He aquí el cuerpoGünter Brus, Veda abierta a los exterminados, traducción de Sarah Steiner y María Cerrato, Universidad de León, León, 2001, 170 pp.Una de las últimas y más portentosas creaciones de Antoni Tàpies lleva el título de Heus aquí el cos (He aquí el cuerpo). Se trata de una tabla colosal sobre la que figura un cuerpo que sobresale con un medido altorrelieve, un cuerpo todo perfección, pero genuflexo, desmembrado, inmolado en el curso de lo que podría ser la estación terminal de un íntimo via crucis. Tàpies ha pintado a lo largo de su carrera muchos cuerpos exentos y sin cabeza, como el aludido, para poner en valor los distintos miembros, casi siempre seccionados, arrancados o desprendidos. Con frecuencia, sus cuadros muestran cuerpos postrados y mutilados, y a veces sólo sus brazos, piernas o manos, que poseen la eternidad de los exvotos y las presentallas y su misma inquietante vibración.
El siglo XX ha sido fértil en la alusión gráfica al cuerpo dañado, a la física humana despiezada y esparcida. No me extraña que detrás de semejante inclinación se esconda un deseo de salud o exorcismo sociales, más allá del reconocimiento de una vulnerabilidad y una caducidad de la carne que el arte barroco ya se encargó de representar hasta encallar en tópicos iconográficos irrepetibles. El arte del cuerpo propiamente dicho es, sin embargo, una novedad contemporánea que, entre el espectáculo del faquir y la crítica revulsiva a la autocomplacencia occidental, se aleja de la representación y utiliza a la carcasa humana como herramienta artística, a su sangre como pintura, y a su herida como emblema.
Günter Brus (Ardning, Austria, 1938) fue uno de los inventores más osados y feroces del body art y su seguidor más conspicuo mientras el cuerpo le aguantó. Con ese mismo cuerpo vejado y oprimido, sobre el que aplicaba sajaduras sin cuento, consiguió transmitir a minúsculos auditorios de espectadores aturdidos toda la turbulencia animal del ser humano, es decir, su verdadera dificultad de pensar.
Brus había conocido a sus amigos y compañeros del movimiento accionista austriaco hacia 1960. A finales de 1963, tuvo lugar su encuentro, determinante, con Rudolf Schwarzkogler. Con él y con Hermann Nitsch y Otto Mühl participó en 1964 en el llamado Luftballonkonzert. Fue el primero de sus agresivos desafíos a la extrema rigidez de una sociedad austriaca marcada aún por una ideología ultraconservadora. Si en todos los miembros del Aktionismus bullía la violencia plástica del expresionismo germano, era en Schwarzkogler en quien más sólidamente cuajaron la dulzura erótica y el misticismo febril de esa tradición en buena medida vienesa. Schwarzkogler aparecía como un esteta tan arriesgado como Brus. Pero lo que en éste era exhibicionismo brutal e insostenible, envuelto en un ritual escatológico y fetichista contra el que reventaban los comportamientos ocultos de la sociedad, a la cual se quería someter de ese modo a un programa clínico de apocalipsis y caos, era en aquél autocrítica y prudencia puestas al servicio de una delicada práctica automutilatoria que rehuía toda resonancia mediática y pública. Quizá por esa discreción pronto se creó la leyenda de que Schwarzkogler se había castrado en una de las únicas siete acciones que realizó para un pequeño círculo de amigos entre 1965 y 1968.
En ese escaso tiempo, casi todo acabó mal para estos accionistas de mímica guerrera que seguían, sin proponérselo, la consigna de Breton de que la belleza sólo puede ser convulsa. Schwarzkogler se suicidó, arrojándose desde la ventana del cuarto piso en el que vivía en Viena. Nitsch abandonó la ciudad, y Brus se vio obligado a huir a Alemania después de que la justicia austriaca le condenara a seis meses de prisión por haberse masturbado mientras cantaba el himno nacional en el ejercicio con el que participó en la más celebrada acción común del grupo, titulada Kunst und Revolution.
Cuando, en 1970, Brus decidió dejar de sacar hacia fuera el tumulto salvaje de su cuerpo lleno de cicatrices, trasladó la pasión de esas acciones a la emoción de la palabra y el dibujo, de la escritura y la línea, pero sin renunciar a la única morfología de la rabia y la provocación que el mundo le ha permitido conocer. Tampoco renunció al efecto redentor que sus acciones, al igual que las de otros ar-tistas como Gina Pane o Vito Acconci, habían buscado al presentar su cuerpo como víctima sacrificial delante de una sociedad impávida. Veda abierta a los exterminados es la prueba de que Brus también se ha "incorporado" a estos dos medios de expresión, el lenguaje escrito y el grafismo, y de que en los 78 aforismos con otros tantos dibujos que lo componen resuena la antigua agresividad so-cial, su grito bestial y extremoso, una demoniaca energía adolescente de una asombrosa fuerza esclarecedora. En la estela de Kubin, Kokoschka o Schiele, aunque más mórbido y paródico, por lo que hace a los dibujos, y de Lichtenberg o Canetti, si bien más agrio y como fermentado, por lo que hace a los aforismos, sus ilustraciones y sus textos parecen apoyarse en la representación sensible de un mundo mórbido y dislocado, al que Brus inyecta una dosis exacta de ironía y fluido blasfemante y que tiene por humus el pensamiento permanente de la destrucción y el daño. Él se emplea con una beligerancia extrema que no da tregua al observador y que perfora los límites puestos por la razón al sentido y al decoro.
"El ser humano descuartizado es uno de los alimentos de los dioses extinguidos", dice uno de sus aforismos ilustrado con el dibujo de una vaca colgada y abierta en canal a la que dos vectores señalan. Desde luego, el espíritu sacri-ficial y provocador de las acciones de Brus no parece haber desaparecido aquí. Al contrario, unos apotegmas como al-fileres y unos trazos puntiagudos y cortantes lo concentran con el mismo afán redentor. A la manera de largas respiraciones difíciles, las breves sentencias ("Lo importante no es lo que eres, sino qué presión resistes"), los dibujos (un pie brutal empuja una estaca contra el pecho de una mujer desnuda) de Veda abierta… son como los espasmos dolorosos del cuerpo magullado de Brus, que tan pronto jadea roncamente como deja exhalar un hipo agudo cual silbido, al tocar la poesía y la lucidez en el extremo de su agonía.
La colección en que aparece este libro, dirigida por Javier Hernando y José Luis Puerto, promete materiales de artistas plásticos que alumbren los distintos procesos de la creación. Se anuncian los del artista holandés Lucebert y los del pionero conceptual español Isidoro Valcálcer-Medina. Si además todos llevan un prólogo como el de Piedad Solans en el libro de Brus, cabe augurarle el éxito. –