“No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el asfalto había que salir a la ruta, que corría recta, entre bardas y chacras, desde General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de manera que solo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces solo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que empezaban a ponerse de moda.”
Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata en 1943 y murió en Buenos Aires en 1997; cuando escribió las líneas anteriores tenía unos cincuenta años y el mundo era tan distinto del que había conocido en una infancia y una adolescencia giróvagas –su padre trabajaba en Obras Sanitarias y era trasladado habitualmente: a San Luis, a Río Cuarto y más tarde a Cipolletti, en la provincia de Río Negro– que debía de haber olvidado que, como afirmó Raymond Williams, “las nostalgias de los demás nos ofenden”. “Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino, pero yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos”, recuerda en “Primeros amores”, el texto con el que abre Arqueros, ilusionistas y goleadores. No es fácil explicar a un lector español y a uno mexicano de qué modo resuenan en uno argentino la desposesión sobre la que Soriano escribe, los nombres de Cafaro y de Pequenino, la palabra “retretas”. Explicarle a un lector argentino todas estas cosas –y la razón de los nombres de los clubes Honor y Patria, Estrella Polar, Laureles Argentinos y Excursionistas– es innecesario, o debería serlo. Soriano publicó Triste, solitario y final, su primera novela, en 1973; había comenzado a trabajar como periodista unos diez años antes y ya escribía en algunos de los medios más importantes del país, Primera Plana, Panorama, La Opinión y Noticias: por consiguiente, en 1976 tuvo que exiliarse. Publicó dos novelas antes de regresar a Argentina, No habrá más penas ni olvido (1978) y Cuarteles de invierno (1980): para cuando volvió al país, en 1984, era uno de los escritores argentinos más leídos de su generación, un estatus que ratificaron sus siguientes novelas –A sus plantas rendido un león (1986), Una sombra ya pronto serás (1990), El ojo de la Patria (1992) y La hora sin sombra (1995)–, sus recopilaciones de artículos, las adaptaciones a la pantalla de muchos de sus libros y sus contratapas en el periódico Página 12, en el que trabajó desde su fundación en 1987 hasta su muerte.
Escribir literatura popular, trabajar para la prensa y vender muchos libros no son cosas de las que un escritor deba abochornarse –aunque tampoco sirven para derivar de ellas una opinión sobre la calidad de su obra: hay literatura popular pésima y magnífica; en los periódicos, escritores solventes y simples trols con nombre y apellido; que muchas personas compren un libro no es sinónimo de que el libro sea bueno y ni siquiera de que sea realmente leído, etcétera–, pero a Soriano lo penalizaron, y la universidad argentina nunca mostró demasiado interés en su trabajo, en oposición al de muchos autores de su generación, algunos de ellos singularmente menos talentosos. Sin el apoyo de la universidad, y tras su muerte, su obra, a pesar de haber continuado siendo leída, parece haber caído en el cono de sombra del que intentan sacarlo ahora la pequeña editorial española Altamarea y el periodista argentino Ángel Berlanga: la primera publicó este año Cuarteles de invierno y Berlanga, que es editor y prologuista de Arqueros, ilusionistas y goleadores, acaba de publicar Soriano, una biografía del autor.
Quizás nuestra época pueda hacer escaso uso de expresiones como “insiders”, “fulbás”, “jas”, “centrofóbal”, “wines”, que –para Soriano, que jugó como centrodelantero en equipos semiprofesionales durante su juventud– son testimonio de una época específica, con su sensibilidad y su orden determinados: pero, habiendo reducido la épica en el fútbol a una cuestión de traspasos y conquistas amorosas de los jugadores, haría bien en prestar atención a los personajes de este libro, defensores de extremada y gozosa violencia, árbitros acomodaticios, comisarios que encarcelan a los visitantes cuando ganan al equipo local, delanteros temerarios que prefieren pasar por la cárcel a arruinar una jugada de gol, jugadores tuertos, entrenadores perseguidos por la mala suerte que “revolucionan” las reglas del juego colando en el campo un duodécimo jugador. De sus vidas modestas y sus afanes modestos en los campos de juego al borde del desierto Soriano supo extraer una épica particular, una literatura popular cuyos referentes pueden encontrarse en la muy poco popular literatura de Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway y Raymond Chandler –a quien Soriano definió en una ocasión como un “romántico irónico”, algo que también podría haber dicho de sí mismo– y una moral: si las victorias son relativas también lo son las derrotas, parecen pensar los perdedores de sus libros. El autor de Triste, solitario y final extrajo también de esas vidas un documento de época, un modo de hablar de política –es sorprendente descubrir la mucha que hay en estos relatos que, aparentemente, “solo” hablan de fútbol– y una risa franca, inocente como los filmes de Mack Sennett y la candidez de Buster Keaton. Pero Soriano no fue un escritor inocente, y este libro incluye, entre otros textos, “Otoño del 53”, un Aleph simple en el que se superponen todas las imágenes argentinas del siglo XX y es uno de los mejores cuentos que se hayan escrito en ese país en cualquier época. ~
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.