Desde que empecé a escribir poemas sentí la necesidad de tener un credo, exento de idolatría y fanatismo ciertamente, habitado en cambio de disponibilidad y ligereza, de curiosidad y escepticismo. Un gramo de certeza rodeado del apetecible e inacabado misterio. Una casa de campaña instalada en una selva de la Amazonia o en un desierto mongol bajo la noche estrellada. Ese territorio del no saber, de lo incógnito y de lo enigmático lo marcaría, para comenzar la faena, con unas cuantas intuiciones y unos pocos saberes o destrezas del oficio del poeta, los suficientes para saber –diría con José Gorostiza– “dónde está y de dónde se ha ausentado” la sustancia poética que el poeta “captura, por fin, a veces, en una red de palabras, luminosas, exactas, palpitantes.”
La escritura poética, al menos en mi caso, ha venido casi siempre de la elección de un cómo, esa trama de posibilidades de la materia y del deseo por ser algo distinguible en el entorno caótico y predispuesto a la homogeneidad según la conveniencia del poder y la producción. En cambio, el qué está dado como lenguaje llano o codificable, incluso como abstracción del lenguaje mismo a través de alegorías, metáforas, tautologías, símbolos… Ese mismo qué reúne, además de la casa de camping equipada con el más sofisticado equipo de explorador, una brújula –desorientada de su vocación– que para el caso de la poesía orienta su manecilla magnética hacia un solo punto cardinal: la aventura y el riesgo.
Antes de iniciar la lucha con el ángel terrible de la poesía –o con cualquier otra mitología al uso de la moda–, tengo ya un par de rounds ganados por el solo hecho de estar dispuesto a emprender tal travesía. ¿Ilusión de trampantojo o estrategia boxística del contrincante? Como sea, esos dos rounds han sumado puntos a nuestra boleta. No importa si el poema “se piensa” como lo refiere Edgar Allan Poe en su “Filosofía de la composición” respecto de “El cuervo” o si “se sueña” como lo relata Samuel Taylor Coleridge en relación a la experiencia onírica producida por el láudano que dio origen a “Kublai Khan”. Esos dos poemas existían ya, como posibilidades discursivas, al interior de la lengua inglesa. En la elección del destino –el tema, la tesis o el argumento– todo autor ha esbozado consustancialmente un plan de escritura. En este punto, el poeta norteamericano es insobornable según lo asienta al comienzo de su célebre ensayo, a veces traducido, tendenciosamente, como “Método de composición”: “Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel.” En tal tenor, una vez que decido que mi poema versará sobre un ciruelo en flor o la melancolía de un sordo o las cavilaciones íntimas de una piedra, he avanzado unos cuantos kilómetros, en línea recta, de bajada y sin pagar peaje. Esos tres temas son los datos duros de posibles poemas, lo otorgado gratuitamente por la lengua de la tribu y sus convenciones tácitas para todos sus hablantes.
Las búsquedas, los forcejeos, las renuncias y elecciones sobre el cómo tienen ya otras implicaciones. En ese cómo se reúnen el por qué, el para qué, el desde dónde, el cuándo, el cuánto y otras interrogantes esenciales para situar mi discurso lírico. ¿Situarlo en la deriva y en lo incierto? Ya ese interrogatorio de carácter ministerial o periodístico es también una avanzada, los necesarios preparativos y los primeros tanteos para provocar ¿“un temblor de cielo” en el lenguaje?, ¿el necesario extravío en la selva selvaggia o en las “ínsulas extrañas”? o la metamorfosis de las mismas palabras para recobrar, más que una claridad original en su acepción mallarmeana, una potencia religadora –no sólo de significados– que cada vocablo de la lengua posee y que el uso social ha empobrecido. En sus “Notas sobre poesía”, Gorostiza remarca esa navegación a contracorriente en las olas de la lengua tribal para poder dar “a la caza alcance” o propiciar un entorno de desvanecimiento de significantes: “el interés del poeta no está en el porqué, sino en el cómo se consuma el paso de la poesía a la palabra, ya que ésta, prisionera de las denotaciones que el uso general le acuña, no parece facilitar el medio más apto para una operación tan delicada.” Si las palabras perdieran de pronto su significado –imagino que gracias a una suerte de lobotomía–, el arte de la poesía se encontraría en las inmediaciones del arte musical, trabajaría con la trama de sonidos y silencios de las palabras, con las sílabas átonas y tónicas de cada vocablo, con sus pausas y sinalefas, con sus diéresis y encabalgamientos, dando lugar a novedosas sintaxis y retóricas en el horizontes de los últimos cantos del Altazor de Vicente Huidobro o de ciertos pasajes de En la masmédula de Oliverio Girondo.
Para bien o mal, las palabras significan y por lo tanto el poeta debe lidiar con el toro semántico de su materia prima. Entre el galimatías y la redacción de un manual o la editorial de un periódico, la oscuridad y la transparencia de la lengua se ofrendan a la voluntad y al talento del poeta. Poner todos esos asuntos sobre la mesa para discutirlos y sacar dos o tres conclusiones provisionales, me resulta fundacional para pedir pista a la torre de control –¿a cargo de Apolo y las nueve musas?– a fin de aterrizar o emprender el vuelo hacia “ese otro lugar” de la poesía. Y digo preguntarme porque pocas veces me aclaro el misterio de mi cuestionario, sus potenciales bifurcaciones, sus trampas, emboscadas y espejismos, sus saltos categóricos y descensos órficos, sus umbrales y capitulaciones. “Soy un hombres que trata de hacer lo que no sabe hacer”, decía el escultor Eduardo Chillida. “A partir de cero” afirmaba el músico John Cage. A su manera, esas dos frases son un credo zen y propiciatorio, un punto de partida original y un saber mínimo.
(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) es poeta. Su libro más reciente de poemas es Tabla de restar (UAQ, 2017). La editorial Calygramma, con el apoyo del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales (2018) del FONCA, acaba de publicar su ensayo El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921.