Ernst Jünger, El teniente Sturm, México, Tusquets, 2014, 128 pp.
En El hombre sin atributos, Robert Musil afirma, en boca de su narrador, que “la probabilidad de adquirir conocimiento de un hecho extraordinario a través de los periódicos es mucho mayor que la de vivirla”, y más adelante traduce: “en otras palabras: lo más fundamental se realiza en abstracto y lo intrascendente en la realidad”. Tal vez esa es la razón que impulsa a Sturm, oficial alemán apostado en las trincheras del frente de Flandes durante la Primera Guerra Mundial, a consagrar su tiempo libre, precisamente, a la abstracción: escritura y lectura de los esbozos de una novela. Una exploración del alma, cuyos principales instigadores son el extrañamiento, la soledad y el tedio. A través de las imágenes de este relato, Jünger ofrece un retrato inusitado de la fragilidad de los jóvenes soldados alemanes, quienes, en proporciones más o menos iguales, celebraban un disparo certero a un oficial francés y el grácil movimiento de una alondra. Y es que no podemos radicalizarnos, el hombre moderno es un hombre fragmentado, recompuesto en partes, al que resulta imposible atribuirle rasgos categóricos, como el de héroe o villano. Resulta mucho más complejo, pues todo individuo tiene necesidades fisiológicas, espirituales, artísticas y sociales. Quizá, de eso se trata El teniente Sturm cuando dice “[Sturm] era valiente en el combate, no por un exceso de entusiasmo o de convicción, sino por un sutil sentimiento del honor que rechazaba, como algo sucio, el menor asomo de cobardía. En su tiempo libre llevaba una extensa correspondencia, leía mucho y también escribía”: el ser humano en busca de su realización, en fuga constante de sí mismo, incluso, en las situaciones más adversas. El horror atravesado por los ideales estéticos y morales.
Sin embargo, a pesar de la profundidad de las indagaciones propuestas por el autor, el tramado no resulta de ninguna manera un nudo gordiano, pues aquí lo hondo descansa en la simpleza: una historia de amor a la vida contada en dos tiempos que suceden sin tocarse. El primero es un recorte de la supervivencia en las trincheras; el segundo deriva de aquél y va creciendo al interior del cuaderno de apuntes del teniente Sturm. Una de las historias termina, la otra no. Podría terminar, pero no termina, porque la vida se ausenta; y cuando la vida está ausente el arte debe esperar, abstenerse. Complemento y contraste: la tregua y la guerra avanzan vertiginosamente, mientras que la narración que lee Sturm a sus compañeros ocurre casi en la inmovilidad, la velocidad es prácticamente anulada, se privilegia la descripción minuciosa y la estampa expresionista. El mismo Jünger afirma al interior del texto: “en este caso tengo la intención de investigar el contraste entre el afán de movimiento de una personalidad peculiar y la limitación de ese afán por el marco en el que le tiene sujeto el entorno”. Juego de contracciones y distenciones que simulan los violentos cambios de ritmo que se producen al interior de la propia vida. De fondo, lo que Jünger está haciendo es dar cuenta del desconcierto de no saberse a salvo, de vivir las palpitaciones de la existencia a cada instante; al tiempo que manifiesta lo “pasajero y triste de las relaciones humanas” y la imposibilidad de echar raíces a causa de tanto ajetreo.
El teniente Sturm es una extraña narración vitalista que tiene como centro la contemplación y el abandono del tiempo así llamado real. Una puesta en práctica del arte como sostén del mundo, como pilar de la esencia humana. Aquí, el amor a la vida se presenta como un vicio que consagra las horas a la meditación: lo trascendente no es la muerte, sino su reflexión. Sturm contiene el vértigo de su propia existencia en las trincheras, aún en tiempos guerra, imaginando el vértigo que experimenta un paseante en la gran urbe. La incertidumbre, el disparo y la emboscada en contraste con el aturdimiento, la expectativa y la ilusión producidos por mirar a través de un aparador o saberse mirado por una muchacha. Una exhibición de las verdades que encierran la existencia y la supervivencia. Escenarios que se oponen y conjugan para revelar los cambios ocasionados por la guerra.
Ahora bien, ¿qué hacemos con el autor? ¿Con su polémica figura? ¿Qué hacemos con el oficial alemán que dedicó sus libros a Hitler? Por un lado están los que sostienen que una obra no permanece sin la persona, que una obra no vale si su autor no tiene un corazón correcto; entretanto, también hay los que opinan lo contrario, que se debe leer a pesar de todo, pues una obra, si lo es en realidad, se justifica por su belleza, por su poder de manifestar una postura, cualquiera que sea la inclinación de ésta. En lo personal debo decir que he encontrado más personas que defienden el primer planteamiento, que rechazan cualquier ideología ajena a ellos, sin detenerse al escrutinio de la pura obra de arte; incluso, en alguna ocasión escuché a un notable profesor de literatura decir: “a mí me interesan las buenas personas, de esas hay pocas; prefiero un mal escritor de nobles intenciones a un tipo vil que sea un autor excepcional”. Del otro lado, como reacción opuesta podríamos citar, por ejemplo, a Juan García Ponce, quien afirmaba que ese tipo de opiniones, hijas de “la ignorancia y la mala voluntad”, son “el precio de la radical singularidad en el terreno estético” y “el precio de la radical exigencia de verdad [de cada autor] para consigo mismo en el terreno moral”. He aquí los argumentos, pues la discusión continúa en nosotros: ¿qué debemos hacer? ¿Debemos atravesar una obra con nuestros posicionamientos morales o debemos leerla contra todo, haciendo a un lado nuestras discrepancias políticas? Ciertamente, es decisión de cada quien aproximarse o no a la obra de Jünger. No obstante, resulta imposible ignorarla durante mucho tiempo, puesto que su lugar en la literatura universal reclama, tarde o temprano, una postura. Finalmente, tal vez habría que agregar que esta controversia no es nueva, ya Jünger sabía de las emociones que despertaba y en 1982, cuando le fue concedido en Frankfurt el prestigioso Premio Goethe, comentó en su breve discurso: “la ambivalencia me acompañó a lo largo de más de sesenta años de mi producción y me trajo adversarios de todas partes, y es de esperarse que esto no va a cambiar mucho”. Y, en efecto, no ha cambiado mucho. Seguimos en pugna.