La paradoja que pone de manifiesto este libro de Rosset es la afición del hombre por todo lo que es, o le parece, significativo, y la insignificante vida que vive. Insignificante no en el sentido de anodina, al menos no en todos los casos, sino en el sentido de carente de significancia. Cosa que tampoco quiere decir que carezca de significado, sino que cualquier significado vale, y que necesariamente tiene que tener uno, el que tiene precisamente, pero no precisamente sino de todas formas de una cierta forma.
Ya en las primeras páginas del libro Rosset nos recuerda una recomendación de Descartes que el Cónsul parece tener muy presente en su, llamémosla así, deriva rutinaria: “Ir siempre adelante si se quiere estar seguro de llegar al menos a alguna parte”. El Cónsul es el cónsul de Bajo el volcán, la espléndida novela de Malcolm Lowry, de la que se sirve Clément Rosset para empezar a hablar de lo real en Lo real. Tratado de la idiotez. Sugestivo título que invita a asomarnos al interior del libro con la esperanza de encontrarnos en él. Y allí estamos. Rosset no nos defrauda. Habla de nosotros, como lo sospechábamos, pues habla de lo real, y nosotros, esto más que sospecharlo teníamos la certeza, somos reales. Sorprendentes, como nos recuerda Rosset que ya dijo Sófocles, pero reales. Sorprendentemente reales, diría yo incluso. Pero no nos hagamos ilusiones, no sólo es un libro sobre la tontería. Este libro trata sobre lo banal, sobre la monotonía, sobre la insignificancia, pero es el libro menos banal, monótono e insignificante que pueda imaginarse. Rosset escribe con gracia, digámoslo así aunque en francés suene mejor. Cuando habla por ejemplo de las vías de acceso a lo real escribe: “La percepción ebria puede muy bien describirse, en suma, como una vía de acceso a lo real. No la única, naturalmente, ni tampoco la más recomendable, quizá. Para no levantar sospechas de que aquí se vincula secretamente la clara percepción de las cosas a la práctica de la embriaguez, mencionaremos brevemente, y al azar, algunas otras”. Y a continuación las menciona: el amor, o para ser más exactos eso que se suele llamar desamor, la experiencia del arte, es decir cómo ve el arte quien es capaz de verlo, y finalmente la vía filosófica, que resume las otras tres. O sea que para el común de los mortales sólo queda en realidad la ebriedad como vía de acceso a lo real. Y añadiríamos que no deja de ser curioso que a aquel que recurre a la ebriedad para escapar a la realidad, ésta se la devuelva con creces. Esto es lo que se llama justicia poética.
En la frase que hemos citado, Rosset nombra como de paso el azar, como por azar podríamos decir. Aunque yo diría más bien que el azar es el hilo conductor de lo real, o también, si tuviera que expresarlo en forma aforística, que sólo el azar es necesario. Los ejemplos a los que recurre para ilustrar su teoría de lo real, que, insisto, bajo su aparente frivolidad es uno de los libros filosóficos de más enjundia que he leído últimamente, son ejemplos, algunos realmente suculentos, extraídos al azar de sus lecturas y otras experiencias vitales (con perdón): Bajo el volcán de Malcolm Lowry, una película de Jacques Tati, el Molloy de Beckett (el extraordinario pasaje de los pedos), Napoleón en Jena visto por Hegel, la Historia del ojo de Bataille, y otras muchas historias más que no sólo hacen ameno un libro muy serio, sino que consiguen que comprendamos los conceptos y la argumentación sin apenas esfuerzo. Por mi parte puedo imaginarme perfectamente al Cónsul de Lowry sacando Lo real del bolsillo de su americana en plena melopea y leerles algunos pasajes a Yvonne y a su hermanastro. Por ejemplo, elijo al azar, éste: “Así, todas las cosas, todas las personas, son idiotas, ya que no existen más que en sí mismas, es decir, son incapaces de aparecer de otro modo que allí donde están y tales como son: incapaces, pues, y en primer lugar, de reflejarse, de aparecer en el doble del espejo”. Y a continuación el Cónsul cierra el libro, vuelve a guardárselo en el bolsillo, suelta un hipo, se levanta y se dirige con paso decidido al retrete. Yvonne y Hugh se miran, no hay nada que hacer, parece querer decir aquella mirada, y siguen hablando de la guerra de España.
Que en su búsqueda del sentido la filosofía tienda a la insignificancia es sin duda una de las grandes paradojas de su historia. Para Rosset, después de veinte siglos de filosofía, esto es algo incuestionable. La insignificancia no es lo contrario del sentido, lo contrario del sentido es el sinsentido. Es algo más drástico, su cancelación podríamos decir. Por eso, con la excepción de Rosset y algún que otro filósofo más, los filósofos modernos se ocupan tan poco de la insignificancia, a pesar de que la mayoría de sus obras sean insignificantes; pero éste es el otro sentido del término insignificancia, no del que habla Rosset. Que el sentido es algo real pero está ausente es la gran coartada tanto de los hegelianos como de los kantianos modernos, pues, ¿cómo no va a haber sentido? Eso es algo inimaginable, una cosa es que no lo veamos y otra muy distinta que no lo haya. Que no lo veamos porque no lo haya ni se les pasa por las mientes. Y lo grave del caso es que se está confundiendo lo real con lo que tiene un sentido, incluso aparente o diferido, de modo que todo lo que no tiene sentido no es real, cosa que, no hace falta decirlo, está siendo desmentida continuamente. Y éste es el verdadero mal del siglo: la negación de lo real por un lado, y la búsqueda de sentido por el otro. En realidad por el mismo lado, es decir, se busca el sentido porque se niega lo real. ¿Pero por qué niega el hombre lo real y busca el sentido? Pregunta pertinente, pues de momento el hombre actúa todavía por razones, ya que incluso los impulsos irracionales pueden pasar por razones. Pues sencillamente porque lo real no tiene sentido. O tiene cualquier sentido, lo que de todas formas de una cierta forma equivale a no tener sentido. Qué hermosa fórmula ésta que Rosset toma prestada del Cónsul, de todas formas de una cierta forma. Todo sucede de todas formas de una cierta forma. Es decir, no tiene más remedio que suceder, pero puede suceder de cualquier forma. Golpe de gracia al sentido. Éste hace bien en no aceptar el envite y en no reconocer lo real. Y en cuanto a él mismo, lo más prudente es aplazarse, dejarse para el futuro, lo que en cierto modo constituye también el sentido del futuro, un tiempo por venir en el que se realizarán, es decir encontrarán sentido todas las cosas. Incluso un tiempo en que se realizarán todos los deseos, pues el futuro es, como todo el mundo sabe, el tiempo de los deseos. –
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).