Pelo azul. Elsa M. Anderson ha abandonado el escenario de Viena en medio de la interpretación del Concierto 2 para piano de Rachmaninoff, al que ella llama Raj. Se fue de tempo, el director de la orquesta la señaló con la batuta y entonces ella dejó el escenario. Pero no por eso, o no directamente por eso. Las razones de por qué se perdió y se fue del concierto es la falsa motivación que palpita en Azul de agosto, la novela más reciente de Deborah Levy (con traducción de Antonia Martín, publica Random House) –llega después de El hombre que lo vio todo, la novela post-autobiografía en construcción de la sudafricana, compuesta por Cosas que no quiero saber, El coste de vivir y Una casa propia–. Un poco antes del concierto en Viena, Anderson había decidido teñirse su impresionante melena de azul, cosa que hace, en la peluquería de confianza de su maestro y padre adoptivo, Arthur. Mientras el tinte actúa, Arthur se come un sándwich e improvisa una disertación sobre la relación entre Nietzsche y Wagner: “Al parece, a fin de escapar de su enamoramiento de Wagner, Nietzsche empezó a escuchar al compositor francés Bizet, pues su música contenía el sol de la mañana”.
La pianista en busca de su identidad. Elsa M. Anderson ni siquiera se llama así, su nombre de pila es Anna, pero fue Arthur quien se lo cambió. Arthur es su maestro, ya lo hemos dicho, también hemos dicho que es su padre adoptivo: la adoptó cuando era una niña con el propósito de que desarrollara su talento al piano, era una niña prodigio. Arthur la adopta pero ella ya está con una familia de acogida: su madre biológica, cuya identidad desconoce Anna/Elsa, así como los motivos por los que la dio en adopción, la abandonó. Después, según Elsa, ella abandonó a su madre de acogida. Elsa/Anna viaja por cuatro países –Grecia, Francia, Inglaterra e Italia– como buscando su identidad o pistas que le ayuden a descubrir quién es y quién quiere ser.
Caballos y otros objetos mágicos. La novela se abre con Elsa en un mercadillo en Atenas observando a otra mujer, parecida a ella. Lleva un sombrero negro de fieltro y está atenta a la demostración que hace el tendero de dos esculturas de caballos que se mueven cuando se les levanta el rabo y se paran al bajarlo. La misteriosa desconocida se lleva los caballos, que resultan ser los últimos de la tienda, para disgusto de Elsa, que ve en ellos una especie de objeto mágico, de símbolo cuyo significado –descubrirá más adelante– tiene que ver con su madre y una imagen de su infancia. Elsa, disgustada, decide quedarse con el sombrero negro de la mujer cuando se le cae a esta: pretende usarlo como moneda de cambio por los caballos en caso de que la vea de nuevo, cosa que sorprendentemente pasa en todas y cada una de las ciudades. O eso cree Elsa, que además de verla, mantiene conversaciones con ella aunque solo sea en su cabeza. Hay algunos objetos mágicos más: pianos, el anillo de una amiga de Elsa –ahora amplío– o el propio pelo azul de Elsa. Y están los documentos de la adopción que Elsa no quiere leer porque entonces la historia ya estará contada y será inalterable, pero que Arthur le ofrece.
Marie, la del anillo. Marie, la del anillo, es una amiga de 70 años de Elsa que tiene una amante; hacen una videollamada a Elsa porque la amante estaba entre el público del concierto de Viena y Elsa se da cuenta de que acaban de follar. Pero de Marie impresiona la puntería: lanza su pesado anillo al tipo que está a punto de arrollarlas con el patinete mientras ellas caminan, ¡y le da en la cabeza! Un poco antes, le ha propinado un buen pisotón a un tipo que pretendía pasarse de listo con Elsa, a la que también quería lamer, o eso le ha dejado anotado. Después pretende que ella le pague 200 euros a cambio de que él le dé el teléfono que ella ha olvidado en una terraza parisina.
Todos los demás. Azul de agosto está llena de música, a veces los personajes cantan una canción o escuchan otra o interpretan una pieza al piano; a veces se cuentan detalles de la composición, como el año o la ciudad, porque Elsa cree ver en eso una coincidencia, una señal para descifrar su origen. Aparece Montaigne en estatua: Elsa está a punto de tocarle el pie, pero luego no lo hace. Hay humor y es todo a la vez ligero por muy potentes que sean las imágenes que ella construye.