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Al observar el extraordinario espectáculo de drones y luces con que China recibió 2020, a nuestras mentes occidentales acudió una idea que nos acecha desde hace tiempo: en China ya es el futuro. Por eso, a nadie podría sorprender que en el gigante asiático se esté escribiendo mucha de la mejor ciencia ficción de la actualidad. “La literatura realista a menudo no puede mantener el ritmo del cambio que se está produciendo en China”, opina Alec Ash, escritor británico que vive en Pekín.
¿Qué clase de ciencia ficción podemos escribir nosotros desde el otro extremo del mundo (no solo en términos geográficos, claro está)? El escritor argentino Marcelo Cohen propuso una respuesta: la “ciencia ficción de la truchez”, de lo chafa, de lo cutre. Así llamó a cierta tradición literaria rioplatense, pero que vale para toda América Latina: una ciencia ficción de la periferia, donde la tecnología funciona mal, las máquinas vienen falladas de fábrica, las computadoras se cuelgan, el futuro siempre está demasiado lejos, en otra parte.
Un poco en esa tradición han venido a ocupar un lugar las novelas de Martín Felipe Castagnet (La Plata, Argentina, 1986), obras que combinan la ficción especulativa y la fantasía con cierto costumbrismo que permite sentirlas muy cercanas, como una realidad que podría esperarnos a la vuelta de la esquina. La primera fue Los cuerpos del verano, de 2012, ganadora del VII Premio a la Joven Literatura Latinoamericana otorgado por la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, Francia. Describe un mundo en que la muerte dejó de ser definitiva: los muertos permanecen en “estado de flotación” –en internet– hasta encontrar otro cuerpo en el que reencarnar. ¿Cómo cambiarían nuestros modos de vida si la muerte no equivaliera al final?
En mayo de 2017 –casi al mismo tiempo en que Castagnet era incluido en la segunda edición de Bogotá39, la lista de los mejores escritores latinoamericanos de ficción menores de 39 años– se publicó su segunda y más reciente novela, Los mantras modernos. Imagina un futuro en que las personas pueden “desaparecer” a voluntad, aunque lo que hacen en realidad es trasladarse a otra dimensión, la “fosforescencia”, también llamada el futuro. Los buscadores de internet se han vuelto casi infalibles para vaticinar lo que vendrá y todo el mundo espera el apocalipsis.
“Llegué al costumbrismo para acercar las preguntas de la ciencia ficción y la exuberancia de la fantasía a un entorno más íntimo para el lector, donde no pueda evadirse por completo –dice Castagnet–. También porque es una buena forma de sostener que el mundo que nos rodea puede ser otro sin dejar de ser nuestra casa”.
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Castagnet se gana la vida como traductor. De hecho, responde a mis preguntas por correo electrónico desde su residencia de un mes en la Casa de Traductores Looren, Suiza, adonde llegó gracias a una beca del Ministerio de Cultura argentino. Está terminando de traducir Diecisiete sílabas, libro de cuentos de la japonesa-estadounidense Hisaye Yamamoto, una de sus autoras favoritas. La mayoría de estos relatos, escritos entre los años cuarenta y cincuenta, retratan “la experiencia de los inmigrantes asiáticos en California, el racismo y el machismo por fuera y por dentro de su comunidad, y la experiencia de los campos de concentración para japoneses en Estados Unidos”, me explica.
“Trabajo como traductor porque me apasiona y porque es una de las tantas formas complementarias de vivir de la literatura –cuenta Castagnet–. Si voy a perder el tiempo, que sea aprendiendo a escribir mejor, lo que sucede cuando uno intenta ser en su idioma tan claro como lo fue el autor. También como pasatiempo: sin ser traductor de japonés, mis intentos por traducir del original las múltiples versiones posibles de un haiku me enriquecen y me ofrecen un panorama más vasto y más punzante de lo que consideramos un detalle, una escena, un ambiente”.
Además de Yamamoto, Castagnet admira a Ursula K. Le Guin, cuya novela Los desposeídos, dice, fue “la vara de calidad e invención” que más lo guió, “como una brújula”. También a Angélica Gorodischer, autora de Kalpa imperial, un libro que le hubiera gustado escribir. “Pero soy absolutamente incapaz de alcanzar su elocuencia y su sentido del humor, añade. También The Cider House rules de John Irving y cualquier libro de Stephen King: me hubiera encantado escribir incluso el peor de los suyos”. Recuerda aquello de que la edad de oro de la ciencia ficción son los doce años y se asume como “un lector más bien adolescente”. “No sé por qué los adultos deberían renunciar a la aventura: todavía sigo apegado a la literatura de viajes y de transformaciones”.
