En el capítulo anterior, nos dejé a mi familia y a mí caminando angustiosamente bajo la lluvia en Granada. Mi novio llevaba a nuestra hija pequeña dormida en brazos, nuestros otros dos hijos se quejaban del frío, mi novio anticipaba una gripe familiar y yo me reía porque no sabía qué otra cosa hacer. Teníamos cinco paraguas plegables y de una calidad pésima, pero como no hacía viento aguantaron hasta la casa en la que nos quedábamos, al lado de la plaza de la Universidad, al lado de la catedral, por la que habíamos pasado por la mañana, al lado de El bar de Eric, al lado de discos Bora-Bora… No hubo gripe ni toses ni mocos ni fiebre a la mañana siguiente, que se levantó soleada. Desayunamos en un bar con las mesas tan pequeñas que tuvimos que ponernos en dos separadas para caber. En la plaza había un mercado de artesanía que recorrimos una y otra vez, pendientes, anillos, cuadernos, láminas y mucha granada de porcelana. De un lado a otro y vuelta a empezar. Deberíamos llevarles algo a los vecinos, le dije a mi novio: nuestros hijos se cuelan en su casa con mucho más descaro que sus perros en la nuestra. Parados frente a una de las mesas con granadas y mandarinas y jaboneras con forma de casette, mi hija pequeña gritó: “¡un pene!” señalando efectivamente el pene de uno de los limones –habían sexualizado a las frutillas–. Nos llevamos una pareja de limono y limona.
En el mariposario del Museo de Ciencias Naturales de Granada, seduje a una mariposa. Primero pensamos que era el olor de la comida lo que la había atraído hasta mi bolsa. Pero luego se pegó a mi chubasquerillo, el que había estrenado en Bilbao, y luego a mi gorra, la que me había comprado en Bilbao. Me despedí de ella anticipando lo que añoraría su atención inesperada.
Al día siguiente era lunes, pero teníamos sol y tuppers en el congelador.
Después de Granada llegó Halloween: catrina, hombre lobo, bailarina muerta (mis hijos) y Beetlejuice cuando sale con la gabardina (yo). Fuimos a hacer truco o trato por el barrio de los guiris que me resultó confuso con tanta cuesta: nunca sabía si estaba arriba o abajo con respecto al lugar donde habíamos dejado el coche. Comimos pizza al principio del paseo, fuimos juntando las mesas de los chiringuitos cerrados. Los niños se comieron todas las chucherías mientras esperaban la comida.
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Es verdad que aquí en seguida te sientes bien acogido e integrado; en parte porque nadie es de aquí porque en realidad aquí no había nada hasta hace unos años, más que el cruce donde está la Venta, que se abrió a finales de los cincuenta y que debía de ser lo único que había cuando rodaron Los joyeros del claro de la luna, con Brigitte Bardot (¡se ve el Pichirichi!, me habían advertido, y las cuevas). También es verdad que hay negacionistas del cambio climático en alguno de los grupos de whatsapp del cole. Solo hay dos curiosidades a saciar: por qué aquí (¿cómo nos has encontrado?) y cómo te ganas la vida. Le propuse a mi novio decir que huíamos de la justicia, pero no le debe de convencer porque veo que una y otra vez explica que él es programador, teletrabaja. Y luego me mira y ella es… y yo me río. Mujer-orquesta, espía, malabarista, avistadora de tordos, gilipollas… son algunas de las cosas que a veces respondo antes de decir la verdad. Me da un poco de vergüenza y consigo lo contrario de lo que pretendo: hacerme la especial y quedar como una gilipollas. Ahora ya más o menos todo el mundo sabe que soy escritora: una madre ha leído dos libros míos (“está hecha una follarina”, le dijo a otra madre; pura ficción), sé del gusto por la novela histórica que se cultiva en este pueblo, auténtica devoción, y he compartido algún que otro cotilleo con la bibliotecaria. Nunca sé qué responder cuando me preguntan qué escribo, más allá de la negación tajante cuando se animan a adivinar: ¿poesía?
Una mañana de las que me bajaba a leer a la playa, me abordó una señora. Me fue engatusando en la conversación antes de llegar a lo que le interesaba.
¿A qué te dedicas?
Mi balbuceo habitual.
Pero tú escribes, ¿no?
¿Cómo lo sabes?
Es que has escrito de mi nieto…
Tensión.
Es que es tal cual.
Alivio.
Pensaba que era secreto.
Aquí lo sabemos todas, me dijo. Pero no sonó a amenaza.
Antes, cuando iba a correr me cruzaba con ella y sus amigas, que salen a caminar a buen paso. Ahora no salen, supongo que por el frío. Esperan la primavera.