Un fantasma portugués, de Miguel Gomes

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El fallecimiento en este año 2005 de dos escritores conspicuos del llamado boom, Guillermo Cabrera Infante y Augusto Roa Bastos, más allá del hecho luctuoso en sí mismo, tiene seguramente un carácter simbólico. También por la “nueva narrativa hispanoamericana” ha pasado el tiempo, lo que no debiera apresurarnos a enterrarla, pero sí a subrayar que forma parte de los manuales de historia de la literatura. Ciertamente ha seguido dando sus coletazos y, de vez en cuando, alguno de ellos nos da en la frente cuando abrimos la página de novedades editoriales y nos encontramos con la última de Isabel Allende o de Luis Sepúlveda, por acordarnos de algún ejemplo. Pero, al margen de epígonos y otras ofertas comerciales, es una evidencia que hay que seguir escribiendo, ni en contra ni a favor de los maestros inmediatos, sino sencillamente seguir escribiendo.
     La narrativa más lúcida en Hispanoamérica ha decidido tomar los caminos que le alejen de toda clase de postrimerías. “Ya es triste ser post algo”, observa el venezolano Miguel Gomes en una entrevista concedida recientemente. Su último libro de relatos, galardonado este año en su país, refleja justamente un camino que, lejos de los experimentos verbales o de los sucesos asombrosos, prefiere reflexionar sobre acontecimientos menos llamativos. Anclándose en una tradición amplia, que va desde la literatura portuguesa a la rioplatense, la prosa de estos cuentos puede tener sus deudas con escritores que no forman parte del parnaso más obvio en Hispanoamérica. Así, el cuento que da título al volumen sigue el compás del magnífico José Bianco de Sombras suele vestir. Eso sí, se trata de un Bianco de melancolía lusitana y bienhumorada, a pesar de las tragedias que se cuentan en el texto. Luego está el asunto de los dobles, tema predilecto donde los haya en la literatura fantástica y que aquí asoma con un carácter que lo mismo recuerda al venezolano Eugenio Montejo que al muy portugués Pessoa (y, claro, a Bianco de nuevo). Por último, en esta lista apresurada de homenajes y filiaciones quedan las menciones a textos de la cultura clásica europea, desde las ensaladas renacentistas a la poesía de Garcilaso.
     Todo este conjunto de afinidades electivas dibuja ya el perfil del protagonista habitual de la mayoría de los cuentos del volumen: un varón solitario, ya sea viudo o divorciado, generalmente vinculado a dos mundos (América y Europa, con preferencia por España y Portugal) y dotado de una formación humanística tan sólida como ineficaz para hacer frente a su soledad y su desarraigo. Hay una excepción notable a este primer esbozo y se da en el primer relato, “Los misterios de la plaza del tiempo”, en donde se traza una versión cómica y grotesca del macho latinoamericano enfrentado al mundo de la pornografía neoyorquina. Otro espléndido relato, “El alienista”, del argentino Raúl Brasca, se ocupaba de un tema semejante con una cruel eficacia. No por casualidad se le cita como epígrafe a la historia de Miguel Gomes.
     Ahora bien, si señalamos el primer cuento como una excepción, no quiere decir que no haya erotismo en el resto del volumen (que lo hay, de manera irónica y sutil), sino que, frente a la corporalidad extrema de uno, le siguen, por así decir, una suma de narraciones en donde predomina la vivencia del cuerpo ausente. En “Cuento de invierno”, la nostalgia por un amor de juventud y la ausencia de la mujer amada en el presente determinan el estado inmóvil y reflexivo del protagonista. De otra forma, “Los efectos de Mateo Flecha sobre la carne” examina el valor redentor de la música sobre un hombre sometido a la soledad, mientras que “El vuelo de Sebastián da Silva” condensa las meditaciones de un prestigioso catedrático de literatura que siempre quiso llevar la vida apasionada de un compañero difunto. Para quien haya frecuentado por algún tiempo los congresos de hispanismo esta historia puede suscitar melancólicas reflexiones sobre su vocación, sus colegas y, quién sabe si sobre el valor real de su disciplina. En cualquier caso, tras su lectura, uno estará seguro de que, incluso de un medio tan aburrido y alicortado, se puede extraer una bella pieza literaria.
     De todos los cuentos quizá el más interesante pueda ser “Un fantasma português, com certeza” (así, en portugués). Aquí, más que en ningún otro lugar del libro, encontramos esa capacidad de alusión de la que hace gala Miguel Gomes, esa finura en la evocación del ausente que se instala irónicamente desde las primeras frases: “El fantasma de mi padre se nos apareció por primera vez a las tres horas del entierro. Estaba sentado en el sofá del estudio, con un libro abierto y la lámpara prendida (no se sabía bien por qué: eran sólo las cinco de la tarde y él, en esas cosas, siempre había sido muy ahorrativo)”. Poco a poco la relación familiar con el espíritu desgrana otras experiencias más reales, pero menos tranquilizadoras: la inseguridad ciudadana, el horrible nacionalismo chavista, la muerte violenta de la esposa del narrador, mencionada tan rápidamente que no por ello deja de estremecer. La realidad cotidiana, en efecto, se vuelve espantosa, y sólo queda el recurso de emigrar a la tierra del fantasma. Se han vuelto las tornas: el sueño de la América se hace pesadilla real, mientras que el país abandonado se rodea de sueños de libertad. Ahora bien, en ese movimiento de ida y vuelta no sólo se levanta el acta de defunción de un país todavía joven. Una lectura sociopolítica sería válida, pero insuficiente. A pesar de su prosa sobria y elegante, el cuento pide una lectura barroca y borgiana, que enfrente y asimile las identidades gemelas del padre fantasmal y el hijo viviente, porque el destino de ese viejo emigrante, idealista y revolucionario, hombre ilustrado y trabajador, se refleja en el de ese narrador desorientado y solitario, del que no sabemos ni siquiera el nombre, de la misma manera que él nunca supo el de su padre. Así, en una identidad fundida, el padre portugués y el hijo venezolano, la muerte y la vida, lo fantástico y lo real, el lado de allá y el lado de acá, acaban compartiendo al final lo único que les ata a la vida: la escritura. –

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