La revolución exquisita (La Bella Varsovia) cierra un tríptico, compuesto por Clima artificial de primavera y Cartón fósil. Aquí, Ignacio Vleming se descubre como un observador de fina inteligencia que usa el humor para hacer pensar y acompañarse en el intento de atrapar la belleza, en la que se dice militante.
En tu último poemario, La revolución exquisita, hay no un catálogo sino un análisis de lo que es una revolución, pero también de lo que no es. ¿Qué es para ti La revolución exquisita?
Me gusta mucho tu pregunta porque incide en la diferencia que hay entre el catálogo y el análisis. A veces cuando escribo –me pasa especialmente con los poemas– corro el peligro de hacer solo una mera enumeración. En los talleres que imparto en la Casa Museo Lope de Vega componer una lista es uno de los primeros ejercicios que propongo, sin embargo no podemos quedarnos ahí. Como comento en la nota final del libro la revolución de la que hablo sucede en un lugar incierto entre la historia y la fantasía, y tiene que ver con la belleza y el amor, con el miedo y la esperanza. Quiero decir que se trata de un fenómeno estético o que al menos yo contemplo desde esa perspectiva en el libro. La revolución exquisita es la que cambia nuestra manera de hablar, de vestirnos y de comportarnos, la misma que cambió el nombre de los meses o prohibió la palabra usted, la que normalizó el uso del pantalón o la melena, la que hizo sentirse iguales o distintos a unos y otros. Normalmente estalla a la vez que la revolución política y social, y su recorrido es igual de impredecible.
En la cuarta de cubierta del libro se cita “la militancia en la belleza”. ¿Cómo se concreta esa militancia?
Ciertos discursos de la modernidad han denostado la belleza, porque parecía que hablar de la belleza era algo rancio. A principios del siglo XX, el comunismo y el anarquismo interpretaron que la belleza era una obsesión burguesa, propia de gente con aspiraciones. Enseguida se había abandonado la propuesta de William Morris, que había querido democratizarla. Mucho más tarde, con el auge del conceptualismo en los años sesenta se pensó que la belleza radicaba fundamentalmente en las ideas, que no era necesario ni siquiera materializarlas, aunque nuestra experiencia nos advierte de lo contrario en cuanto pisamos un museo. En los últimos años hay miedo a identificar lo bello porque este tipo de juicios pueden leerse como etnocéntricos o machistas, por ejemplo, así que la belleza ha pasado a ser algo poco relevante. Sin embargo, yo pienso que la belleza nos conecta con las ideas más absolutas, aquellas que nos ayudan a alcanzar, aunque sea durante un instante, la plenitud. A lo mejor la belleza no es universal, pero eso no significa que no sea importante. La búsqueda de la belleza es lo que diferencia al arte de la filosofía y de la religión.
¿Por qué le das estructura de ópera y en qué se concreta esa estructura?
Todas las revoluciones tienen su propia dramaturgia: escenarios concretos como la Bastilla, la Sierra Maestra o la plaza de Tiananmen, voces dispares que se entrelazan y contradicen, un tiempo concreto, bien sea la primavera o el otoño, etc… Se trata de fenómenos totales y por eso en muchas ocasiones, no siempre, acaban dando lugar a regímenes totalitarios. La ópera es un arte en el que confluyen todas las demás. Para montar una ópera, al igual que para hacer la revolución, se necesitan músicos, poetas, cantantes, bailarines, tramoyistas. En La revolución exquisita quería transmitir esa idea sin caer en la literalidad, entonces decidí deconstruir el espectáculo y reunir en secciones separadas las voces (libreto), los lugares (escenografías), las músicas (partituras) o los efectos especiales (deus ex machina).
Utilizas el humor para señalar el dogma, un poco como el niño que grita que el emperador va desnudo. ¿Cuáles son los dogmas de hoy?
Cada uno tenemos nuestros propios valores, pero debemos evitar que se conviertan en dogmas, que estos nos impidan dialogar con los demás. No soy ni mucho menos el primero que observa un creciente fanatismo en el discurso público. El telediario me parece escandaloso. Más de la mitad de las noticias son propaganda. Los periódicos están todos controlados por los poderes del Estado, bien sean estos económicos o políticos. Por un lado detecto que hay un relativismo que coloca a la libertad por delante de cualquier principio, como puede ser la dignidad, y por otro el nacimiento de nuevas retóricas de la salvación: cierta lucha contra el cambio climático apoyada por las marcas más contaminantes, el feminismo excluyente que decide cómo ser o no una buena mujer, las políticas identitarias y nacionalistas que hacen creer a los individuos y a los pueblos en algo demasiado parecido la reencarnación… Por ejemplo, aunque me considero una persona ecologista, me sonroja la inocencia con la que a veces se enfoca el problema del consumo. La realidad acaba convirtiéndose ante nuestros ojos en una lucha entre el bien y el mal, entre los que piensan como yo y los que no lo hacen. Esas posiciones tan exaltadas, expresadas además con tanta vehemencia, nos hacen sentir moralmente superiores a los demás. Hay mucho narcisismo en todo esto, pura beatería y monserga.
