Con cerca de cuatro mil tĆtulos en una veintena de colecciones, cien libros nuevos cada aƱo y dos de los premios anuales mĆ”s importantes para obra inĆ©dita en espaƱol, Anagrama ha sido, a lo largo ya de cinco dĆ©cadas, el sueƱo hecho realidad de innumerables bibliĆ³filos que tuvieron alguna vez la ilusiĆ³n de fundar una editorial.
El proyecto que iniciĆ³ Jorge Herralde en 1969 ha formado a generaciones de lectores en todo el mundo hispanohablante, no solo dando a conocer a autores extranjeros en Ć”mbitos distintos al de su origen ācomo es natural para un sello que traduce dos de cada tres tĆtulos que publicaā sino tambiĆ©n apostando, en sus propias palabras, por los āclĆ”sicos del futuroā. Yo no habrĆa conocido a Julian Barnes, a Tabucchi, a Houellebecq, a A. M. Homes, de no haber sido por Anagrama, y creo que lo mismo, mĆ”s o menos, podrĆa decir cualquier lector en EspaƱa o LatinoamĆ©rica de Richard Ford, Patricia Highsmith o Kenzaburo OĆ©. A lo largo de estos cincuenta aƱos la editorial ha sido promotora y pionera, y rara vez se ha ido por la segura al implementar su distintiva āpolĆtica de autorā. Sin duda, ha sido gracias a esa convicciĆ³n propia del editor de oficio que tenemos literaturas, y sobre todo lectores, que no habrĆan existido sin Anagrama.
Dicho esto, tambiĆ©n es preciso reconocer que otras manifestaciones mĆ”s porfiadas de esta seguridad han llegado a enfurecer, y no sin motivo, al pĆŗblico lector de todo un continente. En distintos asuntos de urgencia no le ha faltado a la editorial la flexibilidad necesaria para renovarse (como, por ejemplo, en el sonado caso de las sucesivas portadas de Lolita de Vladimir Nabokov), pero en lo que incumbe a sus traducciones la polĆtica parece ser, simple y llanamente, no dar el brazo a torcer.
Cualquier cantidad de quejas se ha publicado en la prensa impresa, en medios electrĆ³nicos, en revistas y reseƱas, por las traducciones castizas de Anagrama, y muchĆsimas mĆ”s todavĆa son las que circulan de boca en boca entre sus lectores devotos e indignados. Es cĆ©lebre de este lado del AtlĆ”ntico, por horrenda, la versiĆ³n de La mĆ”quina de follar de Bukowski, viejo indecente; lo son tambiĆ©n las crĆticas de las versiones de Irvine Welsh, que convierten el llamado demĆ³tico escocĆ©s en la jerga de un espaƱol barriobajero, y ya para quĆ© mencionar lo que se ha llegado a decir de las traducciones de Burroughs, Kerouac o Carver, por citar solo casos en los que la lengua de partida es la inglesa. La Ćŗnica ocasiĆ³n, que yo sepa, en que un representante de Anagrama hizo un pronunciamiento pĆŗblico al respecto, en mayo de 2016, afirmĆ³ que a la editorial ācomo a cualquier otra, al parecerā le resulta imposible comisionar traducciones distintas para cada uno de sus mercados, y que por ello las suyas āse encargan principalmente a traductores espaƱolesā: es cierto, se mantuvo, que en novelas que recurren al registro informal āse hace evidente un argot mĆ”s marcadoā; en otras, sin embargo, āesto apenas sucedeā.
En relaciĆ³n con lo anterior creo que hay un par de cosas que conviene tener en mente, dado que las olvidamos con frecuencia. La primera es que la brecha entre las variedades regionales de nuestra lengua no representa, por fortuna, un problema verdadero de inteligibilidad: los hablantes del espaƱol nos entendemos mutuamente casi a la perfecciĆ³n, salvo por una u otra palabra local, un giro idiomĆ”tico aquĆ y allĆ”. DaƱo no nos hace familiarizarnos con las maneras en que se habla nuestro idioma en otras partes del mundo, por mucho que creamos, falazmente, que la nuestra es la ācorrectaā.
