Carmen Laforet ha sido siempre un misterio: como es bien sabido, su precoz triunfo con la espléndida Nada, premio Nadal 1944, desembocó en una carrera vacilante. En los sesenta años que le quedaban de vida, Laforet se casó, tuvo cinco hijos, se hizo católica ferviente, se desengañó de la Iglesia, se separó, viajó, publicó artículos y reportajes, algunos libros… pero no escribió las grandes obras que se esperaban de ella. Recientemente, la profesora de la Universidad de Barcelona Anna Caballé –máxima especialista española en memorias y autobiografías– e Israel Rolón han publicado una biografía de Carmen Laforet, muy adecuadamente subtitulada Una mujer en fuga (premio Gaziel 2009 de biografías y memorias, rba) que arroja cierta luz sobre las sombras, sin disiparlas del todo. Era, pues, un buen momento para reeditar, como ha hecho la exquisita editorial palentina Menoscuarto, las novelas cortas de la autora: siete textos redactados entre 1952 y 1954, que ofrecen a la vez una nueva oportunidad para conocer su obra, y algunas pistas para entender su vida.
Vistas desde la España de 2010, lo primero que llama la atención de estas novelas es lo muy distinta que era la España que retratan, la de 1950 y pocos. Un país miserable y atrasado, con el recuerdo de la guerra aún muy vivo, donde los pobres pasan hambre y están sucios, y se tienen muchos hijos, de los que buena parte mueren en la infancia. Se baila en casa, con la abuelita tocando el piano; las chicas se hacen acompañar por sus mamás para salir con el novio; quien coge un tren llega tiznado de hollín, y “metro” y “cine” son aún tan nuevos que se escriben –como el “pick-up” que empieza a sustituir al piano de la abuelita– entre comillas… Y sobre ese telón de fondo, ¿qué sucede? Si hubiera que reducir los relatos a un denominador común, podríamos contestar con una frase: una mujer sufre una transformación en su vida.
La literatura escrita por mujeres –permítaseme una generalización que no tengo aquí espacio para matizar– siempre ha tenido, y sigue teniendo, como tema fundamental la identidad y la condición femeninas, la vida y los deseos de las mujeres: señal de la necesidad, por parte de estas, de redefinir en sus propios términos lo que a lo largo de la historia ha sido definido y prescrito por otros. Y narrar un suceso –grande o pequeño, pero significativo– en la biografía de esos personajes femeninos les sirve a las autoras para poner de manifiesto sus aspiraciones, sus valores, los límites con que tropiezan… En “El piano”, una joven esposa contempla con entereza la venta –para pagar los medicamentos que salvarán la vida de su hijo– del único objeto de valor que posee la familia, un piano heredado de una tía rica. “La llamada” cuenta las aventuras de una mujer que quería ser actriz, renunció a su vocación, se casó, y años después deja al marido para cumplir su viejo sueño. “El viaje divertido” –quizá el mejor de los relatos, por el suspense y las elipsis– narra las vivencias de dos cuñadas que dejan el pueblo, y a sus maridos, durante unos días para asistir a una boda. En “La niña”, una mujer dedicada en cuerpo y alma a la caridad se hace cargo de una huérfana. “Los emplazados” es la historia de una maestra, a punto de ser fusilada en la Guerra Civil por un malentendido; la historia tiene como personaje nada menos que al diablo, aunque parece que en el último momento Laforet no se atreve a desatar la tragedia que venía preparando. “El último verano”, en mi opinión el peor de los textos –por maniqueo y mora-
lista– describe las distintas reacciones de los miembros de una familia al saber que la madre va a morir. Por último, “Un noviazgo” pone en escena a una secretaria enamorada de su jefe, hasta que para su sorpresa, él pide su mano. Es un relato de tesis, que a la arrogancia de los fuertes opone la dignidad de los débiles, y que se salva de ser “edificante” por su carácter (tragi)cómico.
Muchas de estas mujeres que pueblan las novelas cortas de Carmen Laforet, las que la autora dibuja con mayor simpatía, pertenecen a una estirpe rara vez retratada, aún menos ensalzada, por la literatura: son beatas. Laforet sabía de qué hablaba: ella misma estaba a punto de convertirse en católica a machamartillo, un proceso que narraría en su novela autobiográfica de 1955, La mujer nueva. Y hay que mirar de cerca a estas beatas laforetianas. Dan la espalda a los valores socialmente aceptados: no son coquetas ni vanidosas; no les importa el dine-
ro, ni la posición social, ni el qué dirán; solo quieren seguir su camino, que ellas entienden trazado por Dios, y que consiste en ser útiles al prójimo. Es curioso cómo, alineándose ideológicamente con la novela católica que tanto auge
alcanzó en Francia en el siglo xx,
Laforet se parezca tan poco a Bernanos, Mauriac, Julien Green. Estos consiguen su mayor logro retratando el Mal; Laforet no teme hacer algo tan difícil como presentar el Bien. Pero no se crea que sus personajes son convencionales; en cierto modo, y a pesar de las ostensibles diferencias (las unas son humildes, laboriosas, integradas en la vida de familia, las otras altivas, intelectuales, solitarias) , constituyen otra versión de las “chicas raras” de Carmen Martín Gaite. No es casual que prácticamente a todos los personajes femeninos de Siete novelas cortas se las tilde de “loca”, “chiflada”, “trastornada”. A su manera, son unas rebeldes
Y aquí es donde tal vez estas novelas nos ayuden a entender “el enigma Laforet”. Provista de unas espléndidas dotes de escritora –en la creación de personajes y de atmósferas, en la descripción de esas “emociones corporales” de las que tanto dice haber apren-
dido Álvaro Pombo, en su prólogo al volumen–, Laforet tropezó con su propia moral. Una moral católica extrema, casi de monja –esas beatas a las que retrata con tanta admiración son pobres, obedientes y castas–, evidentemente incompatible con la ambición o el éxito. Observemos, sin embargo, que ese ideal suyo solo se aplica a las mujeres: personajes más interesantes –en estas Siete novelas cortas– que los hombres, moralmente superiores a
ellos, pero al precio de renunciar
a cualquier deseo propio. Y fijémonos en particular en uno de los relatos, “La llamada”. Su protagonista, Mercedes, deja marido e hijos para realizar su vocación de actriz, reprimida durante treinta años. Pero solo consigue conocer la miseria, hacer el ridículo y ser tomada por puta; finalmente, al igual que Paulina de La mujer nueva, regresa junto a su marido, un final que el relato nos presenta como edificante, a pesar de que es obvio que ella no lo ama (y él le pega). Las dificultades de la mujer con vocación artística para llevarla a cabo, los desaires con que se enfrenta, la imposibilidad de alcanzar la cima en su carrera, la tentación de regresar a un papel –el de esposa y madre– en que se encontrará mucho más protegida y aceptada… son un tema recurrente en la literatura escrita por mujeres, desde Corinne de Madame de Staël (1807) hasta Corazón de napalm (2009) de Clara Usón. Que Carmen Laforet tu-
viera necesidad a su vez de plasmarlo en un relato, y que lo hiciera con tintes tan histriónicos –como si necesitara hacer ridícula a Mercedes para no identificarse con ella y con su reivindicación del derecho de la mujer a ser artista–, nos hacen sospechar que más que tener una moral, y concluir de
ella que el éxito le estaba prohibido, Carmen Laforet comprobó lo difícil que era el éxito y el miedo que le daba, renunció a él, y visitó de moral
esa renuncia. ~