En el libro se ve que no hay revolución sin fe: la cercanía de la revolución con lo religioso es otro de los temas que señalas.
Gracias a algunas religiones y gracias a algunas revoluciones la humanidad ha dado pasos enormes en beneficio de la mayoría, lo que por supuesto no significa que no hayan generado y sigan generando muchísimo dolor. Quienes participan en estos fenómenos, que son al mismo tiempo políticos, sociales y estéticos, están guiados por la fe. Aunque sepan que se oponen a un poder muy superior y crean que es imposible transformar la realidad en el sentido que desean estos tienen la certeza de que al final vencerán. La religión, muy especialmente el cristianismo, y la revolución, por ejemplo el comunismo, nos inscriben en un relato épico donde compiten el miedo y la esperanza.
Al poner la atención sobre los dogmas, te daba miedo que se interpretara el libro como “contrarrevolucionario”, como explicas en la nota final. Explícate.
Cuando uno escribe asume una enorme responsabilidad. No quería que el libro diera a entender, por lo de “exquisita”, que determinadas luchas son una frivolidad. La revolución es exactamente lo contrario porque exige una implicación absoluta. Esto no significa que nosotros como espectadores no podamos tomar cierta distancia, aunque sea solo mientras nos sumergimos en el libro. Por eso me interesa mucho el humor: el humor sirve para hacernos pensar.
Aparece también en el poemario el asunto de tus orígenes exóticos: holandeses de la isla caribeña de Curazao. Creo que tu nuevo proyecto tiene que ver con eso.
Estoy escribiendo una crónica en la que hilvano algunas anécdotas familiares con la literatura del Caribe. Hablo de Lydia Cabrera, Derek Walcott, Maryse Condé y también de mi último viaje a La Habana. No se trata de un texto académico: quiero que la gente se lo lea del tirón y que les invite a descubrir otros libros. Me lo estoy pasando muy bien redescubriendo a grandes maestros como Alejo Carpentier o Miguel Ángel Asturias.
En el impulso por atrapar lo bello que nos rodea, incluyes un poema a Roma, una écfrasis, alguna película, un poema a la campaña rusa de Napoleón y también, otro a uno de esos curalotodo que reparten su propaganda a la salida del metro. ¿Cabe todo en la mirada poética?
La poesía es una manera de mirar, así que puede proyectarse sobre cualquier cosa. Para mí ese no ha sido nunca problema. He escrito sobre catedrales y souvenirs, sobre príncipes y vagabundos. No me pregunto si una situación es más o menos poética. La pregunta que me hago es si yo soy la persona adecuada para expresarla en un poema. Ese es el tema de la voz. ¿Qué suena bien con mi voz? ¿Qué estoy llamado a escribir? Normalmente trabajo con imágenes, como si fuera un pintor o un fotógrafo. Cuando una imagen me vuelve en repetidas ocasiones a la cabeza, me pongo a escribir.
El libro va virando del humor del principio a un abandono de la ligereza, ¿por qué?
Para el lector creo que es más fácil pasar del humor al drama que del drama al humor, por eso empiezo con poemas que tienen pinceladas de sarcasmo, ironía y cinismo, y luego paso a los más íntimos y existencialistas. Me encanta una cosa que me decía mi abuela española acerca de El Quijote, que a los niños hace reír, a los jóvenes pensar y a los viejos llorar. Creo que esta sería la prueba del algodón de la buena literatura.
La revolución exquisita está dedicado a la poeta Carmen Jodra, fallecida en 2019 con 38 años. ¿Qué fue para ti? ¿Hay algo de su espíritu poético en el libro?
Todo lo bueno que haya en mi poesía se lo debo a Carmen. Ella me enseñó a medir los versos, a entender que los clichés restan fuerza a los poemas, a no tener miedo a dialogar con los clásicos, porque ya ellos se preocupaban por lo mismo que nosotros: el deseo, la muerte… Además Carmen fue una gran amiga mía y, como sucede entre las personas que comparten una amistad, mirábamos hacia el mismo sitio. Recuerdo una vez en el lido de Venecia siguiendo los pasos que da Tazio bajo el toldo del Grand Hotel des Bains, o cuando me contó las historias de amor entre el rey Enrique IV de Castilla y Don Beltrán, o la de Leonardo y el Salai, que están recogidas en su El libro doce (La Bella Varsovia, 2021). Nos fijábamos en esos detalles y nos hacían mucha gracia. Era muy inteligente: cuando hablaba, aunque fuera de lo más insignificante, conseguía atrapar tu atención y emocionarte. Teníamos nuestros mitos, filias y obsesiones secretas, como la música barroca, por eso la última sección del libro se titula Bajo continuo y en ella reúno cinco poemas que hacen alusión al aria de Handel Lascia la spina cogli la rosa. Sigo acordándome de ella todos los días. Cuando falleció su ausencia se hizo muy presente, como el chelo que suena siempre al fondo y te acompaña. Ojalá el libro esté a la altura de mi admiración y de nuestra amistad.
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).