Juan Pablo Villalobos
Si viviéramos en un
lugar normal
México, Anagrama,
2012, 188 pp.
Una magnífica primera novela. Una novela corta de una loca originalidad que hiela la sangre. Cómica, convincente, terrorífica. En apariencia simple, pero altamente sofisticada. Una denuncia subversiva. Fulminante. Estos son apenas unos cuantos de los muchos elogios que ha recibido aquí y allá Fiesta en la madriguera (2010), la primera novela de Juan Pablo Villalobos, traducida casi de inmediato a catorce idiomas. A estas alturas los elogios deben sumar ya más de las ciento y pocas páginas del libro, en teoría uno de los acercamientos literarios más poderosos al asunto del narcotráfico en México. La novedad, se dice, estriba en la voz narrativa: es un niño, Tochtli, el que cuenta la historia de su padre, líder de un cártel, y la cuenta como, al parecer, lo haría un niño –sin explicaciones generales ni indagaciones periodísticas ni crítica política. La ventaja, se añade, es el punto desde el que se mira el fenómeno: no desde arriba, intentando comprender el sistema en que operan los cárteles, ni tampoco a ras de suelo, contando crímenes y cuerpos, sino a la altura de los ojos de un niño que de vez en vez se cuela entre los adultos y algo atisba.
Si me preguntan, es justo lo contrario: son esa voz y ese sesgo los que hacen de Fiesta en la madriguera uno de los relatos menos consistentes que se han producido de unos años para acá en torno al narcotráfico. Más toda- vía: en vez de proponer una perspectiva singular del asunto, la novela arrastra muchos de los tópicos a los que nos ha acostumbrado la así llamada narconarrativa (el capo, las joyas, el palacete) y repite no pocos de los hábitos que críticos como Oswaldo Zavala han ya denunciado –desdeña los procesos sociales, desprende a los cárteles de otras instancias políticas y financieras, se encandila con la titilante superficie del fenómeno. Sucede algo más grave y, eso sí, inusitado: como todo es narrado por un niño que opina que “la mayoría de los libros hablan de cosas que no le importan a nadie y que no sirven para nada”, y al que el mundo le parece enigmático y desmesurado, los cárteles aparecen como entidades misteriosas, casi etéreas, prácticamente inefables. Bonita narcopoética: creer que el narco es indecible, creer que la narrativa apenas dice.
Si viviéramos en un lugar normal es la segunda novela de Villalobos (Guadalajara, 1973) y no es intelectualmente más potente que la primera. La trama se sitúa esta vez en Lagos de Moreno, unos meses antes y unos meses después de la llegada de Carlos Salinas de Gortari a la presidencia, y refiere la historia de una familia –papá, mamá, siete hijos– que sobrevive, como se repite una y otra vez, a base de quesadillas (“quesadillas inflacionarias”, “quesadillas normales”, “quesadillas devaluación”, “quesadillas de pobre”). El narrador no es ahora un niño sino uno de los hijos mayores, Orestes, quien, ya adulto, recuerda su paso “de la infancia a la adolescencia, y de la adolescencia a la juventud, alegremente condicionado por lo que algunos llaman visión pueblerina del mundo, o sistema filosófico municipal”. Hay, salpicados por aquí y por allá, inmigrantes polacos, sinarquistas furiosos, vacas inseminadas, naves espaciales y sandías psicotrópicas –así como en el otro libro había espadas de samuráis, safaris por África e hipopótamos enanos de Liberia– y hay, también, un persistente sentido del humor que depende, en buena parte, de la exageración y la caricatura.
En aquella novela Villalobos se acercaba al asunto del narco no para pensarlo ni cronicarlo ni denunciarlo: se acercaba a él y punto. Acá ya no sorprende que vuelva al México de finales de los años ochenta con un par de objetivos bastante irrelevantes: congelar ese país en una caricatura, burlarse un segundo después de la caricatura. Que nadie espere encontrar aquí una exhaustiva reconstrucción de esos años, o una radiografía del pasado con la mira puesta en el presente, o una mordaz crítica de los estereotipos que empleamos para pensar el México priista. Lo que hay es una escritura que, convencida de su escaso poder crítico, se divierte con algunos lugares comunes y obliga a sus personajes a representar pesados roles alegóricos. Por allá aparece un policía, que muy pronto se torna el Policía, y por acá irrumpen el Profesor y el Político y el Rico y los Pobres. Solo en el penúltimo apartado todos entran en contacto y solo entonces el relato cobra cierta fuerza: se desvanecen los tipos, se alumbran las asimétricas relaciones entre unos y otros.
Lo que está en curso aquí es una suerte de restauración. Cuando uno lo creía ya vencido, se asoma en estas páginas ese mito que animó durante tanto tiempo a tanta literatura escrita desde y sobre México: el mito del México excepcional y surrealista. Ya lo advierte el título: este es un sitio como ninguno otro. Ya lo remachan todos y cada uno de los siete capítulos: este es un país tan peculiar que en él todo adquiere una tonalidad pintoresca y lo que en otros sitios se vive como tragedia aquí se experimenta como parodia y relajo. Da lo mismo si se habla de pobreza, corrupción, lucha de clases o, en el caso de Fiesta en la madriguera, violencia y narcotráfico: todo es puro folclor, típico desmadre mexicano, y es mejor reírse y hasta sentirnos un poquito orgullosos de lo singulares que somos. Bonita literatura para el sexenio que empieza: una narrativa que trae de vuelta viejos hábitos mientras se finge muy contemporánea. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).