Con Un hombre sin patria Kurt Vonnegut ha cerrado brillantemente una carrera cuya trayectoria podríamos describir así: Primero se le cataloga como escritor de ciencia ficción (a su pesar). Él mismo recuerda esa época en la que ya llevaba varios libros a la espalda así: “En 1968 yo era escritor. Un escritor de segunda. Habría sido capaz de escribir cualquier cosa con tal de ganar dinero”. Y eso que ya era el responsable de novelas de bastante buena factura como Cuna de gato, Madre noche o Dios le bendiga, Mr. Rosewater. Pero aún no escribía la que será una de sus novelas insignia y que hará que la crítica y el público lo identifiquen con la mejor literatura estadounidense, Matadero cinco. A partir de aquí su carrera va en ascenso, y debemos aceptar que no había parado aún después de cruzar la barrera de la cordura, los ochenta años, en noviembre de 2002. Y a los 82, después de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y al bombardeo de Dresde (como prisionero de guerra, experiencia que dispara la escritura de Matadero cinco), de tener hijos y más hijos, de los premios y los laureles, ha publicado este libro de artículos (si es que alguna vez podemos llegar a llamar artículos a las muy acertadas, contundentes, imaginativas y oportunas opiniones de un escritor que se ha vuelto sabio a través del oficio), un libro que es como sostener una conversación informal con el autor en un diner de Nueva York, es decir, que ejemplifica los preceptos de su obra: narrar desde la verdad y hacerlo con libertad absoluta.
No podría ser más coyuntural este libro; cualquier demócrata, estadounidense o no, cualquier persona cuerda o, por lo menos, con un poco de sentido común, estará de acuerdo en que la administración Bush ha cometido por lo menos uno o dos fallos, aunque sea en el hecho de que no se encontraron armas de destrucción masiva en ningún rincón de Iraq, bien, Vonnegut despliega aquí todas las armas del ingenio para atacar a su gobierno, al que considera poco menos que fraudulento, emanado de unas elecciones arregladas, y no se detiene hasta dejar muy claras sus razones para considerarse un hombre al que le han secuestrado el país, sin patria. Después de descartar a todas sus instituciones como verdaderos garantes de solidez democrática y de recordarnos que los bibliotecarios ofrecieron resistencia valiente al no quitar de los estantes libros que en el ambiente post 11-s se consideraban peligrosos ni entregar a los servicios de inteligencia las listas de quienes los consultaron, si bien primero destruyeron los registros, nos dice: “Los Estados Unidos que yo amaba siguen existiendo en los mostradores de nuestras bibliotecas públicas”. Toda una declaración de principios. De acuerdo, no se trata de un analista político cargado de datos macroeconómicos, ni de un cineasta propagandístico como Michael Moore, pero capta de forma muy elocuente el hartazgo y la impotencia de quienes abren los ojos todos los días y se dicen “Joder, sigo en los malditos Estados Unidos en el siglo XXI”. Y no hay que perder de vista que Vonnegut es el crítico que se vale de la sátira, del humor inteligente y alto de la literatura: “A lo único que he aspirado es a proporcionar a los demás el alivio de la risa.” Y lo sigue haciendo, recordándonos de paso que el gobierno de Bush ha sido uno de los más torpes en la historia de su país.
Vonnegut es un humanista –no sólo de actitud, es presidente honorario de la Asociación Humanista de Estados Unidos– y aquí podríamos resumir y entender por qué le preocupa la ecología tanto, por qué es un rabioso antibelicista así como un furioso defensor del humor y por qué no puede considerar a su gobierno más que como a un grupo de psicópatas que hacen conjeturas: “Los humanistas procuramos que nuestra conducta sea lo más decente, justa y honrosa que podamos, sin esperar recompensa ni castigo en otra vida”. Y en este sentido, otra demostración del tremendo oficio literario del que aún es dueño, lo constituye la naturaleza misma de los textos. Se trata de artículos divididos en secciones, donde bien puede comenzar el autor con los autos Saab y terminar con el artista gráfico Saul Steinberg, el hombre más sabio que ha conocido. Esta forma de narrar, que se va plegando y desplegando, abriéndose como un origami, ilustra la libertad narrativa de Vonnegut a la que me he referido antes, no necesita de las convenciones periodísticas y literarias para exponer su opinión, sino que cada frase parece justo un ejercicio de lucha con cada una de ellas. Por eso cada texto parece menos un artículo y un adoctrinamiento desde la palestra del moralista (aunque no deje de mencionar a su admirado Mark Twain) que un pulido objeto literario. Y la literatura de Vonnegut despierta en el conocedor de la cultura pop y la historia del siglo xx una especie de furor. Es el goce inevitable que transmite lo fresco y acabado, es decir, lo aparentemente sencillo que desde un principio establece relaciones de intimidad con el lector. ~