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Hay un famoso párrafo en el que Borges da cuenta de un hallazgo de Edward Gibbon: en el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, no hay camellos. Mahoma, su autor, “como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes –dice Borges–; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página”.
Siempre me pareció que muchas obras de ciencia ficción explican demasiado ciertos asuntos, como los acontecimientos históricos sucedidos entre el presente del autor y el futuro en que transcurre su ficción o la tecnología que puebla esos mundos. Por eso, muchos de esos narradores de ciencia ficción me suenan como falsarios o turistas o nacionalistas del futuro: caravanas de máquinas en cada página. “Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos”, anota Borges; los buenos narradores de ciencia ficción saben que pueden serlo sin prodigar tecnología.
Ese precepto parece cada vez más necesario en tiempos en que la tecnología forma parte intrínseca de nuestro día a día. Castagnet también ha teorizado sobre la ciencia ficción: es doctor en Letras y su tesis versó sobre la mítica editorial Minotauro, clave en la difusión del género en nuestro idioma. “Se ha perdido la distancia entre el laboratorio y la vida cotidiana –escribió en un artículo–. Si la ciencia es real, ¿puede seguir siendo ciencia ficción? La ciencia ficción deja de existir como tal cuando internet se transforma en lo real: no hay máquina más imposible y al mismo tiempo más cotidiana”.
Hoy en día todos llevamos en el bolsillo una computadora en forma de teléfono celular. Para quienes hemos crecido en un mundo predigital, eso se parece mucho a la magia, al menos en los términos de la tercera ley de Clarke. Por esa clase de cosas, Castagnet dice que vivimos en un mundo fantástico. “Y en un entorno así, ¿cómo no vamos a escribir fantástico? Es la manera lógica de responder a eso que nos pasa. En ese sentido, escribir con el fantástico hoy es una manera de ser realista, porque es un mundo fantástico”.
De hecho, nadie piensa ni clasifica las novelas de Ian McEwan y Michel Houellebecq (por nombrar solo dos ejemplos) como ciencia ficción, pese a las posibilidades que exploran en torno al desarrollo tecnológico. En Los mantras modernos, la novela de Castagnet, solo los viejos usan la palabra internet. “¿Y cómo se dice ahora?”, pregunta uno de ellos. “No se dice nada –le responden–. Uno siempre está conectado”.
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Vivimos una suerte de auge de la ficción especulativa. Un fenómeno que se manifiesta, por ejemplo, con el éxito de series como Years and years y Black Mirror y el retorno de la ya citada editorial Minotauro. “El auge de la ficción especulativa viene a compensar el hueco entre los movimientos progresistas o regresivos que nos rodean y los cambios que se aproximan –dice Castagnet—. Descubrimos que internet, que sigue siendo la mayor esperanza de unión de la humanidad, es ideal para realizar el mal. Que las aplicaciones que nos facilitan la vida son una droga a la que quizás haya que renunciar. En resumen, que en el futuro cercano nunca estuvieron tan próximas la utopía como la distopía”.
¿Qué se puede hacer para evitar que la distopía se materialice? Por supuesto, nadie lo sabe con claridad. Algo sí sabemos: muchos autores seguirán imaginando el futuro, incluso desde este rincón del mundo, desde acá donde el futuro siempre parece tan lejano. “Del futuro solo hablaré si estoy obligado a ello”, dice el epígrafe de Los mantras modernos, una frase de Marcelo Bielsa, entrenador de fútbol. “Un buen epígrafe recorre un texto y ofrece una lectura paralela que sin él no tendría –explicó el autor–, y me parece positivo que no tenga que ver con lo literario, para que no haya un juego de espejos de la literatura reflejándose a sí misma”. Castagnet nació el día en que empezó el Mundial de 1986, que se disputó en México y que ganó Argentina.
Lo que se viene en el futuro de Martín Felipe Castagnet (además de su traducción de Diecisiete sílabas, de Yamamoto, que será el primer título de narrativa de la flamante editorial Cumulus Nimbus, de Buenos Aires) es una nueva novela, en la que dice que cambiará para no aburrir(se), aunque “en el fondo los temas siguen siendo los mismos: la sociedad que se transforma y el cuerpo que se enfrenta a sus límites. Creo en la imaginación que desborda y en el lenguaje que chorrea. Cada novela comunica con la anterior y con la siguiente como eslabones de una misma cadena. Como dice mi amigo Alberto Silva: ‘Disculpen que haya tardado tanto, estaba buscando palabras para decir lo mismo de siempre’”.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.