The Music of the Mill, de Luis J. Rodríguez

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The Music of the Mill de Luis J. Rodríguez cuenta la historia de tres generaciones de mexicanos en Estados Unidos. El abuelo, Procopio, es un yaqui que siente de pronto la inquietud del Norte en la brújula de sus pies y cruza la frontera sin más contratiempos. Se instala primero en Arizona y más tarde, ya casado, en Los Ángeles, donde consigue un empleo en la fundidora que consumirá sus fervores durante las siguientes décadas.

De la abundosa camada de hijos de Procopio, sólo importa Juanito, Johny, el más joven, el rebelde, el que en lugar de entrar directamente al vientre cruel de la acerería, explora las calles del barrio, se convierte en pandillero y, naturalmente, se gradúa en el inevitable mundo carcelario. Al salir, se casa con su novia de la secundaria y decide resignarse a trabajar con su padre y sus hermanos en la forja, donde logra rebasar los niveles elementales del trabajo físico gracias a su habilidad técnica. Su comprensión de las entrañas del leviatán lo lleva de manera paralela a la inquietud política.

Aunque fracasa su primer intento por tomar el sindicato con una planilla donde campean negros, chicanos y comunistas, el segundo, muchos años después, triunfa. Tristemente eso sucede en plena era de Reagan, cuando le toca presidir sobre el destace de la industria pesada.

La tercera generación es tradicionalmente la encargada de recuperar la memoria en las ya abundantes novelas de inmigración. En este caso la hija de Juanito, Azucena, es quien habla en primera persona y actúa como el lugar donde se deposita la memoria de una genealogía. Azucena: madre soltera, cantante de ocasión, salvada de las drogas y el alcohol por el evangelismo, adoradora del temazcal como puerta de entrada al conocimiento prehispánico, encarna la diferencia entre los mexicanos y los chicanos. Azucena puede escribir sobre la planta industrial porque ella nunca trabajó allí. Es la memoria de la incursión mexicana porque ya no habla español. Pero al mismo tiempo no logró la entrada al sueño americano.

Sin el fracaso de la tercera generación, ésta sería una novela más como La casa de la laguna de Rosario Ferré, The Woman Warrior de Maxine Hong Kingston o Dogeaters de Jessica Hagedorn, que en realidad no son sino modificaciones del modelo propuesto por la Bildungsroman. La idea es incluir a los abuelos en la arqueología del yo: los cuentos exóticos, pintorescos, de lo traicionado para devenir estadounidense. Al final aparece el ajuste de quien narra a la sociedad que la rodea. El triunfo implícito que el libro simboliza se debe a que ha dejado de ser como sus ancestros; a que, a pesar de comerse un chopsuey de vez en vez, habla más o menos el mismo chino que suahili un negro de Harlem.

Procopio, Johny y Azucena son la veta más potente de la familia, los mejores. Importa subrayar el hecho de que Rodríguez no haya escogido como personajes de su novela a los débiles, a los vencidos en la ruta. Importa porque ni siendo los fuertes y ayudados por el paso del tiempo logran la metamorfosis completa. Los chicanos siguen siendo víctimas de un racismo y de una rapacidad corporativa que acaba por vencer sus fieras energías individuales, lo que los obliga a replegarse en las expresiones marginales del mainstream. El silencio estoico, la violencia, las drogas y el alcohol, las "religiones tropicales", la actividad política radical son el núcleo de este catálogo potencialmente infinito de pliegues en los que se refugia el jodido, el postergado, el ciudadano de tercera.

Así, la clave para leer esta novela no se encuentra en el ascenso hacia el sueño americano, sino en el avance hacia su pesadilla. Estamos más cerca de la literatura y el cine negros del arco que comienza en el Invisible Man de Ralph Ellison y se prolonga en la producción de Toni Morrison y en las películas menos complacientes de Spike Lee y Mario Van Peebles.

Rodríguez es uno de eso poetas conversacionales capaces de acuñar impecablemente el instante. Lo mejor de su obra son los poemas que dedica a las epifanías que iluminan los páramos cotidianos: encontrarse con un boxeador chicano de Los Ángeles en pleno Nueva York, gozar el estallido sexual de una mujer que se levanta el vestido junto a una carretera atestada. En el caso de la novela, faltan estos instantes. A pesar de que Rodríguez trabajó en una fundidora, de que de alguna manera ésta es su vida, la nitidez se disuelve porque es un novelista primerizo. Olvida personajes, retoma subtramas cuando ya se han marchitado, inserta conversaciones de índole política o sociológica que deberían ilustrar el surgimiento de nuevos saberes pero en realidad los lastran.

Y a pesar de todo, su visión amarga, su voluntad de escribir la novela del inmigrante desde una voluntad mucho más cercana al realismo socialista que al realismo mágico, combinadas con lo que de verdad puede lograr en prosa —lo que prueba Always Running (traducido como Vida loca), esas memorias de la vida de pandillas en East la—, hacen esperar un nuevo intento, mejor templado por años de práctica en el verso, quizá menos ambicioso en su envergadura, pero mejor acabado.~

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