Ulises o la épica del cuerpo

El centenario de la publicación de Ulises señala el triunfo de la modernidad literaria y el establecimiento de otra manera de concebir la relación entre vida y literatura, imaginación y realidad.
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Según Virginia Woolf, el mundo cambió alrededor de 1910. La Gran Guerra lo hundió y el arte que la acompañó creyó que había que destruirlo todo para volver a comenzar. Crear de la nada. Como los lienzos cubistas, quienes sobrevivieron el horror estaban hechos pedazos. 1914 exigió un arte desprendido del paisaje, distante del melodrama doméstico, liberado de la historia. Otra manera de ver. A esa generación pertenecen los artefactos que han cambiado nuestra forma de percibir la realidad, y consecuentemente de leer, modificando nuestras expectativas según técnicas mediante las cuales el escritor hace una realidad verosímil, sea realista o fantástica.

La vanguardia cumple sobrado el siglo, pero no ha perdido fuerza ni integridad, trascendiendo su época y proyectándose. Las piezas que durante mucho tiempo epataron al consumidor hoy forman parte de lo que se considera modernidad clásica. La unión de estos conceptos parece incompatible porque la modernidad buscó la diferencia, el escándalo, la ruptura, mientras que el temperamento clásico favorece lo contrario, lo perecedero, lo eterno, lo sereno. Lo que en su momento fue incomprensible, destila sus secretos desde las paredes de los museos hasta las investigaciones y ediciones que ocupan a los especialistas e historiadores del arte.

Ulises, de James Joyce, propone otra manera de concebir el mundo y probar los límites del lenguaje. Como antes los románticos, los modernos son radicalmente destructores de las convenciones, iconoclastas atentos exclusivamente a la exigencia del arte como creación absoluta. Sin embargo, contrariamente a la exigencia de Eliot del arte como creación absoluta, “hacer algo de la nada”, Ulises está montado en una historia ancestral que narra las aventuras del héroe arrastrado a una guerra que repudia, una estructura con episodios que guían y contienen la narración. Según Eliot, los acontecimientos que llenan el día y su madrugada son un pretexto para que Joyce juegue con el simbolismo mítico, la complejidad lingüística y el pastiche.

Ulises no sucede en Troya, sino en el centro norte de Dublín: Parnell Square, a la derecha Belvedere, el colegio de los jesuitas y a unas cuadras Mountjoy Square. Muy cerca Eccles, donde viven los Bloom, un área limitada en la que ya pululaban las vecindades en las mansiones georgianas arruinadas. Se dice que quien no conozca Dublín, leyendo Ulises puede reconstruirla. No podría haber un tema menos novelístico que la vida diaria, pero el 16 de junio es extraordinario. Ese día revolucionó lo que se entendía por novela.

Ulises es una épica que transcurre en un mundo minúsculo donde los héroes fueron reemplazados por personajes comunes, hechos corrientes de un día cualquiera y sin embargo extraordinario. El centenario de la publicación de Ulises –se publicó en 1922– señala el triunfo de la modernidad literaria, su última frontera y el establecimiento de otra manera de concebir la relación entre vida y literatura, imaginación y realidad.

La línea que las separa se ha vuelto tenue y el “monólogo interior” la hace desaparecer en favor del conocimiento de sí mismo, que implica vagar por un paisaje alterado donde la realidad se fragmenta y mezcla, mostrando una alternativa que trastorna la estabilidad de las definiciones establecidas sobre lo que es y no es la realidad, un tema plenamente contemporáneo. El discurso interior tiene la deriva del sueño, que reúne lo disimilar y ajeno temporalmente mezclándolo con cuestiones incluso prácticas o triviales. Es un discurrir que entra y sale de territorios emotivos distintos, cambiando las expectativas del lector. En lugar de tener una historia lineal, tenemos una simultánea y con una temporalidad propia.

Para que esto funcione, es imprescindible la suspensión voluntaria de la duda, pero para creer el consumidor necesita las referencias que le permitan descifrar. Sin ellas el texto, como las otras artes, permanece hostil a la curiosidad del lector que busca sumergirse en el relato. La novela se transforma en un acertijo que, en el caso de Ulises, desde 1922 mantiene vivo el interés de lectores, críticos e investigadores.

Ulises solo es posible en un ámbito urbano, por el marco que ofrece y porque solo en una ciudad los estímulos se reúnen, dispersan y mezclan constantemente. Piénsese en cualquier escena urbana y siempre ocurren muchas cosas al mismo tiempo. La novela no desdeña la descripción de Dublín, que aparece en imágenes intermitentes, visiones fugaces que podrían también ser epifanías o “epistomadologies”, revelaciones cuya profundidad se desvanece inmediatamente. La ciudad crea un ritmo frenético y fragmentario. En lugar de los párrafos que abren y cierran una pequeña escena, el lenguaje se abre a la reflexión, a seguir el impulso, a derivar como quizá lo haría el flanneur. Es un discurso errático que incorpora la minuciosidad, el hallazgo, la ironía y la transgresión.

