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“Una generación va y otra generación viene, pero la tierra para siempre permanece”, afirma el Eclesiastés, el decimoséptimo libro de la Biblia. Y continúa: “El sol también sale, y el sol se pone, y corre hacia su lugar y allí vuelve a salir”. La frase aparece como epígrafe de una de las primeras y más importantes novelas de Ernest Hemingway; publicada en 1926, el autor quiso llamarla Fiesta —así, en castellano, tal como la conocemos en los países hispanohablantes—, pero el editor decidió que el título fuera un extracto, precisamente, de esta cita bíblica: The Sun Also Rises (“El sol también sale”).
La novela lleva también otro epígrafe, una frase que a Hemingway se la dijo Gertrude Stein, su mentora durante aquellos años en París, durante una conversación: “Todos ustedes son una generación perdida”. En París era una fiesta, las memorias publicadas de manera póstuma cuarenta años después de todo aquello, Hemingway reveló cómo había sido esa conversación, y cómo en realidad la frase le correspondía al patrón de un taller mécánico, quien la había usado para reprender a un empleado tras una queja de la propia Stein. “Eso es lo que son ustedes”, enfatizó luego la mujer. “Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Son una generación perdida”.
También en este caso Hemingway eligió la expresión en su idioma original: “Une génération perdue”. Esa vez el editor, seguramente porque se trataba del título de un capítulo y no de todo el libro, respetó su deseo.
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Habían pasado unos pocos meses desde la publicación de Fiesta cuando en España irrumpió la llamada “Generación del 27”, el grupo de poetas (Lorca, Aleixandre, Alberti, Cernuda, Salinas, Guillén, Dámaso Alonso y Gerardo Diego) que aprovechó las celebraciones por el tricentenario de la muerte de Góngora para colocarse en el centro de la escena literaria de su tiempo. Como señala un artículo reciente del diario El País, “lo novedoso de este colectivo es la plena consciencia de sus promotores, poetas-profesores que protagonizan una historia que ellos mismos se encargan de escribir”. El mismo texto destaca que, “más allá de las razones artísticas, también las relaciones de amistad dieron cuerpo al grupo”.
Es ese último un detalle que a menudo no recibe la atención que merece: el hecho de que, como apunta con su habitual lucidez el escritor y crítico de arte argentino Daniel Molina, “los genios también necesitan amigos (que también sean geniales)”. Lo que Molina subraya es que “los genios jamás se dan aislados, aunque muchos de ellos hayan hecho lo imposible para vivir fuera del mundo”.
Así es como existen ejemplos célebres de circunstancias —ciertos lugares en una determinada época— pródigas en genios: el siglo de Pericles, en el siglo V antes de nuestra era, cuando el estreno de Electra, de Eurípides, cuenta entre sus espectadores a Platón, Sócrates, Aristófanes y Sófocles; la Florencia del Renacimiento, cuando Leonardo, Miguel Ángel, Rafael y otros se cruzaban en las calles; la Madrid del Siglo de Oro, a cuyos bares acudían Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Calderón y Quevedo; la Londres de Wilde, Stevenson y Conan Doyle; la Buenos Aires modernista de Artl, Borges, Girondo y Xul Solar; aquella generación perdida en París, etc.
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En la actualidad, la palabra generación se usa casi siempre con un sentido distinto: más abarcativo, con la pretensión de que nadie se quede afuera. El afán es, de hecho, que todos estemos encasillados en alguna generación: baby boomers, Generación X, millennials, Generación Z… Se trata, desde luego, de un propósito muy vinculado con el consumismo: saber a qué generación pertenecemos es un modo de saber también qué productos nos corresponden, y si bien eso en alguna ocasión nos puede servir a nosotros, al que le sirve es sobre todo al mercado, que puede así vendernos más cosas.
Se supone que los baby boomers nacieron en las dos décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. El período de los quince años siguientes (es decir, 1965-1980) sería el de la Generación X, y el que lo sucedió (1980-1995) el de los millennials; después vendría la Generación Z. El caso es que, por algún motivo (¿el descontento de compartir categoría con gente hasta quince años más joven o más vieja?, ¿otro éxito del capitalismo que, en su búsqueda de segmentar el mercado, ahí donde antes vendía un solo tipo de yogur ahora ofrece cuarenta opciones distintas?), esas categorías comenzaron a resultar insuficientes. Ahora resulta que hay una categoría “intermedia” para quienes hemos nacido entre 1977 y 1983. Ahora resulta que somos xennials.
Fue en 2014 cuando la revista Good acuñó el término xennials para referirse a “la micro-generación que funciona como puente entre el descontento de la Generación X y el alegre optimismo de los millennials”, aunque sin estar “tan molestos” como la primera ni “tan seguros” como los últimos. Somos la gente que vivió una infancia analógica y una adultez digital. Los que nacimos en el período durante el cual se estrenó la trilogía original de Star Wars, destacan los impulsores de esta nueva denominación.
En todo caso, si hablar de generaciones tiene algún sentido, hay que tener en cuenta que están marcadas por las circunstancias históricas en las que nacieron y crecieron. El período que va de 1977 a 1983 coincide casi exactamente con el de la última y bestial dictadura militar en Argentina, y con el resto de dictaduras del Cono Sur. Los que hemos nacido en esta parte del mundo tenemos referencias muy distintas a Star Wars. Supongo que a nadie se le ocurriría decir que las Abuelas de Plaza de Mayo siguen buscando a cuatrocientos xennials que todavía desconocen su verdadera identidad.
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Quizá llegue un momento en que incluso seis años sean demasiados para una micro-generación. Yo nací en 1978 y mi hermano en 1982; técnicamente los dos seríamos xennials, pero, por ejemplo, nuestras infancias no fueron marcadas por exactamente los mismos dibujos animados. Tendríamos derecho de reclamar una generación para cada uno. Podríamos incluso inspirarnos en las paradojas de Zenón y exigir que se reconozcan tantas generaciones como años ha habido, o como meses, o como días. Y aun así el resultado sería inexacto, porque aun las personas nacidas el mismo día tienen experiencias diferentes.
Cuenta Hemingway que aquel día de la charla con Gertrude Stein, cuando caminaba de regreso a su casa, recordó aquello de “todos ustedes son una generación perdida”, y pensó en ella y en Sherwood Anderson —ambos unos veinticinco años mayores que él— y se preguntó “quién trata de generación perdida a quién”, y luego se dijo que “todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán”, y que “al diablo con sus sermones de generación perdida y con toda la porquería de etiquetas que cualquiera puede ir pegando por ahí”.
Pues ¿por qué no? Al diablo con tanta generación X, o Y, o Z, y millennials y xennials y la mar en coche. Sería mejor evitar que la palabra generación se degenere, y reservarla para los grupos de hombres y mujeres geniales que coinciden en tiempo y espacio y andan por ahí, cruzándose por la calle o en los bares de su ciudad. Por suerte, cada tanto eso sucede.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.