lo indudable es que el autor ha jugado sus piezas de manera maestra para que la razón y la imaginación del lector organicen su propia partida.
Algo semejante ocurre en “Pieza tocada”, la historia de un misterioso ajedrecista que habría reinado en una mesa del café de la librería El Ágora de la ciudad de México de los setenta. Aquí Leñero lleva su juego de imbricaciones hasta los extremos: presenta a un ajedrecista avezadísimo del que sólo Juan Rulfo, su interlocutor en aquella librería, conocería una parte de su pasado: su intervención en episodios cruentos de la revolución cubana, su cercanía al Che Guevara, los motivos de su salida de la isla. Sigiloso en los primeros movimientos, el personaje es implacable, voraz y soez ante sus adversarios humillados. Cada partida a cincuenta pesos. Uno tras otro desfilan los derrotados, mientras en uno de ellos, Leñero (desde luego, para volver más real el relato), va larvándose el sentimiento de la venganza. Arreola rechaza la invitación a enfrentar a don Camilo (el implacable jugador) en nombre de la pureza ajedrecística: nada de apuestas. Eduardo Lizalde le entra al toro, sólo para salir bajo una cojiniza. Entonces a Leñero se le ocurre apelar a un gran jugador (que viéndolo bien no tenía por qué contarse entre los escritores) y da con el campeón mexicano. El desenlace del relato es un jaque mate fulminante.
Hay homenajes también en el conjunto. En “Flashbacks” el autor recuerda a su padre, cálidamente y de nuevo delante de los tableros. “Un tal
Juan Rulfo” muestra al insuperable escritor mexicano en su centro que-bradizo, frágil, como si Rulfo se sintiera mucho mejor, a salvo, entre sus recuerdos, sus seres amados y sus fantasmas, que en el inexplicable mundo del poder, sobre todo cuando percibe amenazas castrenses. Entre toda esta diversidad de tonos y asuntos, descuella un texto que se deshace de la realidad para apegarse a la tradición literaria: “Dónde puse mis lentes”, un cuento divertido, muy bien armado y que a no pocos los hará extrañar al personaje que busca sus gafas sin cesar. Destaco por último una nota de aparición frecuente entre la finísima ingeniería de las obras de Vicente Leñero: la disposición, cumplida sin falta felizmente, a la ternura, el registro de la soledad imbatible. Aparece ésta del modo más eficaz (por vivo, por sincero) en “La ciudad en el centro”, encarnada en la linda muchacha descubierta en la parte final; se despliega sin la mínima estridencia en la historia sorpresiva de “Stanley Ryan”, un viejo extranjero que se la pasa pidiendo ayuda hasta que encuentra la salvación gracias al castigo; está de nuevo en “No es falta de cariño”, un caso donde se pierde lo más valioso (la simplicidad de la vida, la libertad en fin) en nombre de la convención, y en “Toque de sacrificio”, cuento de beisbolistas en el que cada movimiento de las piezas va llevando a los personajes a una situación límite, más allá de la hermandad y del diamante. “Leyendo a Graham Greene” es un homenaje a la lectura como fuente de creación y un canto al cariño fraterno manifiesto entre los terrores infantiles. ~
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México