El escándalo precedió la aparición del libro, juzgado obsceno y prohibido en Estados Unidos, donde una revista publicó un par de capítulos. El rechazo al libro se basaba en el efecto sobre los lectores, de quienes se temía emularan personajes reprobables, como le ocurrió a Emma Bovary, quien confunde su vida modesta con la de una heroína romántica. El riesgo del influjo literario actúa mediante la imaginación que completa el mensaje transformando la recepción en participación. La colaboración del lector es esencial.

Joyce, pensó el juez en Estados Unidos, había creado voluntariamente un atentado contra la virtud. Y es cierto. Ulises atenta contra el decoro, la reticencia y los buenos modales. Es un libro indecente porque es consciente del cuerpo. Ulises no sorprende a la intimidad. Al contrario, la pone en escena bajo una luz abrasadora. Lo que causa estupor a algunos es la manera desenfadada con la que Joyce afirma la obscenidad para revelar el cuerpo real y sus avatares. Desnudarlo significa abrir pistas, destruir interdicciones nombrándolas, transgredir para saber. Pero esto tampoco agota Ulises, porque Joyce no se propone dar una lección. Para escandalizar correctamente hay que deslumbrarse a sí mismo.

Uniéndolo todo están las sensaciones, que más que instrumentos del intelecto lo son de los “bajos” instintos, el dominio del cuerpo y sus secreciones, sus olores, sus funciones, sus apetitos y deseos. La clara conciencia de la bestialidad hasta entonces contenida aparece en Ulises abiertamente. Los personajes también defecan y menstrúan.

Es una novela sensual que le otorga al sabor un lugar primordial. “Probar” es el verbo más cercano a esta disposición oral que con frecuencia “cosifica” al otro, al que se prueba, se paladea como cuerpo, la boca, el aliento, como sucede con Blazes Boylan visto por Molly, que lo transforma en un toyboy, un hombre hecho para el consumo. Molly continúa sorprendiendo al hablar de su relación sexual con Boylan, definiéndola como tal, una experiencia corporal a partir de la cual se teje el resto del personaje. Boylan existe en el mundo de la fantasía de Molly, quien evalúa desencantadamente su actuación invirtiendo los roles. La “política del cuerpo” libertario nunca fue más poderosa.

Leopold Bloom también examina los cuerpos femeninos que se cruzan en su camino, cada uno parte de una galería voyeurista que llega a su clímax en la playa, cuando Bloom se masturba mirando a Gerty Macdowell recogiéndose la falda. Al incorporarse y caminar la ninfa cojea, una conclusión patética porque es la pierna la que lo ha inducido al placer furtivo. En la mirada de publicista de Bloom, los objetos y el cuerpo son lo mismo y su índice es la ropa que lo envuelve, el sombrero cuyos detalles discute, la ropa interior que completa el escenario de una sexualidad fetichista que nos entrega el cuerpo a bocados.

La presencia del cuerpo bajo y bestial es revolucionaria. Después de todo, nadie se imaginaría a Darcy eructando o rascándose, o a Emma hablando sobre el flujo menstrual. Pero la “política corporal” en Ulises no se detiene en exhibir el cuerpo, sino que busca volver su representación una fantasía que debe haber regocijado a Joyce y sigue pasmando a lectores que se detienen en el Retrato del artista adolescente, una novela que prepara el camino a Ulises pero que puede con Werther ser clasificada dentro de la Bildüngsroman.

En las aventuras nocturnas en el burdel, Bloom se abandona a fantasías que no solo alteran los roles, sino que los destruyen, reconfigurándolos de acuerdo con la fantasía erótica, azuzada por el placer de rechazar la prohibición esencial que impone el dominio de un sexo sobre el otro. Bloom se sueña poseída, como antes ha imaginado a su mujer siéndolo por Blazes Boylan, mientras Bella, la dueña del congal, se transforma en Bello. Como sucederá en El balcón, de Jean Genet, la casa de citas es un escenario en donde la realidad ha sido desplazada.

Ulises es un clásico, lo cual significa que es irreductible a la más fina y erudita interpretación y, paradójicamente, más accesible en una época que no es ajena al monólogo interior, el uso arbitrario del tiempo, la inclusión de la fantasía en la realidad y la cuestión del cuerpo. La importancia del tema es reconocida por el mismo Joyce, que se refirió a Ulises como “la épica del cuerpo humano”.Joyce no se propuso hacer accesible el espíritu, sino el cuerpo. 

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