En Fortuna (Anagrama, 2023), Hernán Díaz cuenta la historia de Andrew Bevel, un magnate financiero estadounidense de principios del siglo XX, a través de cuatro narraciones que se contradicen y matizan constantemente. La primera es una novela sobre el magnate de un escritor desconocido llamado Harald Vanner. La segunda es un manuscrito del propio Bevel, que intenta escribir una autobiografía que cuestione todo lo dicho en la novela de Vanner. La tercera historia son las memorias de una joven a la que Bevel contrató para escribir su biografía. Y en cuarto lugar, Díaz inventa los diarios de la esposa del magnate, que matizan y corrigen todo lo contado anteriormente. El resultado es una novela adictiva e inteligente sobre las ficciones que crea el dinero.
Por ser una novela metaficcional, algunos lectores la han etiquetado de posmoderna. Pero también es una idea muy clásica: la novela basada en un manuscrito encontrado, que se cuestiona a sí misma.
En general, las novelas que más me gustan son las que se preguntan qué es una novela en el proceso de escritura. Hay muchos ejemplos. Y esto no implica necesariamente la idea de muñeca rusa o caja china. Moby Dick es una novela que hace eso todo el rato, que se está preguntando qué es una novela. Por eso su preocupación por las taxonomías y las descripciones. Hay muchos libros que hacen eso. Un valor agregado para mí es el momento en que hay un rizo, cuando la novela se vuelve sobre sí misma, se interroga sobre sus propias condiciones. Es algo que me interesa y me hace feliz como lector. Me gusta ese momento de vértigo fractal, cuando la novela se abre y colapsa sobre sí misma.
Al escribir Fortuna, ese no fue el punto de salida sino el de llegada. Inicialmente la novela era mucho más lineal. Mi libro anterior, A lo lejos, por motivos que coinciden con la trama, era una especie de novela vectorial, su linealidad formal representaba también la trayectoria del personaje. En Fortuna, no hubo ninguna clase de experimento formal como premisa. Lo que pasó es que a medida que fui escribiendo el libro, me di cuenta de dos cosas. En primer lugar, de que el dinero es algo hipermediado, las fortunas tienen detrás una multiplicidad de instrumentos y operaciones. Desde el principio quise que hubiera una estructura que reflejara esa multiplicidad del dinero. Casi abandono la novela porque no la encontraba. En segundo lugar, a medida que empecé a trabajar y a fracasar también me di cuenta de que en estas épicas del dinero había una serie de voces excluidas. Quería que el libro tuviera una estructura polifónica y coral, para reflejar esa cuestión de las voces. También me influyó pensar en el dinero como ficción. Al escribir sobre el dinero hay un elemento metaficcional porque es una ficción sobre una ficción.
El título original en inglés, Trust, juega precisamente con esa idea del dinero como ficción. Trust como trust financiero pero también como confianza. Hablas de lo que oculta el dinero; pero el dinero también esclarece: hay quienes dicen que uno se entera mejor de cómo funciona el mundo leyendo el Financial Times que The New York Times.
Si creemos a Marx, el poder se define estructuralmente. Y la estructura es la organización de los modos de producción: el dinero. El resto, incluida la organización política, son fenómenos superestructurales y contingentes. Son contingentes porque lo único necesario en un sistema dado, sea comunista o capitalista, es cómo se organizan los medios de producción. La relación que tenemos con el dinero determina el tipo de relaciones que tenemos con otros fenómenos y objetos que en cierta medida no son más que epifenómenos, una espuma superestructural. Por eso también fue muy interesante, a medida que empecé a reflexionar más sobre el dinero y a entender más cómo funciona, pensar que esta ficción, porque me convenzo cada vez más de que el dinero es una ficción, tiene un peso material ineludible. Y más en esta sociedad capitalista tardía, donde el dinero está cada vez más divorciado de sus referentes, si pensamos en el dinero como signo. Y ese referente es el trabajo, que es la unidad mínima de valor. Si pensamos en los instrumentos financieros, mediante los cuales se conducen las transacciones bursátiles, descubrimos que hay una distancia enorme entre las operaciones financieras y el origen real y material del valor, que es el trabajo.
En el libro los diferentes relatos, o historias dentro de la novela, se contradicen o corrigen o completan unos a otros. También hay diferentes versiones sobre lo que ocurrió, por ejemplo, en el crac de 1929. El magnate protagonista, Andrew Bevel, tiene una visión muy libertaria; hay otras versiones más cercanas, por ejemplo, a Keynes.
Leí exclusivamente fuentes primarias de los años veinte y treinta, tratados financieros e informes del Congreso de la época, periódicos… Fue muy evidente para mí ver que ese tipo de políticas y concepciones de los mercados y del dinero coincidían exactamente con la agenda republicana un siglo más tarde. Tras el crac del 29 hubo un intento de redistribuir mejor la riqueza, con el New Deal de Roosevelt. Ese experimento fue desmantelado en lo que yo considero que es el puente entre 1920 y 2020, que son los años ochenta de Ronald Reagan. Es entonces cuando se deshace todo esto, se vuelve a la absoluta desregulación de los mercados. Y vuelve la idea cruel de que cuanto más prósperos sean los sectores más privilegiados, mejor va el país. Es la teoría de la trickle down economics: si dejamos a los mercados sin regulación, habrá una redistribución espontánea, por un mero desborde de capital. Eso no ha sucedido jamás y ha sido desmentido estadísticamente, una y otra vez.
El personaje de Ida Partenza, la joven que se convierte en la ghost writer de las memorias de Andrew Bevel, funciona como la contrahistoria del relato dorado de los años veinte: es italoamericana, de orígenes humildes, su padre es anarquista.
