Susana Zaragozá

Escucha la sirena del barco en el que vamos

No podemos viajar y recordamos y deseamos volver a sitios. A menudo las emociones que producen las ciudades en nosotros obedecen a un vínculo irracional que solo se puede comprender a través de un poema.
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Ahora que no se puede ir de viaje me acuerdo de impresiones pasadas en ciudades que he visitado. Lo primero que recuerdo y quizá lo más raro fue algo que me pasó en Noto, en Sicilia. Era una tarde de primeros de octubre y hacía aún muy buen tiempo. Después de tomar un granizado de almendras en una terraza nos apeteció ver el teatro que había enfrente. Era un teatro con cierto encanto, pero como hay muchos: del siglo XIX, tipo caja de bombones, con palcos dorados muy lustrosos y los tapizados y el telón de terciopelo rojo subido. Si lo recuerdo es porque en cuanto entré en la sala me puse a llorar. Más bien me empezaron a rodar las lágrimas por la cara, sin convulsión ni aviso ningunos. No sé por qué lloraba. No sentía nada especial, al menos no de manera consciente: ni una gran congoja por los antiguos netinos que habrían asistido allí a los dramas de moda de su época y ahora estaban muertos, ni tampoco una abrumadora emoción estética. Otra cosa sin nombre, pero que se asomó un momento en aquella recoleta caja, me desencadenó el llanto, tan fisiológico como si empezase a sudar. Me pregunto qué pasaría. He estado en teatros mucho más apabullantes, y llevábamos días vagando por Sicilia: puro monumento, bellísima isla. La propia ciudad de Noto, reconstruida según un sistema barroco después del terremoto de 1693, tiene edificios mucho más “importantes”, más antiguos y más dignos de estudio, donde han pasado más cosas de las que se ocupa la historia. Por alguna razón fue el modesto teatro el que me provocó aquella reacción, como una bolsa que se pincha en un lugar inesperado. ¿Qué vínculo podría yo tener con él?

Al escribir sobre Noto recuerdo una impresión similar e igual de sorprendente para mí, una mañana en que estaba circundando Hyde Park por el exterior. Me estaba acercando al Royal Albert Hall pensando en Bob Dylan, supongo, y al girar la cabeza a la izquierda vi una especie de templete que me pareció descabellado por su sobreabundancia de oro y su estructura quebradiza, pero que me produjo una conmoción como si fuese la visión de un poeta romántico, como si fuese la visión equivocada de un palacio del mundo de las hadas despistadas.

Tanto el pequeño teatro de Noto como el Albert Memorial se parecen en que llegan a ser un poco kitsch, y están muy lejos de lo que a mí me suele atraer y conmover. Todo ese oro lo encuentro excesivo y un poco frío, y sin embargo me hablaron con una elocuencia sin mensaje que aún hoy me intriga. ¿Por qué? No consigo entender qué vínculo irracional tengo con ellos. Esas emociones solo se pueden comprender a través de un poema.

Me acuerdo ahora de que en Catania nos metimos por una callejuela y encontramos una trattoria escondida en una especie de patio sobrevenido, con un par de mesas en la calle. No recuerdo qué comimos, algo delicioso sin duda, pero lo hicimos junto a unos muros increíbles de lo puro hechos polvo, desmoronados y llenos de boquetes. Entre esas ruinas se desenvolvía el trasiego cotidiano de comidas. Le preguntamos al camarero: ¿pero qué os ha pasado aquí? Y mirando al cielo y uniendo los cinco dedos por las yemas nos dijo: “¡Ah! ¡La guerra!” Hay que leer la güerra, a la italiana. ¡Pero la guerra se acabó en 1945!

En ese viaje me sorprendió encontrar, en la iglesia de San Nicolò, una placa dedicada a Jan Palach. Dice la placa: “A perenne ricordo / di Jan Palack (sic) / Volontaria torcia umana / il 19 gennaio 1969 in Praga / Per affermare il diritto di tutte le nazioni / all’independenza alla sovranità alla libertà / nel rispetto dei valori umani / la Federazione del Nastro Azzurro / di Catania / nel aniversario pose”. Por qué esos cordiales y nobles cataneses elegirían ese emplazamiento para colocar la placa que honra al joven que a los veinte años se prendió fuego en protesta por la invasión de los soviéticos, no lo sé. Pero en ese curioso rincón se juntan el barroco siciliano y la Primavera de Praga.

Me acuerdo también de la iglesia de la Virgen de las Lágrimas, en Siracusa. Es un edificio sorprendente, de planta circular, que más hace pensar en Brasilia que en el Reino de las Dos Sicilias. El edificio es rarísimo y creo que también tiene una vibración particular. Se ha construido alrededor de un pequeño esmalte de aire vulgar, una reproducción barata de una Virgen que en los años cincuenta le hizo un milagro a un joven matrimonio siracusano. Dentro hay una capilla llena de exvotos, piernas falsas, hasta un vestido de novia. En el exterior del edificio, pero aún dentro del recinto, vi una fila de hormigas que iban llevando sus cosas al hormiguero. La fila era muy larga y me agaché a mirarlas más de cerca. Entonces me di cuenta de que al pasar por cierto punto todas las hormigas se desviaban, trazando un arco en mitad de la recta, como si estuviesen esquivando algo invisible. Algo ctónico había allí, me dije, que las hormigas advertían y esquivaban.

Un hotel y una luz de Lisboa los recuerdo por un libro de cortesía que habían dejado en la habitación para que se entretuviesen los turistas cansados de caminar. Nunca he visto una Biblia en un hotel. Aquel era un libro de Sophia de Mello, en versión bilingüe portugués-francés. A algún hospedado anterior también le habían gustado los poemas hasta el punto de arrancar la hoja correspondiente a las páginas 51 y 52, de modo que yo no pude conocer la versión original pero sí leer en la 53 la versión francesa de esta bella y portuguesísima imagen: “A travers ton coeur passa un bateau / Qui ne cesse sans toi de suivre son chemin”. En el quinto piso de aquella calle en cuesta cruzó mi corazón el barco que sigue y sigue su camino sin mí.

Quiero salir de viaje para verlo pasar.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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