La segunda es que el traductor literario āincluyendo al muy vilipendiado ātraductor de Anagramaāā tiene todo el derecho de usar en su trabajo la variante lingĆ¼Ćstica que considera propia, sea su dialecto americano o ibĆ©rico, y la defensa vehemente de este derecho no deberĆa ser solo una prerrogativa sino, sostengo, una obligaciĆ³n. Por tanto, me parece que tendemos a caer en el facilismo cuando criticamos una traducciĆ³n por ser regional, en particular dado que ninguno de nosotros āde este lado del AtlĆ”ntico o de aquelā podrĆa evitar ese regionalismo, a fin de cuentas. (Valga recordar que el espaƱol āneutroā no existe, e incluso si existiera, no servirĆa para traducir literatura.)
La razĆ³n por la que nos fastidian las āmenudas pollasā de los ātĆosā, los ācanutosā que āenciendenā cuando āhacen novillosā o poco antes de āecharse un polvoā, los āgilipollasā, las āhostiasā, los ācoƱazosā y demĆ”s jerigonzas del espaƱol que denominamos āpeninsularā no es, en principio, o no deberĆa de ser, el hecho de que nos sean ajenas sino, mĆ”s bien, el hecho de que se nos impongan en LatinoamĆ©rica de un modo, por lo general, hegemĆ³nico, desinteresado e irredento. De ello no tienen la culpa los traductores, por supuesto, que hacen su trabajo dĆa a dĆa con la lengua que dominan; la tiene, sin duda, la industria editorial, que no tiene reparo en perpetuar la superioridad de una variante siempre que pueda ahorrarse unos centavos.
Es una profesiĆ³n de supina credulidad āpor no decir ya de complicidadā seguir aceptando de manera tĆ”cita que una empresa con presencia internacional, como Anagrama, no tiene los recursos para comisionar traducciones distintas, si no para todos los paĆses en los que se distribuyen sus libros, cuando menos para dos o tres regiones de LatinoamĆ©rica, y esto particularmente a la luz de los ingresos que representa para la compaƱĆa su clientela ultramarina. Muchas veces, en diĆ”logo exaltado con el gremio editorial, los traductores americanos hemos pedido que ciertas cartas se tomen en el asunto: Āæes de veras mucho pedir que se les pague a dos o tres traductores para comercializar novelas cuya fuerza reside en el uso de un registro coloquial? (No es gran cosa lo que pagan, de cualquier modo.) Si sĆ, Āæno podrĆan adaptarse las versiones para los mercados en los que resultan chocantes, suponiendo, desde luego, una colaboraciĆ³n cercana entre traductor y adaptador? (No sĆ© de ningĆŗn colega que pudiera ofenderse por ello.) Y si no, Āæresulta en realidad tan impensable ampliar la cartera de traductores de una editorial, a fin de que sea mĆ”s representativa en tĆ©rminos de variedades regionales? (Tampoco a los lectores espaƱoles les harĆa daƱo salir de la comodidad de su jerga de vez en cuando.) Soluciones hay, y viables todas; el asunto es que cada una de ellas implica un posicionamiento frente a las polĆticas lingĆ¼Ćsticas, culturales y financieras que, por lo pronto, no todas las empresas editoriales estĆ”n dispuestas a tomar.
Ahora bien, como lectores, es comprensible que esporĆ”dicamente incurramos en un nacionalismo impensado o en una suerte de dignidad anticolonialista al condenar las traducciones ajenas solo por ser tales, por parecernos extraƱas y distantes. Con todo, insisto en que esa es una manera engaƱosa de ver el problema. Una traducciĆ³n no es mala por ser espaƱola: es mala cuando es inadecuada, cuando fracasa en la consecuciĆ³n de los designios que se propone. Muchas traducciones de Anagrama son fallidas precisamente por esta razĆ³n: porque al negarse a considerar los contextos de recepciĆ³n de sus libros en toda su diversidad quebrantan el pacto de verosimilitud que exige la propia literatura que publican.
Si hemos de criticar las traducciones de Anagrama āy yo pienso que hemos, en beneficio de nuestra literatura y de la prĆ”ctica de la traducciĆ³n, tanto como para fomentar un espĆritu crĆtico que pueda llamarse responsableā, que sea, pues, a sabiendas de que, mucho mĆ”s a menudo que el traductor, la āpastaā es la culpable de que nos sigan resultando penosas, grotescas o inautĆ©nticas de este lado del charco.
(Ciudad de MĆ©xico, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios LingĆ¼Ćsticos y Literarios de El Colegio de MĆ©xico. Sus lĆneas de trabajo giran en torno a Shakespeare, Emily Dickinson, la traducciĆ³n de poesĆa y otros temas de literatura inglesa y norteamericana.