Es curioso cómo coinciden el personaje anarquista del padre de Ida y el magnate Bevel. Desconfían del Estado por motivos opuestos, pero hay un giro de 360 grados y acaban encontrándose. Quería mostrar el otro lado de esa historia, pero en la novela también es una preocupación central la distinción entre historia y ficción. Y el personaje de Andrew tiene como objetivo corregir, alinear y doblar la realidad. Esto es algo que vemos a diario. En Estados Unidos se ha producido una corrección y un realineamiento de la realidad que tiene que ver con los movimientos sociales de las primeras décadas del siglo XX. Hubo muchos italianos en esos movimientos, y han sido borrados de la historia. Hay gente que no sabe lo que ocurrió. Para la escritura del libro tuve acceso a archivos muy extensos sobre los movimientos anarquistas en los Estados Unidos a principios de siglo. Hay muy poco material. Es una forma de borrado y corrección de la historia. Y en una novela que habla tan ostensiblemente del patriarcado, me parecía importante tener un patriarca, que es el padre de Ida. Y quería que ese patriarca fuera un hombre muy progresista, de izquierdas, revolucionario, anarquista, pero que en su política doméstica fuera muy reaccionario. La revolución a nivel mundial, excelente, pero en casa no tanto.
El papel de Ida es también desmitificador. Su investigación coloca en el lugar que le corresponde a Mildred Bevel, la esposa del magnate que es relegada a un rol doméstico, cuando era una intelectual.
Me interesan mucho los lugares comunes literarios, cómo se fosilizan determinadas percepciones altamente ideológicas. Y luego me gusta mucho voltearlos. El libro presenta un montón de clichés, de tropos muy calcificados, y eso también, para un narrador, es una gran ventaja, porque el lector viene con una serie de expectativas. Se pregunta a dónde va a ir esto. Eso son las convenciones, eso es un género. El género es un horizonte de expectativas. Es una gran felicidad frustrar al lector en ese sentido. El lugar que se les había asignado a las mujeres en esas narrativas es un lugar muy restringido, muy sofocante. Quería presentar eso primero y luego explorar los modos en que algunas mujeres lograron subvertir ese lugar.
Aparece también el racismo contra los italianos, que quizá no es tan conocido.
Hay una siniestra ley de 1924 [la ley de inmigración de 1924] que, al investigar sobre ella, me recordó a lo que estaba pasando en Estados Unidos con Donald Trump y su idea de control de fronteras. En general los italianos que llegaban a Estados Unidos eran del sur, eran marrones, como dicen los americanos. No eran del norte o de la frontera con Austria. Era una amenaza de gente oscura, en un sentido moral y también étnico. Soy medio italiano, descendiente de italianos, y para mi fue una sorpresa todo lo que aprendí sobre esta discriminación. Sabía que existía el estereotipo, cierta discriminación cultural, pero no sabía que había sido tan violenta físicamente.
¿En qué se basó para construir a Andrew Bevel? Recuerda a los filántropos victorianos, a los capitalistas influidos por Spencer y su darwinismo social.
Le di al personaje de Ida todo mi proceso de investigación. Lo que ella hace es lo que hice yo mismo. Y cuando está en la biblioteca pública dice que para escribir las memorias de Bevel va a hacer una especie de monstruo de Frankenstein, mezclando la vida de diferentes magnates. Leí la biografía de Andrew Carnegie, los papeles personales de Morgan, Mellon… Bevel es un personaje que llega más tarde que los robber barons. Invento una genealogía en el libro. Primero son los patricios descendientes de los primeros asentamientos en Estados Unidos, luego vienen los primeros magnates que se enriquecen con los bienes inmobiliarios, luego los robber barons que se hacen ricos con el acero y el petróleo, y finalmente los que se enriquecieron en las finanzas.
Hay un pacto con el lector que viene, de nuevo, del título. Le pide que confíe, que se quede con usted mientras se va desarrollando la trama, porque luego esa trama, pero también el tono, se corrigen y cambian. ¿Le preocupaba que esto expulsara al lector?
Es cierto que la idea de confianza también se aplicaba al lector. Y por usar una metáfora financiera, con el primer libro intenté construir cierto capital con el lector, que después pasé a destruir con el segundo. Me interesaba generar mareas retóricas y estilísticas. Quería un tono que fluyera de un modo particular, y luego cambiar a otro muy árido y seco. Me interesaban estos vaivenes. Es un riesgo. Entiendo que alguien termine la primera parte y no quiera seguir.
También hay momentos en los que la novela está construida como un cliché precisamente para señalar eso, que es un cliché. Por ejemplo, la autobiografía de Andrew Bevel está llena de lugares comunes literarios. Y en la parte de Ida aparecen reseñas de la primera novela dentro de la novela. Es como hacer una reseña de tu propia obra.
Si bien me interesan los clichés, no me interesa la parodia, al menos para este proyecto. Quería que quedara claro que estaba jugando con una serie de convenciones muy establecidas, pero no quería burlarme de ellas ni burlarme de ninguno de mis personajes. Odio la literatura que crea un fantoche o una especie de piñata humana para después aporrearla. Me parece de una bajeza absoluta. Espero no hacerlo nunca y sobre todo no haberlo hecho aquí. Pero hablando de asco moral, el momento de hacer la reseña sobre la novela fue difícil. Creo que es la primera vez que alguien me lo menciona. Está la primera novela dentro de la novela, que es lo que es, pero en la tercera parte, Ida descubre ese libro y está muy emocionada con él. Y ahí estoy yo mismo teniendo que escribir sobre lo maravilloso que es ese libro que yo había escrito. ¿Cómo hago esto? Me dio un asco absoluto. Y realmente pasé un par de semanas agónicas. Pero después se me ocurrió que debía tener pésimas reseñas también. Y entonces incluí reseñas de The New Yorker que lo criticaban duramente. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).